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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

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  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


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    ----------------- GENERAL -------------------


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    Widget 7














































































































    AZAZEL (Isaac Asimov)

    Publicado en mayo 23, 2010
    A Sheila Williams,
    la amable directora gerente de
    «Isaac Asimov's Science Fiction Magazine»

    INTRODUCCIÓN
    En 1980, un caballero llamado Eric Protter me pidió que escribiera cada mes un relato de misterio para una revista que él dirigía. Accedí, porque me resultaba difí¬cil responder negativamente a las personas amables (y todos los directores que he conocido han sido siempre personas amables).
    El primer relato que escribí era una narración en la que se combinaban elementos de fantasía y de misterio, protagonizada por un pequeño demonio de unos dos centímetros de estatura. Lo titulé «El desquite», y Eric Protter lo aceptó y lo publicó. Intervenían en él un ca¬ballero llamado Griswold, como narrador, y tres hom¬bres —entre los que se contaba un personaje que ha¬blaba en primera persona y que era yo, aunque nunca me identificaba— que formaban su auditorio. Los cua¬tro se reunían todas las semanas en el «Union Club», y tenía la intención de que la serie continuase presentando los relatos de Griswold en el «Union Club».
    No obstante, cuando traté de escribir un segundo relato en el que intervenían el pequeño demonio de «El desquite» —el nuevo relato se titulaba «Una noche de canto»—, Eric lo rechazó. Al parecer, un poco de fanta¬sía estaba bien por una vez, pero no quería que lo to¬mara por costumbre.
    Así pues, dejé a un lado «Una noche de canto» y procedí a escribir la serie de relatos de misterio sin introducir en ellos absolutamente ningún elemento de fantasía. Treinta de estos relatos (que Eric insistió en que tuviesen sólo entre 2.000 y 2.200 palabras) finalmen¬te fueron recopilados en mi libro The Union Club Mysteries (Doubleday, 1983). Sin embargo, no incluí «El desquite», porque la intervención en él del pequeño demonio hacía que no armonizase con el resto de los relatos.
    Mientras tanto, yo cavilaba acerca de «Una noche de canto». Detesto desperdiciar algo, y no puedo sopor¬tar dejar inédita cualquier cosa que haya escrito, si hay algo que pueda hacer para corregir la situación. Por consiguiente, me dirigí a Eric y le dije:
    —Aquel relato que rechazaste, «Una noche de can¬to»..., ¿puedo publicarlo en otra parte?
    —Naturalmente, siempre que cambies los nombres de los personajes. Quiero que tus relatos de Griswold y su auditorio sean exclusivos de mi revista.
    De modo que así lo hice. Cambié el nombre de Gris¬wold por el de George y conservé un auditorio de un solo personaje, el que hablaba en primera persona, y que era yo mismo. Hecho esto, vendí «Una noche de canto» a The Magazine of Fantasy and Science Fiction (F & SF), Posteriormente, escribí otro relato de los que ahora englobaba bajo la denominación de «Relatos de George y Azazel», siendo Azazel el nombre del demonio. Éste, «La sonrisa que pierde», lo vendí también a F & SF.
    No obstante, yo también tengo una revista de ciencia-ficción propia, Isaac Asimov's Sciencie Fiction Magazine (IASFM), y Shawna McCarthy, que entonces era su di¬rectora, mostró su objeción a que yo publicara en F & SF.
    —Pero, Shawna —argumenté—, esos relatos de Geor¬ge y Azazel son fantasías, e IASFM sólo publica ciencia-ficción.
    —Pues, en ese caso, cambie el pequeño demonio y su magia por un pequeño ser extraterrestre provisto de una avanzada tecnología, y véndame a mi los relatos.
    Lo hice, y como seguía entusiasmado con los relatos de George y Azazel, continué escribiéndolos, y ahora puedo incluir dieciocho de estos relatos en esta colec¬ción, Azazel. (Se incluyen sólo dieciocho, porque, sin la necesaria brevedad que imponía Eric, podía hacer que mis relatos de George y Azazel fuesen el doble de lar¬gos que mis Griswolds.)
    Sin embargo, tampoco incluí «El desquite», porque desentonaba ligeramente de los últimos relatos. Al ha¬ber sido la inspiración original de dos series diferentes, «El desquite» tenía el triste destino de quedarse entre dos aguas, sin encajar en ninguno de los dos grupos que habían surgido. (No importa, ha sido seleccionado para una antología y es posible que en el futuro apa¬rezca también bajo otras presentaciones. No lo sienta demasiado.)
    Hay algunos detalles de los relatos que me gustaría resaltar, detalles que probablemente usted advertirá por sí mismo, pero yo soy partidario de explicarlo todo.
    1) Como he dicho, omití el primer relato que escri¬bí porque no encajaba con los restantes. Mi bella edito¬ra, Jennifer Brehl, insistió, no obstante, en que era nece¬sario un primer relato para describir cómo nos conoci¬mos George y yo y cómo entró el pequeño demonio en la vida de George. Puesto que Jennifer, aunque un de¬chado de dulzura, no es persona a la que uno pueda oponerse cuando aprieta los puños, escribí un relato titulado «El demonio de dos centímetros», que cumple el propósito que ella pedía y que se inserta como pri¬mera narración del libro. Es más, Jennifer decidió que Azazel fuese definitivamente un demonio y no un extraterrestre, así que de nuevo estamos en la fantasía. (Por cierto que «Azazel» es un nombre bíblico, y los lectores de la Biblia suelen tomarlo como el nombre de un demonio, aunque esta cuestión es algo más compli¬cada.)
    2) A George se le presenta como una especie de sablista, y yo detesto a los sablistas..., sin embargo, encuentro simpático a George. Espero que, asimismo, a usted le caiga bien. El personaje que habla en primera persona (en realidad, Isaac Asimov) a menudo es insultado por George e invariablemente despojado por él de unos cuantos dólares, pero no importa. Como explico al final del primer relato, sus historias lo valen, y yo gano con ellas mucho más dinero del que le doy a George..., en especial, habida cuenta de que el dinero que le doy es de ficción.
    3) No olvide que los relatos pretenden ser sátiras humorísticas, y si encuentra el estilo un tanto hinchado y «poco asimoviano», sepa que es deliberado. Considere esto un aviso. No vaya a ser que se compre el libro esperando otra cosa y se lleve un chasco. Y, a propósito, si detecta de vez en cuando la leve influencia de P. G. Wodehouse, créame, no es accidental.

    EL DEMONIO DE DOS CENTÍMETROS
    Conocí a George en un congreso literario celebrado hace muchos años, y me llamó la atención el peculiar aire de inocencia y de candor que mostraba su rostro redondo y de mediana edad. Inmediatamente decidí que era la clase de persona a quien uno le dejaría la cartera para que se la guardase mientras se bañaba.
    Él me reconoció por mis fotografías en la contraportada de mis libros y me saludó alegremente, diciéndome lo mucho que le gustaban mis cuentos y mis novelas, lo cual, naturalmente, me dio una excelente opinión de su inteligencia y buen gusto.
    Nos estrechamos cordialmente las manos, y él dijo:
    —Me llamo George Bitternut
    —Bitternut —repetí, para fijármelo en la mente—. Un apellido poco corriente.
    —Danés —respondió—, y muy aristocrático. Desciendo de Cnut, más conocido como Canuto, un rey que conquistó Inglaterra a comienzos del siglo XI. Un antepasado mío era hijo suyo: bastardo, naturalmente.
    —Naturalmente —murmuré, aunque no veía por que había que darlo por sentado.
    —Le pusieron de nombre Cnut, como su padre —continuó George—, y cuando fue presentado al rey, el soberano dijo: 'Voto a bríos, ¿es éste mi heredero?'
    —'No exactamente’ —respondió el cortesano que estaba meciendo al pequeño Cnut—, pues es ilegitimo, ya que su madre es la lavandera a la que vos...'
    —'Ah’ —dijo el rey—, eso es mejor'. Y como Bettercnut (en ingles better significa mejor) se le conoció a partir de ese momento. Únicamente con ese nombre. Yo lo he heredado por línea masculina directa, salvo que las vicisitudes del tiempo han acabado por cambiarlo a Bitternut.
    Y sus azules ojos me miraron con una especie de hipnótica inocencia, que impedía toda duda.
    —¿Quiere almorzar conmigo? —pregunté, moviendo la mano en dirección al restaurante profusamente decorado que, evidentemente, estaba destinado solo a personas poseedoras de carteras bien repletas.
    —¿No le parece que ese local es un poco ostentoso y que la cafetería del otro lado podría...? —respondió George.
    —Como invitado mío —añadí.
    George frunció los labios y dijo:
    —Ahora que lo miro bajo una luz más favorable, veo que tiene una atmósfera un tanto hogareña. Si, almorzaré con usted.
    Mientras tomábamos el plato principal, George dijo:
    —Mi antepasado Bettercnut tuvo un hijo, al que llamó Sweyn. Un buen nombre danés.
    —Si, ya sé —respondí—. El padre del Rey Cnut se llamaba Sweyn Forbeard. En tiempos modernos el nombre se suele escribir Sven.
    George frunció levemente el ceño y dijo:
    —No hace falta que alardee de sus conocimientos de estas cosas, amigo mío. Admito que tiene usted los rudimentos de una educación.
    Me sentí abochornado.
    —Lo siento.
    Agitó la mano en ademan de magnánimo perdón, pidió otro vaso de vino y prosiguió:
    —Sweyn Bettercnut se sentía fascinado por las mujeres, característica que hemos heredado todos los Bitternut, y tenia mucho éxito con ellas..., como ha sido el caso con todos sus descendientes. Se sabe que muchas mujeres, después de separarse de él, meneaban la cabeza en señal de admiración y decían: 'Oh, es todo un Sweyn.' Y también era un archimago.
    Hizo una pausa y, luego, preguntó con brusquedad:
    —¿Sabe usted qué es un archimago?
    —No —mentí, no deseando volver a hacer una ofensiva ostentación de mis conocimientos—, ¿Qué es?
    —Un archimago es un mago eminente —aclaró George, con lo que pareció un suspiro de alivio—. Sweyn estudiaba las artes arcanas y ocultas. Entonces era posible hacerlo, pues aun no había surgido todo ese desagradable escepticismo moderno. Estaba consagrado a la tarea de encontrar la manera de persuadir a las jovencitas para que observaran con él esa clase de comportamiento dulce y complaciente que es la corona de la femineidad, y rehuyesen todo lo que era huraño y hosco.
    —Ah —dije, con tono comprensivo.
    —Para eso necesitaba demonios, y perfeccionó medios para invocarlos, quemando ciertas hierbas aromáticas y pronunciando determinados conjuros semiolvidados.
    —¿Y daba resultado, señor Bitternut?
    —Llámeme George. Claro que daba resultado. Tenia legiones de demonios que trabajaban para él, pues, como con frecuencia se lamentaba, las mujeres de la época eran seres tercos y obstinados, que oponían a su pretensión de ser nieto de un rey, ásperas observaciones sobre la naturaleza de la descendencia. Sin embargo, una vez que un demonio ejecutaba su obra, comprendían que un hijo natural era, simplemente, natural.
    —¿Está seguro de todo eso, George?
    —Naturalmente, pues el verano pasado encontré su libro de recetas para invocar demonios. Lo hallé en un viejo castillo inglés que actualmente está en ruinas, pero que en otro tiempo perteneció a mi familia. Se especificaban las hierbas exactas, la forma de quemarlas, el ritmo, los conjuros, las entonaciones. Todo. Estaba escrito en inglés antiguo, anglosajón, ya sabe, pero yo tengo un poco de lingüista y...
    Se me hizo patente un ligero escepticismo.
    —Usted bromea —dije.
    Me miró con altivez.
    —¿Por qué cree semejante cosa? ¿Acaso me estoy riendo? Se trata de un libro auténtico. Yo mismo experimenté las recetas.
    —Y obtuvo un demonio.
    —Sí, en efecto —respondió, señalándose de manera significativa el bolsillo superior de la chaqueta.
    —¿Lo tiene ahí?
    George se tocó el bolsillo, y parecía a punto de asentir cuando sus dedos palparon algo importante, o tal vez fuese precisamente que no palparon nada. Miró en el interior.
    —Se ha ido —dijo con disgusto—. Desmaterializado... Pero quizá no se le pueda censurar por ello. Anoche estuvo conmigo por que sentía curiosidad por este congreso, ¿sabe? Le di un poco de whisky con un cuentagotas, y le gustó. Tal vez le gustó demasiado, pues quería pegarse con la cacatúa enjaulada que hay en el bar y empezó a insultarla. Afortunadamente, se quedó dormido antes de que el pájaro ofendido pudiera replicar. Esta mañana no parecía encontrarse muy bien, y supongo que se ha ido a su casa, dondequiera que esté, para recuperarse.
    Sentí un acceso de rebeldía. ¿Esperaba que me creyera aquello?
    —¿Me está diciendo que tenía un demonio en el bolsillo de la chaqueta?
    —Es agradable ver lo rápidamente que se hace usted cargo de la situación —dijo George.
    —¿Qué tamaño tenía?
    —Dos centímetros.
    —Pero eso no llega a una pulgada.
    —Totalmente correcto. Una pulgada son 2,54 centímetros.
    —Quiero decir, qué clase de demonio es para tener sólo dos centímetros de estatura.
    —Uno pequeño —respondió George—, pero, como dice el refrán, más vale tener un demonio pequeño que no tener ninguno.
    —Depende de como sea.
    —Oh, Azazel..., se llama así. Es un demonio amistoso. Sospecho que no está muy bien considerado en sus antros nativos, pues se le nota extraordinariamente ansioso por impresionarme con sus poderes, salvo que no quiere utilizarlos para enriquecerme, como debería hacer, tratándose de una honorable amistad. Dice que sus poderes deben ser utilizados tan sólo para hacer el bien a otros.
    —Vamos, vamos, George. Seguramente que no es ésa la filosofía del infierno.
    George se llevó un dedo a los labios.
    —No diga esa clase de cosas, amigo. Azazel se sentiría enormemente ofendido. Dice que su país es amable, decente y muy civilizado, y habla con gran respeto de su gobernante, cuyo nombre jamás pronuncia, y al que llama simplemente el Todo Total.
    —¿Y en realidad hace favores?
    —Siempre que puede. Ése es el caso, por ejemplo, de mi ahijada, Juniper Pen...
    —¿Juniper Pen?
    —Sí. Por su expresión de intensa curiosidad, me doy cuenta de que desea conocer la historia. Con mucho gusto se la contaré.
    »Juniper Pen -dijo George- era una cándida estudiante de segundo curso en la Universidad cuando comienza mi relato..., una dulce e inocente muchacha fascinada por el equipo de baloncesto, todo y cada uno de cuyos miembros eran jóvenes altos y muy guapos.
    El jugador que más parecía estimular su imaginación femenina era Leander Thomson, un muchacho alto y delgado, de grandes manos que se enroscaban en torno a un balón o a cualquier otra cosa que tuviera forma y el tamaño de un balón, lo que de alguna manera trae a la memoria a Juniper. Obviamente, él era el objeto de sus gritos, cuando contemplaba desde la grada uno de sus partidos.
    Solía hablarme de sus dulces sueños, pues, como todas las jovencitas, aunque no sean mis nietas, se sentía impulsada a confiar en mí. Mi porte cariñoso pero digno invitaba a las confidencias.
    —Oh, tío George —decía—, seguro que no es nada malo que yo sueñe en un futuro con Leander. Me lo imagino como el mejor jugador de baloncesto del mundo, como la flor y nata de los grandes profesionales, como el titular de un sustancioso contrato de larga duración. Y no es que yo pida mucho. Todo lo que quiero de la vida es una pequeña mansión cubierta de enredaderas, un pequeño jardín que se extienda todo cuanto la vista pueda abarcar, una sencilla servidumbre organizada en equipos, todos mis vestidos ordenados alfabéticamente para cada día de la semana y cada mes del año y...
    Me vi obligado a interrumpir su encantador parloteo.
    —Hay un ligero fallo en tu plan, pequeña —dije—. Leander no es un jugador de baloncesto muy bueno, y es poco probable que algún equipo le contrate por grandes sumas.
    —Eso es injusto —dijo, enfurruñando el gesto—. ¿Por qué no es un jugador de baloncesto muy bueno?
    —Por que así es como funciona el Universo. ¿Por qué no concentras tus juveniles afectos en alguien que sea un buen jugador de baloncesto? ¿O, si vamos a eso, en algún joven y honrado corredor bursátil de Wall Street que tenga acceso a informaciones reservadas?
    —La verdad es que ya he pensado en ello, tío George, pero me gusta Leander exclusivamente por lo que es. Hay veces en que pienso en él y me digo: en realidad, ¿es tan importante el dinero?
    —Chist, jovencita —exclamo horrorizado. Hoy en día, las mujeres son increíblemente francas.
    —Pero, ¿por qué no puedo tener también el dinero? ¿Es mucho pedir?
    ¿Lo era realmente? Después de todo, yo tenía un demonio para mí solo. Se trataba de un demonio pequeño, desde luego, pero su corazón era grande. Seguramente que querría favorecer el curso del verdadero amor, a fin de aportar luz y dulzura a dos seres cuyos corazones latían al unísono al pensar en besos y fondos mutuos.
    Azazel me escuchó cuando le invoqué con el conjuro apropiado... No, no puedo decirle cuál es. ¿No tiene usted un elemental sentido de la ética? Como digo, me escuchó, pero con lo que me pareció una absoluta carencia de esa comprensión que cabria esperar. Confieso que le había arrastrado a nuestro mundo sacándole de su entrega a algo parecido a un baño turco, pues se hallaba envuelto en una diminuta toalla y estaba tiritando. Su voz parecía más aguda y estridente que nunca. (En realidad, no creo que fuese verdaderamente su voz. Me da la impresión de que se comunicaba mediante alguna especie de telepatía, pero el resultado era que yo oía, o imaginaba oír, una aguda vocecilla.)
    —¿Qué es baloncesto? —preguntó—. ¿Un balón con forma de cesto? Porque, en ese caso, ¿qué es un cesto?
    Traté de explicárselo, pero, para ser un demonio, puede resultar realmente obtuso. Se me quedó mirando, como si no le estuviese explicando con luminosa claridad cada detalle del juego.
    Finalmente, dijo:
    —¿Podría ver un partido de baloncesto?
    —Naturalmente —respondí—. Esta noche se juega uno. Leander me dio una entrada, y tú puedes ir en mi bolsillo.
    —Estupendo —dijo Azazel—. Llámame cuando te dispongas a salir para el partido. Ahora tengo que terminar mi zymig —con lo que supongo se refería a su baño turco, y desapareció.
    Debo confesar que me irrita sobremanera que alguien anteponga sus insignificantes asuntos domésticos a las trascendentales cuestiones de que yo me ocupo..., lo cual me recuerda, amigo mío, que el camarero parece estar intentando atraer su atención. Creo que le tiene preparada la cuenta. Recójala, por favor, para que yo pueda continuar mi relato.
    Esa noche fui al partido de baloncesto, y Azazel venía conmigo en mi bolsillo. Mantenía la cabeza asomada por el borde del bolsillo y habría constituido un sospechoso espectáculo si alguien hubiera estado mirando. Su piel es de un color rojo brillante y en su frente se destacan las protuberancias de dos pequeños cuernos. Por fortuna, se mantenía dentro del bolsillo, pues su musculosa cola de un centímetro de longitud es su rasgo más prominente y nauseabundo.
    Yo no soy un gran aficionado al baloncesto, y preferí dejar que Azazel extrajera por su propia cuenta el significado de lo que estaba viendo. Su inteligencia, aunque más demoniaca que humana, es notable.
    Una vez finalizado el partido, me dijo:
    —Por lo que he podido deducir de la esforzada acción de los corpulentos, desgarbados y en absoluto interesantes individuos que corrían por la pista, parece ser que se producía una cierta conmoción cada vez que esa curiosa pelota pasaba a través del aro.
    —En efecto —dije— Eso es encestar.
    —Entonces, ¿ese protegido tuyo se convertiría en un héroe de ese estúpido juego si pudiera pasar la pelota por el aro todas las veces que lo intentase?
    —Exactamente.
    Azazel pensativo, agitó la cola.
    —No tiene que ser difícil. Sólo necesito ajustar sus reflejos para hacerle calcular el ángulo, la altura, la fuerza...
    Permaneció unos instantes en reflexivo silencio, a continuación dijo:
    —Veamos, he tomado nota de su complejo coordinado personal durante el partido... Sí, se puede hacer. En realidad, ya esta hecho. Tu Leander no tendrá ninguna dificultad en hacer pasar la pelota por el aro.
    Yo experimentaba una cierta excitación mientras aguardaba a que se celebrase el siguiente partido. No le dije nada a la pequeña Juniper, porque nunca había hecho uso de los poderes demoniacos de Azazel y no estaba del todo seguro de que sus hechos hicieran honor a sus palabras. Además, quería que se llevara una sorpresa. (Y se la llevó, muy grande, lo mismo que yo.)
    Por fin llegó el día del partido, y aquél fue el partido. Nuestro colegio local, Nerdsville Tech, de cuyo equipo de baloncesto Leander era tan pálida luminaria, jugaba contra los larguiruchos fajadores de Reformatorio Al Capone, y se esperaba que fuese un combate épico.
    Como de épico, nadie lo esperaba. El equipo de Al Capone en seguida se puso por delante en el marcador, y yo observaba atentamente a Leander. Parecía tener dificultades para decidir lo que debía hacer, y al comienzo sus manos parecían fallar el balón cuando trataba de avanzar. Supuse que sus reflejos habían resultado tan alterados, que en un principio no podía controlar en absoluto sus músculos.
    Sin embargo, luego, fue como si se acostumbrara a su nuevo cuerpo. Cogió el balón y pareció que se le escapaba de las manos..., ¡pero qué forma de escaparse! Describió un arco en el aire y atravesó el centro del aro.
    Las gradas estallaron en frenético aplauso, mientras que Leander contemplaba pensativamente el aro, como preguntándose qué había ocurrido.
    Fuera lo que fuese, volvió a ocurrir otra vez..., y otra. Tan pronto como Leander tocaba el balón, éste se elevaba describiendo un arco. Tan pronto como se elevaba, se curvaba hacia la canasta. Sucedía tan de repente, que nadie veía jamas a Leander apuntar ni hacer absolutamente ningún esfuerzo. Interpretando esto como una prueba de maestría, la multitud se puso histérica.
    Sin embargo, luego, como era de esperar, sucedió lo inevitable, y el partido se hundió en un caos total. Brotaban silbidos de las tribunas; los alumnos de rostros llenos de cicatrices que animaban al reformatorio Al Capone, proferían violentas observaciones de carácter insultante, y por todas partes de producían peleas a puñetazos entre el público.
    Lo que yo no había dicho a Azazel, creyendo que se trataba de algo evidente, y lo que él no había advertido, era que las dos canastas de la pista no eran iguales: una correspondía al equipo local y la otra al equipo visitante, y que cada jugador lanzaba el balón hacia la canasta apropiada. Y el balón, con toda la lamentable ignorancia de un objeto inanimado, en cuanto Leander lo tocaba, se elevaba hacia la canasta más próxima. El resultado era que, una y otra vez, Leander se las arreglaba para introducir el balón en la canasta en que no debía.
    Persistió en hacerlo, pese a los amables reproches del entrenador del Nerdsville, Claws (Pop) McFang, que se desgañitaba a gritos por entre la espuma que le cubría los labios. Pop McFang enseñó los dientes con un suspiro de tristeza por tener que expulsar a Leander del partido y lloró abiertamente cuando le quitaron los dedos de la garganta de Leander para que pudiera llevarse a efecto la expulsión.
    Amigo mío, Leander nunca volvió a ser el mismo. Naturalmente, yo había pensado que buscaría refugio en la bebida y se convertiría en un torvo y pensativo alcohólico. Eso lo habría comprendido. No obstante, cayó aún más bajo. Se volvió hacia sus estudios.
    Bajo la despreciativa, y a veces incluso compasiva, mirada de sus condiscípulos, iba de clase en clase, sepultaba la cabeza entre los libros y descendía hacia las cenagosas profundidades de la ciencia.
    Durante todo ese tiempo, sin embargo, Juniper se aferró a él. Me necesita, decía, con los ojos empanados por las lagrimas. Sacrificándolo todo, se casó con él una vez que ambos se graduaron. Y continuó manteniéndose unida a él, incluso mientras caía al más profundo de los abismos, al ser estigmatizado con un doctorado en Física. Él y Juniper viven ahora en un pequeño apartamento situado en alguna parte del lado oeste. Él enseña física y ella realiza investigaciones sobre Cosmogonía, según tengo entendido. Él gana 60,000 dólares al año, y entre quienes le conocieron cuando era un deportista respetable, se dice, en horrorizados susurros, que es un posible candidato al premio Nóbel.
    Juniper nunca se queja, y se mantiene fiel a su ídolo caído. Ni con palabras ni con hechos expresa jamás ningún sentimiento de pérdida, pero no puede engañar a su viejo padrino. Sé muy bien que, a veces, piensa melancólicamente en la mansión cubierta de enredaderas que nunca tendrá y en las ondulantes colinas y distantes horizontes de la pequeña finca de sus sueños.
    —Ésa es la historia —dijo George, mientras recogía el cambio que había traído el camarero y anotaba el total del recibo de la tarjeta de crédito, supongo que para poder deducirlo de sus impuestos—. Yo, en su lugar —añadió—, dejaría una generosa propina.
    Así lo hice, un tanto aturdido, mientras George sonreía y se alejaba. En realidad, no me importaba que George se hubiera quedado con el cambio. Se me ocurrió que él únicamente tenia una comida, mientras que yo disponía de una historia que podía contar como propia y que me reportaría una cantidad de dinero equivalente a muchas veces el coste de la comida.
    De hecho, decidí continuar almorzando con él de vez en cuando.


    UNA NOCHE DE CANTO
    Resulta que un amigo mío insinúa que, a veces, puede invocar espíritus del profundo abismo. O, por lo menos, un espíritu..., uno pequeño y de poderes estrictamente limitados. En ciertas ocasiones habla de él, pero solo después de haber llegado a su cuarto whisky con soda. Se trataba de un delicado punto de equilibrio: tres, y no sabe nada de espíritus (de los sobrenaturales); cinco y se queda dormido.
    Aquella noche, pensé que había alcanzado el nivel adecuado, así que le dije:
    —¿Te acuerdas de ese espíritu tuyo, George?
    —¿Eh? —exclamó él, mirando su bebida, como si se preguntara porque tenía que recordarlo.
    —Tu bebida, no —dije—. Me refiero a ese espíritu de unos dos centímetros de estatura que una vez me dijiste que habías logrado hacer venir desde algún otro lugar de existencia. El que está dotado de poderes paranaturales.
    —Ah —dijo George—, Azazel. No se llama así, naturalmente. Supongo que no podría pronunciar su verdadero nombre, pero así es como yo le llamo. Sí, me acuerdo.
    —¿Lo utilizas mucho?
    —No. Es peligroso. Demasiado peligroso. Siempre existe la tentación de jugar con el poder. Yo soy muy cuidadoso en ese aspecto, endiabladamente cuidadoso. Como sabes, tengo un nivel ético muy elevado. Por eso es por lo que en una ocasión me sentí movido a ayudar a un amigo. ¡El mal que eso causó! ¡Horrible! No soporto pensar en ello.
    —¿Qué ocurrió?
    —Supongo que es mejor que lo cuente, para vaciar mi pecho —dijo pensativamente George—. Es algo que te consume...
    »Entonces yo era mucho más joven -dijo George-, y en aquellos tiempos las mujeres formaban una parte importante de la propia vida. Ahora, al rememorarlo, parece una estupidez, pero recuerdo perfectamente haber pensado en aquellos tiempos que había mucha diferencia dependiendo de la mujer de que se tratase.
    »En realidad, la verdad es que da lo mismo cerrar los ojos y coger al azar la que caiga, pero en aquellos tiempos...
    »Yo tenia un amigo, Mortenson..., Andrew Mortenson. No creo que lo conozcas. Yo mismo apenas si le he visto en los últimos años.
    »La cuestión es que estaba perdidamente enamorado de una mujer, una mujer determinada. Era un ángel, decía. No podía vivir sin ella. Era la única en todo el universo, y sin ella el mundo era una loncha de jamón empapada de grasa para lubricar motores. Ya sabes cómo hablan los enamorados.
    »Lo malo es que ella, finalmente, le abandonó, y, al parecer, lo hizo de una manera especialmente cruel y sin la menor consideración a su amor propio. Le había humillado por completo, yéndose con otro delante de él, chasqueándole los dedos en las narices y riéndose despiadadamente de sus lágrimas.
    »Lo digo en sentido figurado, por supuesto. Sólo trato de dar la impresión que él me causó a mí. Se hallaba aquí sentado, en esta misma habitación, bebiendo conmigo. Yo sentía cómo se me destrozaba el corazón ante su congoja.
    —Lo siento, Mortenson —le dije—, pero no debes tomártelo así. Si te paras a pensarlo, no es más que una mujer. Mira a la calle y verás pasar montones.
    —A partir de ahora —dijo amargamente—, no habrá ninguna mujer en mi vida..., excepto mi esposa, claro, a la que de vez en cuando no puedo evitar. Es sólo que, por mi parte, me gustaría hacer algo por ella.
    —¿Por tu mujer? —pregunté.
    —No, no, ¿por qué iba a querer hacer algo por mi mujer? Estoy hablando de hacer algo por esa mujer que me ha abandonado tan cruelmente.
    —¿Por ejemplo?
    —No tengo ni idea —respondió.
    —Quizás yo pueda ayudarte —dije, pues continuaba sintiéndome lleno de compasión hacia él—. Puedo hacer uso de un espíritu provisto de poderes extraordinarios. Un espíritu pequeño, desde luego —separé los dedos pulgar e índice menos de una pulgada para que se hiciera idea—, que sólo puede hacer pequeñas cosas.
    »Le hablé a Azazel, y, como es natural, me creyó. He observado con frecuencia que yo transmito convicción cuando cuento algo. Sin embargo, cuando lo haces tú, amigo mío, el ambiente de incredulidad que se forma en la estancia es tan espeso que se podría cortar con una sierra para metales. Conmigo, en cambio, es distinto. No hay nada como una reputación de probidad y un aire de honrada rectitud.
    »Le brillaban los ojos mientras lo contaba. Preguntó si podría darle a la mujer algo que yo le pidiera.
    —Si es presentable, amigo mío. Espero que no estés pensando en algo así como hacerla oler mal o que le salga un sapo por la boca cada vez que hable.
    —Claro que no —replicó, indignado—, ¿Por quién me tomas? Ella me ha dado dos años de felicidad, a intervalos, y quiero corresponderle adecuadamente. ¿Dices que tu espíritu tiene sólo poderes limitados?
    —Es muy pequeño —respondí, volviendo a señalar el tamaño con el índice y el pulgar.
    —¿Podría darle una voz perfecta? Al menos, por algún tiempo. Aunque sólo sea durante una única representación.
    —Se lo preguntaré.
    »La sugerencia de Mortenson parecía perfectamente caballerosa. Su ex amante cantaba cantatas en la iglesia local, si es que ésa era la denominación adecuada. En aquellos tiempos yo tenía muy buen oído para la música y a menudo asistía a estas cosas (teniendo buen cuidado de esquivar la bandeja de la colecta, claro). A mí me gustaba oírla cantar, y el auditorio parecía escucharla con bastante cortesía. Por aquel entonces yo pensaba que sus costumbres no armonizaban muy bien con el entorno, pero Mortenson decía que con las sopranos se hacían excepciones.
    »Así, pues, consulté con Azazel. Se mostró completamente dispuesto a ayudar; nada de esas tonterías de pedir mi alma a cambio, ya sabes. Recuerdo que una vez le pregunté a Azazel si quería mi alma, y él ni siquiera sabía lo que era. Me preguntó a qué me refería, y resultó que yo tampoco sabía lo que era. Lo que ocurre es que es un tipo tan insignificante en su propio universo, que le proporciona una enorme sensación de éxito poder ejecutar su influencia en el nuestro. Le gusta ayudar.
    »Dijo que podría conseguir tres horas, y cuando se lo comuniqué a Mortenson le pareció perfecto. Elegimos una noche en que ella iba a cantar a Bach, Haendel o a uno de esos antiguos aporreadores de piano, e iba a interpretar un largo e impresionante solo.
    »Mortenson fue a la iglesia esa noche, y, naturalmente, yo también fui. Me sentía responsable de lo que iba a suceder, y pensaba que era mejor que supervisase la situación.
    »Mortenson dijo sombríamente:
    —He asistido a los ensayos. Cantaba como siempre, ya sabes: como si tuviera rabo y alguien se lo estuviera pisando.
    »No era esa la forma que él solía usar para describir su voz. La música de las esferas, decía muchas veces, de ahí para arriba. Sin embargo, había sido abandonado, y eso, claro, modifica el sentido crítico de un hombre.
    »Le miré con severidad.
    —Ésa no es la forma de hablar de una mujer a la que estás intentando conceder un gran don.
    —Por eso precisamente. Quiero que su voz sea perfecta. Realmente perfecta. Y ahora veo, ahora que las nieblas del amor se han disipado de mis ojos, que tiene un largo camino que recorrer. ¿Tú crees que tu espíritu podrá arreglarlo?
    —El cambio no esta previsto que empiece hasta las ocho y cuarto.
    »Me asaltó una punzante sospecha.
    —¿No habrás estado esperando que se agote la perfección en el ensayo y luego decepcione al público?
    —Te equivocas por completo —respondió.
    »La función comenzó con un ligero retraso, y cuando ella se levantó para cantar, ataviada con su vestido blanco, eran las ocho y catorce por mi viejo reloj de bolsillo, que nunca se desvía de la hora exacta en más de dos segundos. No era una soprano insignificante; estaba construida a generosa escala, dejando abundante espacio para la clase de resonancia que se necesita cuando se intenta llegar a las notas altas y sobreponerse a la orquesta. Siempre que inhalaba unos cuantos litros de aire con los que manejarlo todo, yo me daba cuenta de qué era lo que Mortenson veía en ella, a pesar de las varias capas de materia textil.
    »Ella comenzó a su nivel habitual, y luego, exactamente a las ocho y cuarto, fue como si se le hubiera añadido otra voz. Vi como daba un ligero respingo, como si no creyera lo que oía, y una de sus manos, que tenia apoyada en el diafragma, pareció vibrar.
    »Su voz se elevó. Era como si se hubiera convertido en un órgano de tono perfecto. Cada nota sonaba perfecta, una nota recién inventada en aquel mismo momento, al lado de la cual todas las demás notas del mismo tono y calidad no eran sino copias imperfectas.
    »Cada nota sonaba limpiamente con el trémolo preciso, si es que ésa es la palabra adecuada, dilatándose o contrayéndose con enorme poder y control.
    »Y con cada nota, iba mejorando. El organista no miraba la partitura, la miraba a ella y, no puedo jurarlo, pero creo que dejó de tocar. De todos modos, en caso de que tocara, yo no le habría oído. Mientras ella cantaba, era imposible oír nada. Tan sólo a ella.
    »La expresión de sorpresa se había desvanecido de su cara, y en su lugar se dibujaba una expresión de exaltación. Había dejado a un lado la partitura; no la necesitaba. Su voz cantaba por sí sola, y ella no necesitaba controlarla ni dirigirla. El director se hallaba rígido, y todos los demás miembros del coro parecían desconcertados.
    »Por fin terminó su solo y el coro sonó como una especie de susurro, como si todos se avergonzaran de sus voces y se sintieran turbados por hacerlas sonar en la misma iglesia y en la misma noche.
    »El resto del programa se redujo por entero a ella. Cuando cantaba, eso era lo único que se oía, aunque estuvieran sonando todas las demás voces. Cuando callaba, era como si estuviéramos sentados en la oscuridad y no pudiéramos soportar la ausencia de luz.
    »Y cuando terminó..., bueno, en la iglesia no se aplaude, pero en aquella ocasión lo hicieron. Todos los asistentes se pusieron en pie, como accionados por un mismo resorte, y aplaudieron y aplaudieron, y estaba claro que continuarían aplaudiendo toda la noche a menos que ella cantara de nuevo.
    »Volvió a cantar; únicamente su voz, con el órgano susurrando vacilante en segundo término; iluminada por el foco; sin nadie más visible en el coro.
    »Sin el menor esfuerzo. No puedes imaginar la naturalidad y la facilidad con que lo hacía. Yo traté de sustraer mis oídos al sonido para observar su respiración, para sorprenderla cogiendo aire, para maravillarme de cuánto tiempo podía sostenerse una nota a todo volumen con solo un par de pulmones para suministrar el aire.
    »No obstante, aquello tenía que terminar y terminó. Incluso los aplausos se acallaron. Sólo entonces me di cuenta de que Mortenson había permanecido sentado junto a mí, con los ojos brillantes y absorto todo su ser en el canto. Sólo entonces empecé a comprender lo que había sucedido.
    »Al fin y al cabo, yo soy tan recto como una línea euclidiana y no hay ninguna tortuosidad en mí, y por eso no se podía esperar que me diera cuenta de lo que él perseguía. Por el contrario, tú, que eres tan retorcido que podrías subir una escalera de caracol sin dar ninguna vuelta, puedes comprender al instante cual era su propósito.
    »Ella había cantado perfectamente..., pero no volvería a hacerlo nunca más.
    »Era como si fuese ciega de nacimiento y durante tan sólo tres horas le fuera permitido ver, ver todos los colores, formas y maravillas que nos rodean, y a la que no prestamos atención por lo acostumbrados que estamos a ello. ¡Supón que pudieras verlo todo en la plenitud de su esplendor..., y luego volvieras a ser ciego!
    »Podrías soportar tu ceguera si no conocieses nada más. Pero ¿conocer alguna otra cosa por breve tiempo y luego volver a la ceguera? Nadie podría resistirlo.
    »Esa mujer no ha vuelto a cantar jamás, naturalmente. No obstante, eso únicamente es parte del asunto. La verdadera tragedia fue para nosotros, para los que componíamos el auditorio.
    »Durante tres horas tuvimos música perfecta, perfecta. ¿Crees que podríamos soportar el escuchar algo que no fuese eso?
    »Desde entonces he sido absolutamente incapaz de apreciar la música. Recientemente fui a uno de esos festivales de rock que tan populares son hoy día, sólo para ponerme a prueba. No lo creerás, pero no pude distinguir una melodía. Para mí, todo era ruido.
    »Mi único consuelo es que Mortenson, que escuchó con suma avidez y con extraordinaria concentración, ha sufrido efectos más graves que ninguno de los demás asistentes. Permanentemente lleva tapones en los oídos. No puede soportar ningún sonido más fuerte que un susurro.
    ¡Le está bien empleado!


    UNA SONRISA QUE PIERDE
    El alfabeto ha hecho que esta historia, que está relacionada con Una Noche de Canto, quede situada inmediatamente después de ella en el libro. No se trata de una secuela, puesto que no continúa la línea argumental de la otra historia, pero utiliza también al mismo pequeño demonio, que es lo importante. Apareció en el número de noviembre de 1982 de F and SF.
    Tengo la intención de escribir toda una serie de historias acerca de ese microdemonio, siempre que cuente con cooperación editorial..., o incluso sin ella. Me gusta tanto la situación y las posibilidades argumentales, que creo que voy a escribir las historias incluso aunque no consiga venderlas a las revistas. Luego, cuando haya escrito una veintena de ellas, veré si puedo ablandar el buen corazón de Hugh O’Neill de Doubleday para que las publique en forma de libro.

    Recientemente le dije a mi amigo George, por encima de una cerveza (su cerveza; yo estaba bebiendo un ginger ale):
    —¿Cómo está tu miniatura estos días?
    George afirma que posee un demonio de dos centímetros de altura que se pone a su disposición con sólo llamarle. Nunca he podido conseguir que admita que miente. Ni nadie más lo ha conseguido tampoco.
    Me miró ominosamente, luego dijo:
    —Oh, sí, tú eres el que conoce su existencia. Supongo que no se lo habrás dicho a nadie.
    —Ni una palabra —le aseguré—. Ya es suficiente con que yo piense que estás loco. No necesito a nadie que piense lo mismo que yo.
    (Además, sabía que les había hablado del demonio al menos a media docena de personas más, por lo que no había ninguna necesidad de que fuera discreto.)
    —No querría —dijo George— tu desagradable incapacidad de creer en nada que no puedas comprender..., y hay tantas cosas que no comprendes..., ni por el valor de una libra de plutonio. Y lo que quedaría de ti, si mi demonio llegara a saber alguna vez que lo has llamado miniatura, no valdría ni lo que un átomo de plutonio.
    —¿Has conseguido averiguar su auténtico nombre? —pregunté, sin inmutarme por su terrible advertencia.
    —¡Imposible! Es impronunciable por unos labios terrenales. La traducción es, si he llegado a comprenderla, algo así como «Yo soy el Rey de Reyes; escuchen mis palabras, oh poderosos, y desespérense». Es una mentira, por supuesto —dijo George, mirando hoscamente su cerveza—. En su mundo es algo insignificante. Por eso se muestra tan cooperativo aquí. En nuestro mundo, con nuestra primitiva tecnología, puede farolear.
    —¿Se ha mostrado últimamente?
    —De hecho, sí —afirmó George, lanzando un enorme suspiro y alzando sus tristes ojos azules hasta los míos.
    Su hirsuto bigote blanco apenas se agitó bajo el tifón de su exhalación.

    Todo empezó con Rosie O’Donnell (dijo George), una amiga de una sobrina mía, muy atractiva por cierto.
    Tenía unos ojos azules casi tan brillantes como los míos; pelo castaño, largo y lustroso; una deliciosa nariz respingona, salpicada de pecas a la manera aceptada por todos los escritores de novelas románticas; un fino cuello; una esbelta figura, que no era ni opulenta ni desproporcionada en ningún sentido, sino que era una promesa de deliciosos éxtasis.
    Por supuesto, todo el interés que despertaba en mí era puramente intelectual, puesto que yo hacía años ya que había alcanzado la edad de la discreción, y ahora me comprometo con las consecuencias de un afecto físico únicamente cuando las mujeres insisten en ello, lo cual, gracias sean dadas a los hados, no va más allá de un ocasional fin de semana o algo así.
    Además de todo eso, Rosie se había casado recientemente —y, por alguna razón, adoraba a su marido del modo más exasperante— con un fornido irlandés que jamás ha intentado ocultar el hecho que él es una persona muy musculosa y, posiblemente, de mal temperamento. Aunque yo no tenía la menor duda que yo hubiera sabido manejarle como correspondía en mis días jóvenes, la triste realidad era que ya no me encontraba en mis días jóvenes..., por muy escaso margen.
    Así pues, acepté con cierta reluctancia la tendencia de Rosie a confundirme con una amistad íntima de su propio sexo y su propia edad, y hacerme objeto de sus confidencias juveniles.
    No es que la culpe por ello, compréndelo. Mi dignidad natural, y el hecho que inevitablemente recuerde a la gente a uno o más de entre los más nobles emperadores romanos por mi apariencia, atrae automáticamente a las jóvenes más hermosas. Sin embargo, nunca consentí que aquello fuera demasiado lejos. Siempre me aseguré que hubiera el espacio suficiente entre Rosie y yo, porque no deseaba que las habladurías y los comentarios retorcidos pudieran llegar al a todas luces fornido, y posiblemente irascible, Kevin O’Donnell.
    —Oh, George —dijo Rosie un día, palmeando alegremente con sus diminutas manos—, no tienes ni idea de lo encantador que es mi Kevin, y de lo feliz que me hace. ¿Sabes lo que hace?
    —No estoy seguro —empecé cautelosamente, esperando por supuesto confidencias de naturaleza indelicada— que debas...
    Ella no me prestó la menor atención.
    —Tiene una forma de fruncir la nariz y pestañear y sonreír ampliamente, que hace que todo el mundo a su alrededor se sienta tan feliz. Es como si todo el mundo se viera bañado por la dorada luz del sol. Oh, si tuviera una foto de él así. He intentado tomar una, pero nunca consigo captar el momento.
    —¿Por qué no te conformas con el modelo auténtico, querida? —pregunté.
    —¡Oh, bueno! —Dudó, luego dijo, enrojeciendo de la forma más encantadora—: No siempre es así, ya sabes. Tiene un trabajo muy difícil en el aeropuerto, y a veces llega a casa completamente agotado, y entonces se vuelve un poco susceptible, y me frunce el ceño a la más mínima. Si tuviera una fotografía suya de tal como es realmente, sería un consuelo tan grande para mí..., un consuelo tan grande...
    Y sus azules ojos se nublaron con un asomo de lágrimas.
    Debo admitir que sentí un impulso momentáneo de hablarle de Azazel (así es como le llamo, puesto que no voy a llamarle con lo que él dice que es la traducción de su auténtico nombre), y explicarle lo que podía hacer por ella.
    Pero soy absolutamente discreto..., no tengo ni la más remota idea de cómo conseguiste tú saber lo de mi demonio.
    Además, me resultaba fácil luchar contra aquel impulso, puesto que soy un ser humano inflexible y realista, que no se deja llevar por los tontos sentimientos. Admito que poseo un punto de blandura en mi endurecido corazón hacia las mujeres jóvenes de extraordinaria belleza..., pero de una forma totalmente digna y platónica..., casi siempre. Y se me ocurrió que, después de todo, podía ayudarla sin tener que decirle realmente nada acerca de Azazel... No se trata que ella no me hubiera creído, por supuesto, puesto que soy un hombre cuyas palabras generan convicción en todo el mundo excepto en aquellos que, como tú, son unos psicóticos.
    Le expliqué el asunto a Azazel, que no se mostró complacido en absoluto.
    —Siempre pides abstracciones —me dijo.
    —De ninguna manera —repliqué—. Pido una simple fotografía. Todo lo que tienes que hacer es materializarla.
    —Oh, ¿eso es todo lo que tengo que hacer? Si es tan sencillo, hazlo tú. Tengo entendido que comprendes la naturaleza de la equivalencia masa-energía.
    —Simplemente una fotografía.
    —Sí, y con una expresión de algo que tú ni siquiera defines ni escribes.
    —Nunca le he visto esa expresión con los ojos con que la ve su esposa, naturalmente. Pero tengo una fe infinita en tu habilidad.
    Había esperado que un poco de halago le hiciera cambiar de opinión. Dijo, malhumoradamente:
    —Tendrás que tomar tú la fotografía.
    —No podré conseguir la expresión adecuada...
    —No tendrás que hacerlo. Yo me ocuparé de eso, pero me será mucho más fácil si poseo un objeto material a través del cual enfocar la abstracción. En otras palabras, un fotógrafo: uno de los más inadecuados, además; es todo lo que espero de ti. Y solamente una copia, por supuesto. No puedo hacer más que eso, y no voy a dislocar mi músculo subjuntival ni por ti ni por ninguno de los otros bobalicones seres de tu mundo.
    Oh, bueno, a menudo se muestra extravagante. Supongo que lo hace simplemente para establecer la importancia de su papel e impresionarte con el hecho que no siempre tiene que aceptar a pies juntillas lo que le pides.
    Me encontré con los O’Donnell el domingo siguiente, en su camino de vuelta de misa (de hecho, les estuve esperando). Se mostraron dispuestos a permitir que les tomara una foto con sus atuendos domingueros. Ella se mostró encantada, y él se mostró algo malhumorado al respecto. Tras lo cual, del modo más discreto posible, tomé una foto en primer plano del rostro de Kevin. No hubo forma de conseguir que sonriera o hiciera alguna mueca o parpadeara o lo que fuera que Rosie consideraba tan atractivo, pero no creí que importara demasiado. Ni siquiera estaba seguro de haber enfocado correctamente la cámara. Después de todo, no soy uno de tus grandes fotógrafos.
    Luego visité a un amigo mío que era un prodigio de la fotografía. Reveló las fotos, y amplió el primer plano a un catorce por diecinueve.
    Lo hizo a regañadientes, murmurando algo acerca de lo ocupado que estaba, aunque no le presté atención. Después de todo, ¿qué posible valor podían tener sus estúpidas actividades en comparación con los importantes asuntos que me ocupaban a mí? Siempre me he mostrado sorprendido ante la cantidad de personas que no comprenden esas cosas.
    Cuando hubo terminado la ampliación, sin embargo, cambió completamente de actitud. Se la quedó mirando y dijo, en lo que solamente puedo describir como un tono absolutamente ofensivo:
    —No me digas que tú has tomado una foto como esta.
    —¿Por qué no? —pregunté, y tendí mi mano hacia ella, pero él no hizo ningún movimiento para dármela.
    —Querrás más copias.
    —No, no las quiero —dije, mirando por encima de su hombro.
    Era una fotografía notablemente clara, en brillantes colores. Kevin O’Donnell estaba sonriendo, aunque yo no recordaba ninguna sonrisa así en el momento en que pulsé el disparador. Tenía muy buen aspecto y parecía alegre, pero eso a mí no me importaba. Quizá una mujer observara más detalles, o un hombre como mi amigo el fotógrafo —que ocurre que no tiene muy arraigado su sentido de la masculinidad—; yo no.
    —Tan sólo una copia..., para mí —pidió.
    —No —dije firmemente, y tomé la foto, sujetando su muñeca para asegurarme que no iba a quitármela de nuevo—. Y el negativo, por favor. Puedes quedarte la otra..., la del plano general.
    —No quiero esa —dijo malhumorado, y parecía absolutamente desconsolado cuando me fui.
    Enmarqué la foto, la coloqué en la repisa de mi chimenea, y retrocedí unos pasos para mirarla. Era, por supuesto, una foto notable. Azazel había hecho un buen trabajo.
    Me pregunté cuál sería la reacción de Rosie. La telefoneé, y le pregunté si podía ir a verla. Me dijo que iba a salir de compras, pero que si podía estar allí en menos de una hora...
    Podía, por supuesto. Llevé la foto envuelta en papel para regalo, y se la tendí sin una palabra.
    —¡Dios mío! —exclamó, mientras cortaba la cinta y rompía el envoltorio—. ¿Qué es? ¿Qué celebramos, algún cumpleaños o...?
    Para entonces ya había desenvuelto el paquete, y su voz se desvaneció. Sus ojos se abrieron enormemente mientras su aliento se hacía más rápido y agitado. Finalmente susurró:
    —Oh, Dios mío.
    Alzó la vista hacia mí.
    —¿Tomaste esta fotografía el domingo pasado?
    Asentí.
    —Lo captaste en el momento exacto. Es adorable. Así es exactamente como lo quiero. Oh, ¿puedo quedármela, por favor?
    —La hice para ti —dije simplemente.
    Me echó los brazos al cuello y me besó intensamente en los labios. Algo desagradable, por supuesto, para una persona como yo que detesta los sentimentalismos, y luego tuve que secarme el bigote, pero pude comprender su imposibilidad de resistirse al hecho.
    Después de aquello, no vi a Rosie durante casi una semana.
    Luego me la encontré una tarde a la salida de la carnicería, y no hubiera sido educado no ofrecerme a llevarle su bolsa de la compra hasta su casa. Naturalmente, me pregunté si aquello significaría otro beso, y decidí que me mostraría rudo rechazándolo si ella insistía. De todos modos, parecía algo deprimida.
    —¿Qué tal va la fotografía? —pregunté, suponiendo que quizá las cosas no hubieran ido bien.
    Automáticamente su rostro se animó.
    —¡Perfecta! La tengo sobre el mueble del tocadiscos, en un ángulo tal que puedo verla cuando estoy sentada en mi silla durante la comida. Sus ojos parecen mirarme un poco de soslayo, de una forma tan pícara..., y su nariz está tan exactamente fruncida... Honestamente, una creería que está vivo. Algunas de mis amigas no pueden apartar sus ojos de ella. Estoy pensando en que deberé esconderla cuando vengan, o el día menos pensado me la robarán.
    —Pueden robarte a Kevin —dije, bromeando.
    Su expresión deprimida regresó. Agitó la cabeza y dijo:
    —No lo creo.
    Intenté otra táctica.
    —¿Qué dice él de la foto?
    —No ha dicho ni una palabra. Ni una palabra. No es una persona que se fije mucho en los detalles, ya sabes. Me pregunto si la ha visto siquiera.
    —¿Por qué no se la muestras y le preguntas qué le parece?
    Permaneció en silencio mientras caminábamos lado a lado durante media manzana, yo llevando su pesada bolsa de la compra y preguntándome si pensaba recompensarme con un beso.
    —Realmente —dijo de pronto—, ha estado tan preocupado estos últimos días con su trabajo que no he tenido muchas ocasiones de preguntarle. Llega tarde a casa, y apenas me habla. Bueno, ya sabes cómo son los hombres.
    Intentó dar una nota alegre a su risa, pero fracasó.
    Habíamos llegado a su apartamento, y le devolví la bolsa. Dijo con vehemencia:
    —Pero gracias una vez más, y otra vez, y otra, por la fotografía.
    Se fue. No le pedí el beso, y me sentí tan perdido en mis pensamientos que no me di cuenta de ello hasta que estaba a medio camino de casa, y entonces parecía estúpido regresar simplemente para impedir que se sintiera decepcionada.
    Pasaron otros diez días, y luego ella me llamó una mañana. ¿Podía llegarme hasta su casa y comer con ella? Señalé que aquello podía ser indiscreto. ¿Qué pensarían los vecinos?
    —Oh, eso es estúpido —dijo—. Tú eres tan viejo..., quiero decir, eres un amigo tan viejo, que es imposible que ellos... Además, necesito tu consejo.
    Tuve la impresión que ella contenía un sollozo mientras decía eso.
    Bien, uno debe mostrarse como un caballero, de modo que me presenté en su pequeño y soleado apartamento a la hora de comer. Ella había preparado bocadillos de jamón y queso y trozos de pastel de manzana, y allí estaba la fotografía, sobre el mueble del tocadiscos, tal como había dicho.
    Me estrechó las manos y no hizo ningún intento de besarme, lo cual me hubiera aliviado de no ser por el hecho que me sentí tan turbado por su apariencia como para no sentir ningún alivio ante nada. Parecía absolutamente consumida. Comí medio bocadillo esperando a que ella hablara, y cuando no lo hizo me vi obligado a preguntarle la razón por la que hubiera una atmósfera tal de abatimiento en su torno.
    —¿Se trata de Kevin? —pregunté.
    Estaba seguro que sí.
    Asintió, y estalló en sollozos. Palmeé su mano, y me pregunté si aquello sería suficiente. Le di un apretón en el hombro de forma absolutamente abstracta, y ella dijo:
    —Me temo que va a perder su trabajo.
    —Seguro que no. ¿Por qué?
    —Bueno, es tan salvaje...; incluso en el trabajo, al parecer. Lleva siglos sin sonreír. No me ha besado, ni me ha dicho una palabra amable, desde no recuerdo cuándo. Se pelea con todo el mundo, y todo el tiempo. No me dice qué es lo que va mal, y se pone furioso si se lo pregunto. Un amigo nuestro, que trabaja en el aeropuerto con Kevin, me llamó ayer. Dice que Kevin actúa tan hosca y desabridamente en su trabajo que sus superiores se están dando cuenta. Estoy segura que va a perder su trabajo, pero, ¿qué puedo hacer?
    De hecho, estaba esperando algo así desde nuestro último encuentro, y sabía que lo único que tenía que hacer era contarle la verdad..., echarle la culpa a Azazel. Carraspeé.
    —Rosie..., la fotografía...
    —Sí, lo sé —dijo, aferrándola y apretándola contra sus pechos—. Es lo que me mantiene. Éste es el auténtico Kevin, y siempre lo tendré, siempre, no importa lo que ocurra.
    Sollozó de nuevo.
    Me resultaba muy difícil decirle lo que tenía que decir, pero no había otra salida. Murmuré:
    —No lo comprendes, Rosie. El problema es la fotografía. Estoy seguro de ello. Todo el encanto y la alegría de la fotografía ha tenido que salir de alguna parte. Le han sido arrebatados al propio Kevin. ¿No lo comprendes?
    Rosie dejó de sollozar.
    —¿De qué demonios estás hablando? Una fotografía es simplemente la luz enfocada, y la película, y todo eso.
    —Normalmente sí, pero esta fotografía...
    La tomé. Conocía las limitaciones de Azazel. No podía crear la magia de la fotografía de la nada, pero no estaba seguro de poder explicarlo científicamente, de hacerle comprender a Rosie la ley de la conservación de la alegría.
    —Déjame decirlo de este modo —murmuré—. Mientras la fotografía permanezca aquí, Kevin se mostrará infeliz, furioso y malhumorado.
    —Seguro que se quedará aquí —dijo Rosie, devolviéndola firmemente a su lugar—, y no acabo de comprender por qué estás diciendo todas esas estupideces acerca de un maravilloso objeto... Bueno, vamos a tomar un poco de café.
    Se dirigió nerviosamente hacia la cocina, y pude ver que se sentía de lo más ofendida.
    Hice lo único que podía hacer. Después de todo, yo había sido quien había tomado la foto. Era responsable —a través de Azazel— de sus arcanas propiedades. Tomé rápidamente el marco, quité con cuidado el soporte trasero, luego retiré la foto. Rasgué la foto en dos..., luego en cuatro..., en seis..., en ocho, y me metí finalmente los trozos en el bolsillo.
    El teléfono sonó en el momento en que terminaba mi operación, y Rosie entró corriendo en la sala de estar para responder. Volví a colocar la parte de atrás y devolví el marco a su lugar. Se quedó mirándome vacío desde allí.
    Oí la voz de Rosie chillando de alegría y excitación.
    —Oh, Kevin —la oí decir—, qué maravilloso. Oh, me siento tan feliz... ¿Pero por qué no me lo dijiste? ¡No vuelvas a hacerlo nunca!
    Acudió a mi lado, el rostro radiante.
    —¿Sabes lo que hizo ese terrible de Kevin? Tenía una piedra en el riñón desde hace casi tres semanas..., viendo a un doctor y todo eso..., sufriendo terribles dolores y enfrentándose a una posible operación..., y no ha querido decirme nada por temor a preocuparme. ¡El idiota! No me extraña que se sintiera tan mal, y ni una vez se le ocurrió pensar que todo eso lo único que haría sería hacerme sentir más infeliz que si me lo hubiera dicho. ¡De veras! Los hombres no deberían salir nunca solos ni siquiera a la calle.
    —Pero, ¿por qué estás ahora tan alegre?
    —Porque ha conseguido expulsar la piedra. La expulsó hace un momento, y lo primero que ha hecho ha sido llamarme, lo cual ha sido muy considerado por su parte..., y muy oportuno. Sonaba tan feliz y alegre... Imagino que su expresión debía ser como la de la fotografía que... —Luego, casi en un grito—: ¿Dónde está la fotografía?
    Yo estaba de pie, preparándome para irme. Empecé a dirigirme hacia la puerta, mientras decía:
    —La destruí. Por eso consiguió expulsar la piedra. De otro modo...
    —¿Tú la destruiste? ¿Tú...?
    Yo ya estaba al otro lado de la puerta. No esperaba gratitud, por supuesto, sino más bien un asesinato. No esperé al ascensor; bajé a pie la escalera tan rápido como razonablemente pude, con el sonido de sus gritos atravesando la puerta y llegando a mis oídos durante dos pisos enteros.
    Quemé los trozos de la fotografía cuando llegué a casa.
    Nunca he vuelto a verla desde entonces. Por lo que he podido saber, Kevin es un amante y encantador esposo y son más felices juntos que nunca, pero la carta que recibí de ella —siete páginas de letra pequeña, casi incoherente— dejaba bien claro que era de la opinión que la piedra en el riñón era toda la explicación del mal humor de Kevin, y que su aparición y expulsión exactamente sincronizadas con la fotografía eran una simple coincidencia.
    Efectuaba también algunas indiscretas amenazas contra mi vida y, de una forma completamente anticlimática, contra ciertas porciones de mi cuerpo, utilizando palabras y frases que hubiera jurado que nunca podía haber oído en su vida, y mucho menos utilizado.
    Y supongo que nunca volverá a besarme de nuevo, algo que considero, por alguna extraña razón, terriblemente frustrante.


    AL VENCEDOR
    Como dijo Osear Wilde: «En este mundo sólo hay dos tragedias. Una es no conseguir lo que se desea, y la otra, conseguirlo.» En este divertido relato, inaugurador de una nueva serie. Asimov ilustra con su proverbial ironía los dos tipos de tragedia.

    No veo a menudo a mi amigo George, pero cuando lo hago siempre le pregunto por Azazel, el pequeño demonio al que asegura que puede llamar. Por supuesto, insiste en que no es un demonio, sino un ser procedente de un mundo de avanzada tecnología.
    —Un anciano y calvo escritor de ciencia ficción —me dijo George— ha señalado que una tecnología lo suficientemente adelantada con respecto al observador, sería para éste indistinguible de la magia . Eso es lo que pasa con mi pequeño amigo Azazel. Sólo mide dos centímetros de estatura, pero puede hacer cosas realmente sorprendentes. Por cierto, ¿cómo te has enterado de su existencia?
    —Escuchándote.
    —Nunca menciono a Azazel —replicó George fríamente y con cara de desaprobación.
    —Excepto cuando hablas —dije—. ¿Qué ha estado haciendo últimamente?
    George expelió un gemido aromatizado de cerveza desde lo más hondo de su ser, y dijo:
    —Has tocado un punto que me llena de tristeza. Mi joven amigo Theophilus nos tiene muy preocupados, a Azazel y a mí.
    Alzó su jarra de cerveza y dio un largo trago.
    Mi amigo Theophilus [siguió George], al que nunca te habrás encontrado, pues se mueve en círculos bastante más elevados que los sórdidos ambientes que tú frecuentas, es un joven refinado que admira profundamente las graciosas facciones y la divina estructura de las mujeres -cosas a las que yo, afortunadamente, soy inmune-, pero carece de la capacidad de inspirar reciprocidad en ellas.
    —No puedo entenderlo, George —me decía Theophilus—. Tengo un buen cerebro. Soy un excelente conversador. Soy ingenioso, amable, razonablemente atractivo...
    —Sí —dije yo—, tienes ojos, nariz, boca y barbilla, todo ello en el lugar y número habituales.
    —Y además —añadió— soy increíblemente avezado en la teoría del amor, aunque no haya tenido muchas ocasiones de ponerla en práctica. Sin embargo, parezco incapaz de atraer la atención de esas deliciosas criaturas. Observa que parecen estar por todas partes, a nuestro alrededor, y sin embargo ninguna de ellas hace el menor intento de entrar en contacto conmigo, pese a que estoy aquí sentado con la más genial de las expresiones en mi rostro.
    Mi corazón sangraba por él. Le conocía desde niño; una vez le sostuve a petición de su madre, que acababa de darle de mamar hasta la saciedad, mientras ésta se reabrochaba la blusa. Este tipo de cosas crean fuertes vínculos.
    —¿Serías más feliz, mi querido amigo —le pregunté—, si se fijaran en ti?
    —Eso sería el paraíso —respondió simplemente.
    ¿Podía yo negarle el paraíso? Le planteé la cuestión a Azazel, que, como de costumbre, se mostró reticente.
    —¿No podrías pedirme un diamante? —me dijo—. Podría hacerte una buena piedra de medio quilate reordenando los átomos de un trocito de carbón... Pero irresistible para las mujeres... ¿Cómo puedo hacer una cosa así?
    —¿No puedes reordenar algunos átomos en él? —sugerí, tratando de colaborar—. Quiero hacer algo por él, aunque sólo sea en memoria del impresionante equipamiento nutricional de su madre.
    —Bueno, déjame pensar. Las increíblemente simples formas de vida de este miserable planeta vuestro recurren a la comunicación química como forma de estimular el afecto mutuo. La polilla hembra emite una substancia denominada feromona, que la polilla macho puede detectar con ardor a un par de kilómetros de distancia.
    —Nunca he sido una polilla macho, pero si tú lo dices...
    —Y también los seres humanos poseen feromonas —prosiguió Azazel, ignorándome—. Desde luego, con vuestra costumbre actual de bañaros continuamente y perfumaros con aromas artificiales, sois escasamente conscientes de esta manera natural de inspirar sentimientos. Tal vez pueda alterar la constitución bioquímica de tu amigo, de manera que produzca una cantidad inusual de una feromona inusualmente eficaz cuando la imagen de una de las desgarbadas hembras de vuestra repelente especie incida en su retina.
    —¿Quieres decir que olerá?
    —En absoluto. Será un olor prácticamente imperceptible a nivel consciente, pero en las hembras de la especie provocará un profundo y atávico deseo de acercarse y sonreír. Probablemente eso estimulará en ellas la emisión de sus propias feromonas, y supongo que lo que suceda a continuación será automático.
    —De lo que estoy seguro —dije— es de que el joven Theophilus pondrá lo mejor de su parte. Es un muchacho despierto, lleno de empuje y ambición.
    El tratamiento de Azazel resultó efectivo, como comprobé en mi siguiente encuentro con Theophilus, en la terraza de un bar.
    Me llevó unos segundos verle, pues lo que inicialmente atrajo mi atención fue un grupo de jóvenes mujeres que formaba un círculo compacto. Afortunadamente, a mí las jóvenes no me perturban, pues ya he alcanzado la edad de la discreción, pero era verano y ellas iban vestidas con una calculada insuficiencia de ropa que yo -como es propio de un hombre discreto- estudié discretamente.
    Sólo después de varios minutos, durante los cuales noté la tensión que estaba actuando sobre un botón de una determinada blusa y especulé sobre la posibilidad de que... Pero me estoy alejando del tema. Sólo después de varios minutos me di cuenta de que no era otro que Theophilus quien se hallaba en el centro de aquel círculo de mujeres. Sin duda el calor de la tarde acentuaba su potencia feromónica.
    Me abrí camino a través de aquel cerco de feminidad mediante una serie de guiños y sonrisas paternales, más algún que otro golpecito en el hombro, me senté junto a Theophilus en una silla que una atractiva joven me cedió con un mohín petulante, y dije:
    —Theophilus, mi joven amigo, qué visión tan encantadora y sugestiva.
    Entonces me di cuenta de que en su rostro había una leve sombra de tristeza.
    —¿Qué es lo que no va bien? —pregunté.
    Habló sin apenas mover los labios, en un susurro tan bajo que casi no le oí.
    —Por lo que más quieras, sácame de aquí.
    Por supuesto, yo soy, como sabes, un hombre de innumerables recursos. Fue cuestión de un momento para mí levantarme y decir:
    —Señoritas, mi joven amigo, con motivo de una inexcusable urgencia biológica, ha de hacer una visita al servicio de caballeros. Si son tan amables de esperar un momento, estará de vuelta enseguida.
    Entramos en el pequeño restaurante y salimos por la puerta de atrás. Una de las jóvenes, con unos bíceps que destacaban de forma un tanto inquietante, y con una expresión de desconfianza igualmente inquietante, había dado la vuelta hasta la parte de atrás del restaurante; pero la vimos a tiempo y pudimos meternos en un taxi. Nos persiguió, con sorprendente rapidez, a lo largo de dos manzanas.
    Una vez a salvo en la habitación de Theophilus. le dije:
    —Evidentemente. Theophilus, has descubierto la forma de atraer a las mujeres. ¿No era ése el paraíso que buscabas?
    —No del todo —respondió Theophilus, mientras se relajaba lentamente con ayuda del aire acondicionado—. Se protegen unas a otras con su mera presencia. No sé cómo sucedió, pero súbitamente se me acercó, hace algún tiempo, una joven y me preguntó si no nos habíamos visto en Atlantic City. Nunca en mi vida —añadió con indignación— he estado en Atlantic City. Y acababa de negar esa posibilidad, cuando se acercó otra afirmando que yo había dejado caer mi pañuelo y quería devolvérmelo. Entonces llegó una tercera y me dijo: «¿Quieres trabajar en el cine, muchacho?»
    —Lo que tenías que haber hecho era elegir a una de ellas —le dije—. Yo hubiera escogido a la que te ofrecía trabajar en el cine. Es una vida suave, y hubieras estado rodeado de suaves actrices.
    —Pero es que no podía escoger a ninguna de ellas. Se miraban las unas a las otras como halcones. En cuanto me mostraba atraído por una de ellas, las demás empezaban a tirarle del pelo. Estoy tan sin mujeres como siempre.
    Mi corazón sangraba por él; le dije:
    —¿Por qué no organizas una eliminatoria? Cuando estés rodeado de mujeres, como hoy, diles: «Queridas, me siento profundamente atraído por todas y cada una de vosotras. Por tanto, os ruego que os pongáis en fila por orden alfabético para que todas podáis besarme por turno. La que lo haga de la forma más refinada será mi huésped esta noche.» Lo peor que puede pasar es que recibas un montón de besos ávidos.
    —Mmmm... ¿Por qué no? —dijo Theophilus—. Al vencedor corresponde el trofeo, y me encantaría ser el trofeo de la vencedora adecuada. —Se pasó la lengua por los labios y luego practicó dando unos cuantos besos al aire—. Creo que podré hacerlo. ¿Te parece que será menos fatigoso si les pido que mantengan las manos a la espalda mientras me besan?
    —No creo que sea conveniente. Theophilus, amigo mío —le dije—. Deberías poner algo de esfuerzo por tu parte. Pienso que no poner barreras a las efusiones será la mejor regla.
    —Tal vez tengas razón —dijo Theophilus. con la expresión de alguien con amplia experiencia en tales asuntos.
    Por esa época tuve que salir de la ciudad por motivos de trabajo, y no volví a ver a Theophilus hasta un mes después. Fue en un supermercado, y él estaba empujando un carro moderadamente lleno de compras. La expresión de su cara me alarmó. Parecía un hombre acosado.
    Cuando me aproximé a él, emitió un grito ahogado; entonces me reconoció y dijo:
    —¡Gracias a Dios! Había temido que fueras una mujer.
    Me estrechó la mano. Le pregunté:
    —¿Todavía tienes el mismo problema? ¿No pusiste en práctica lo de la prueba eliminatoria?
    —Lo intenté. Eso fue el problema.
    —¿Qué sucedió?
    —Bueno...
    Miró a su alrededor y se metió en un pasillo lateral. Satisfecho al ver la zona despejada, me habló en voz baja y apresurada, como alguien que sabe que hay poco tiempo y la discreción es fundamental.
    —Lo preparé todo —me dijo—. Les hice llenar instancias con todos los datos: edad, marca de dentífrico empleado, referencias... lo normal en estos casos, y luego fijé la fecha. Como lugar del torneo elegí el salón de baile del Waldorf Astoria. Me hice con un amplio surtido de protector labial y contraté los servicios de un masajista profesional con un tanque de oxígeno para mantenerme en forma. Sin embargo, el día antes del torneo se presentó un hombre en mi apartamento... He dicho un hombre, pero más bien parecía un montón de ladrillos animado. Medía dos metros de alto por uno y medio de ancho, y tenía unos puños como martillos pilones. Sonrió, mostrando unos colmillos impresionantes. y dijo:
    »—Señor, mi hermana es una de las que competirán en el torneo de mañana.
    »—Cuánto me alegro de oír eso —dije yo. ansioso de mantener la conversación en un terreno cordial.
    »—Mi hermanita —prosiguió—, una delicada flor de nuestro recio y ancestral árbol genealógico, es la niña de los ojos de mis tres hermanos y yo, y ninguno de nosotros podría soportar la idea de que fuera eliminada.
    »—¿Se parecen a usted sus hermanos, señor? —le pregunté.
    »—En absoluto —respondió apenado—. Con motivo de una enfermedad infantil, yo he sido débil y escuchimizado toda la vida. Mis hermanos, sin embargo, poseen una hermosa estatura viril —añadió alzando la mano hasta una altura de unos dos metros y medio.
    »—Estoy seguro —dije febrilmente— de que su encantadora hermana tiene excelentes posibilidades.
    »—Me encanta oírle decir eso. Poseo una notable capacidad premonitoria, supongo que como compensación de mi insignificancia física, y estoy seguro de que mi hermanita ganará la competición. Por alguna extraña razón, ella siente una juvenil pasión hacia usted, y mis hermanos y yo nos sentiríamos desolados si resultara eliminada. Y en ese caso... —Sonrió de una forma aún más colmilluda que antes y, lentamente, hizo crujir uno tras otro los dedos de su mano derecha, haciendo un ruido como de huesos al romperse. Nunca había oído el sonido de un hueso al romperse, pero una súbita intuición me dijo que debía de ser como aquél.
    »—Tengo la impresión de que su premonición debe de ser acertada, señor. ¿Tiene usted una fotografía de la damisela, para que me sirva de referencia?
    »—La tengo —dijo, y me mostró una en un marquito. Mi corazón se fue a pique.
    —Debe de haber algo de cierto en lo de la premonición —siguió Theophilus—, pues la joven en cuestión ganó la competición. Hubo casi un tumulto cuando se anunció el resultado, pero la propia ganadora despejó la sala con sorprendente rapidez. Desde entonces hemos sido, desgraciadamente (o más bien afortunadamente), inseparables. De hecho, está aquí, en la carnicería. Come mucha carne... a veces cocida.
    Miré a la chica en cuestión y enseguida reconocí en ella a la que había perseguido nuestro taxi a lo largo de dos manzanas. Indudablemente, era una joven dotada de gran determinación. Admiré sus sólidos bíceps, sus poderosos abdominales y sus recios arcos supraciliares.
    —Tal vez, Theophilus —le dije—, sea posible reducir tu atractivo para con las mujeres a su anterior nivel insignificante.
    —No sería prudente —suspiró Theophilus—. Mi novia y sus desmesurados hermanos podrían malinterpretar esa pérdida de interés. Además, tiene sus compensaciones. Por ejemplo, puedo ir a cualquier hora de la noche por cualquier calle de la ciudad, por peligrosa que sea, y me siento totalmente seguro si ella está conmigo. El más insoportable policía de tráfico se convierte en la dulzura misma si ella se le acerca. Y además es extrovertida e innovadora en sus demostraciones de afecto. No, George. acepto mi destino. El quince del mes próximo nos casaremos y ella me llevará a la nueva casa que sus hermanos nos han proporcionado. Han hecho una fortuna en el negocio de la compactación de coches usados, gracias a su escasa inversión en maquinaria; usan las manos. Sólo que a veces añoro...
    Sus ojos se habían posado involuntariamente en la frágil figura de una joven rubia que venía caminando por el pasillo hacia nosotros. Ella le miró a su vez y un temblor súbito sacudió todo su ser.
    —Disculpe —le dijo la joven con voz musical—, pero ¿no nos hemos visto recientemente en un baño turco?
    Mientras hablaba, se oyeron unos firmes pasos detrás de nosotros, y una potente voz de barítono dijo:
    —Theophilus, querido, ¿te está importunando esta... cosita?
    La media naranja de Theophilus clavó los ojos en la joven rubia, que comenzó a temblar de terror.
    Rápidamente me interpuse entre las dos mujeres (con considerable riesgo para mi persona, por supuesto, pero es bien sabido que soy valiente como un león), y dije:
    —Esta dulce criatura es mi sobrina, señorita. Al verme desde lejos, ha venido en esta dirección para depositar un casto beso sobre mi frente. Que ello la llevara también en la dirección de su querido Theophilus ha sido una mera coincidencia.
    La expresión de sospecha que había notado en la amada de Theophilus en nuestro primer encuentro apareció nuevamente.
    —Ya —dijo en un tono totalmente carente de la cordialidad que yo hubiera deseado percibir—, en ese caso, me gustaría verles marcharse. A los dos.
    Me pareció que era prudente hacerlo. Cogí del brazo a la joven y nos fuimos, dejando a Theophilus con su destino.
    —Oh, señor —dijo la joven—, ha sido tan amable y valeroso... De no haber sido por su rápida intervención, sin duda estaría llena de rasguños y contusiones.
    —Lo cual sería una lástima —dije galantemente—, pues un cuerpo como el suyo no está hecho para los rasguños. Ni para las contusiones. Ha mencionado usted un baño turco. ¿Por qué no tomamos uno juntos? En mi apartamento, por ejemplo. Tengo uno... o, al menos, un baño americano, que es prácticamente lo mismo. Después de todo, al vencedor...


    EL SORDO RUMOR
    Hago todo lo posible por no creer las cosas que me cuenta mi amigo George. ¿Cómo voy a creer a un hombre que me dice que tiene acceso a un demonio de dos centímetros de estatura al que llama Azazel, un demonio que, en realidad, es un personaje extraterrestre de poderes extraordinarios pero estrictamente limitados?
    Y, sin embargo, George tiene la capacidad de mirarme fijamente con sus azules ojos y hacer que lo crea de momento..., mientras habla. Supongo que es el efecto del «viejo marinero».
    Una vez, le dije que me parecía que su pequeño demonio le había otorgado el don de la hipnosis verbal, pero George lanzó un suspiro y respondió:
    —¡En absoluto! Si me ha dado algo, es la maldición para atraer confidencias..., salvo que ése ya era mi sino mucho antes de conocer a Azazel. Las gentes extraordinarias insisten en abrumarme con las historias de sus infortunios. Y a veces...
    Meneó la cabeza con profundo abatimiento.
    —A veces —continuó—, la carga que como consecuencia de eso debo sobrellevar es más de lo que la carne humana puede soportar. En cierta ocasión, por ejemplo, conocí a un hombre llamado Hannibal West... La primera vez que le vi (dijo George) fue en el vestíbulo de un hotel en donde me hospedaba. Me fijé en él principalmente porque me obstaculizaba la visión de una escultural camarera que iba encantadora e insuficientemente vestida. Supongo que pensó que le estaba mirando a él, cosa que, con toda seguridad, no habría hecho por mi propia voluntad, y él lo tomó como un ofrecimiento de amistad.
    Se acercó a mi mesa, trayendo consigo su bebida, y se sentó sin un «con su permiso». Por naturaleza, yo soy un hombre cortés, por eso le recibí amistosamente con un gruñido y una mirada feroz, que él aceptó con toda tranquilidad.
    —Me llamo Hannibal West —dijo—, y soy profesor de Geología. Mi interés especial se centra en la espeleología. Por casualidad, ¿no será usted también espeleólogo?
    Al instante comprendí que creía haber encontrado un alma gemela. Se me revolvió el estómago ante semejante posibilidad, pero me mantuve cortés.
    —Me interesan todas las palabras extrañas —dije—. ¿Qué es la espeleología?
    —Cuevas —respondió—. El estudio y la exploración de las cuevas. Ése es mi hobby, señor. He explorado cuevas en todos los continentes, menos en la Antártida. Sé de cuevas más que nadie en el mundo.
    —Muy agradable —dije—, e impresionante.
    Considerando que de esta forma ponía fin a un encuentro sumamente insatisfactorio, le hice una seña a la camarera para que volviese a llenar mi vaso, y observé, con científica concentración, su ondulante avance a través de la sala.
    Sin embargo, Hannibal West no entendió que aquello fuera el final.
    —Sí —dijo, asintiendo vigorosamente con la cabeza—, tiene usted razón al decir que es impresionante. Yo he explorado cuevas que son desconocidas para el mundo. He entrado en grutas subterráneas jamás holladas por las pisadas de un ser humano. En la actualidad, soy una de las pocas personas vivas que ha llegado hasta donde ningún hombre ni mujer lo haya hecho nunca. Yo he respirado un aire no alterado hasta entonces por los pulmones de un ser humano, y he visto escenas y oído sonidos que ningún ser humano ha visto ni oído jamás..., y estoy vivo. —Se estremeció.
    Mi bebida había llegado, y la tomé con gratitud, admirando la gracia con que la camarera se inclinaba ante mí para depositarla en la mesa. Dije, sin pensar en realidad lo que hacía:
    —Es usted un hombre afortunado.
    —No —replicó West—. Soy un desdichado pecador, llamado por el Señor para vengar los pecados de la Humanidad.
    Ahora, por primera vez, lo miré fijamente, y el fanatismo que brillaba en sus ojos me dejó casi petrificado.
    —¿En las cuevas? —pregunté.
    —En las cuevas —respondió con tono solemne—. Créame. Como profesor de Geología, sé de qué estoy hablando.
    Yo había conocido a lo largo de mi vida a numerosos profesores que no se encontraban en el mismo caso, pero me abstuve de mencionar el hecho.
    Es posible que West leyese mi opinión en mis expresivos ojos, pues sacó un recorte de periódico de una cartera de mano que había dejado a sus pies y me lo entregó.
    —¡Aquí tiene! —dijo—. ¡Lea esto!
    No puedo decir que resultara muy esclarecedor. Era un artículo suelto de tres párrafos, tomado de algún periódico local. El titular decía: «Un sordo rumor», e iba fechado en East Fishkill, Nueva York. En él se informaba de que los habitantes de la localidad se habían quejado al Departamento de Policía de un sordo rumor que les había producido inquietud y que había causado gran agitación entre la población canina y felina de la ciudad. La Policía no había dado la menor importancia al asunto, considerando que se trataba del sonido de una tormenta lejana, aunque el servicio meteorológico negó tajantemente que ese día se hubiera producido alguna tormenta en ningún punto de la región.
    —¿Qué opina de eso? —preguntó West.
    —¿Podría haber sido una epidemia masiva de indigestión?
    Rió brevemente, como si la sugerencia no mereciese siquiera su desprecio, aunque nadie que haya experimentado indigestión alguna vez lo consideraría así.
    —Tengo recortes similares de periódicos —prosiguió— de Liverpool, Inglaterra; Bogotá, Colombia; Milán, Italia; Rangún, Birmania, y tal vez de medio centenar más de lugares de todo el mundo. Los he recopilado. Todos hablan de un penetrante rumor que provocó miedo e inquietud y enloqueció a los animales, y todos los casos se produjeron dentro de un período de dos días.
    —Un singular acontecimiento mundial —dije.
    —¡Exactamente! ¡Indigestión...! ¡Ya, ya!
    Me miró ceñudamente, tomó un sorbo de su bebida y luego se dio unos golpecitos en el pecho.
    —El Señor me ha puesto un arma en mi mano, y debo aprender a utilizarla.
    —¿Qué arma es ésa? —pregunté.
    No respondió directamente.
    —Encontré la cueva por pura casualidad —dijo—, cosa que prefiero, pues cualquier cueva cuya entrada sea demasiado ostensible resulta propiedad común y han entrado en ella millares de personas. Muéstreme una abertura estrecha y escondida, una que se halle cubierta de vegetación, oscurecida por piedras caídas, velada por una catarata, precariamente situada en un lugar casi inaccesible, y yo le mostraré una cueva virgen, digna de ser examinada. ¿Dice que no sabe nada de espeleología?
    —He estado en cuevas, por supuesto —dije—. Las Cavernas Luray, en Virginia...
    —¡Puramente comerciales! —exclamó West, haciendo una mueca y buscando un lugar adecuado en el suelo en donde escupir. Afortunadamente, no encontró ninguno—. Como usted no sabe nada de las divinas alegrías de la espeleología —continuó—, no le aburriré con explicaciones de dónde la encontré y cómo la exploré. Naturalmente, siempre es arriesgado explorar cuevas nuevas sin compañeros pero a mí me gusta realizar exploraciones en solitario. Al fin y al cabo, nadie puede igualarme en este tipo de actividad, por no hablar del hecho de que soy tan audaz como un león.
    »En este caso, realmente fue una suerte que estuviese solo, pues habría sido peligroso que otro ser humano descubriera lo que yo hallé. Llevaba varias horas explorando, cuando llegué a una amplia y silenciosa estancia llena de una espléndida profusión de estalactitas que pendían del techo y estalagmitas que brotaban del suelo. Bordeé las estalagmitas, dejando que se desenrollara tras de mí el cordel que utilizo para no extraviarme, y me encontré ante lo que debía de haber sido una gruesa estalagmita que se había quebrado al nivel de alguna hendidura natural. A su lado había unos fragmentos de piedra caliza. No puedo decir qué habría causado aquella fractura..., quizás algún corpulento animal que, perseguido, había penetrado en la cueva y tropezado contra la estalagmita en la oscuridad, o quizás un terremoto de poca intensidad había encontrado a esta estalagmita más débil que a las otras.
    »Sea como fuere, el muñón de estalagmita ahora tenía su parte superior cubierta por una superficie lisa, ligeramente húmeda, pero lo suficiente como para que brillara bajo la luz de mi linterna. Su forma era redondeada y presentaba una intensa semejanza con un tambor. Era tal el parecido, que, automáticamente, alargué la mano derecha y di sobre él un golpecito con el dedo índice.
    Apuró de un trago su bebida y continuó:
    —Era un tambor; o, al menos, era una estructura que producía una vibración al ser golpeada. Tan pronto como la toqué, un sordo rumor llenó la estancia; un vago sonido, situado justamente en el umbral de la audición y casi subsónico. De hecho, como pude determinar más tarde, la porción de sonido cuyo timbre era lo bastante alto como para ser oído, constituía una mínima fracción del total. Casi todo el sonido se expresaba en poderosas vibraciones, demasiado pequeñas para que las pudiera captar el oído, aunque hacían retemblar al cuerpo. Esa inaudible reverberación me proporcionó la sensación más desagradablemente turbadora que pueda imaginar.
    »Jamás había conocido un fenómeno semejante. La fuerza de mi pulsación había sido nimia. ¿Cómo podía haberse convertido en una vibración tan poderosa? Nunca he logrado entenderlo del todo. Naturalmente, en el subsuelo hay poderosas fuentes de energía. Podría existir una forma de extraer el calor del magma, convirtiendo en sonido una pequeña parte de él. El golpecito inicial podría liberar más energía sonora, adicional, una especie de láser sónico, o, si sustituimos «luz» por «sonido» en el acrónimo, podemos llamarlo «sáser».
    —Jamás he oído una cosa semejante —dije severamente.
    —No —respondió West con una desagradable risita—, estoy seguro de ello. No es algo de lo que alguien haya oído hablar. Alguna combinación de disposiciones geológicas ha producido un sáser natural. Es algo que no ocurriría por accidente más de una vez en un millón de años quizás, y aun entonces sólo en un punto del planeta. Acaso se trate del fenómeno más insólito de la Tierra.
    —Eso es ir muy lejos, partiendo sólo de un golpecito dado con un dedo índice —dije.
    —Como científico, señor, le aseguro que no me conformé con un solo golpecito. Procedí a experimentar. Di golpes más fuertes, y no tardé en comprender que podría resultar gravemente lesionado a consecuencia de las reverberaciones que se producían en el recinto. Establecí un sistema mediante el cual podía dejar caer sobre el sáser piedras de diferentes tamaños, valiéndome para ello de un improvisado aparato que manejaba desde fuera de la cueva. Descubrí que el sonido podía oírse ?¡a distancias sorprendentes desde el exterior de la cueva. Utilizando un sencillo sismómetro, descubrí que podía captar vibraciones claras a varios kilómetros de distancia. Finalmente, dejé caer una serie de guijarros, uno tras otros, y el efecto fue acumulativo.
    —¿Y fue ése el día en que se oyeron sordos rumores por todo el mundo? —pregunté.
    —Efectivamente —respondió—. No se halla usted tan infradotado mentalmente como parece. El planeta entero sonaba como una campana,
    —He oído que terremotos especialmente intensos producen ese efecto.
    —Sí, pero este sáser puede producir una vibración más fuerte que la de cualquier terremoto, y puede hacerlo en determinadas longitudes de onda; en una longitud de onda puede separar el contenido de las células..., por ejemplo, los ácidos nucleicos de los cromosomas.
    Le miré pensativamente.
    —Eso mataría a la célula.
    —En efecto. Tal vez fuese eso lo que mató a los dinosaurios.
    —He oído que fue la consecuencia de la colisión de un asteroide con la Tierra.
    —Sí, pero para que una colisión ordinaria produjera ese resultado, el asteoride en cuestión tendría que ser enorme. De diez kilómetros de diámetro. Y habría que suponer que la estratosfera se llenaría de polvo, un invierno de tres años, y alguna forma de explicar por qué unas especies se extinguieron y otras no, de la manera más ilógica. Supongamos, por el contrario, que fue un asteroide mucho más pequeño el que chocó contra un sáser y desintegró las células con su vibración sonora. Tal vez el noventa por ciento de las células del mundo quedase destruido en cuestión de minutos, sin que se produjera absolutamente ningún efecto importante en el medio ambiente planetario. Unas especies lograrían sobrevivir; otras, no. Todo dependería de los detalles internos de la estructura comparada del ácido nucleico.
    —¿Y ésa —dije, con la desagradable sensación de que aquel fanático estaba hablando en serio— es el arma que el Señor ha puesto en sus manos?
    —Exactamente —dijo—. He calculado las longitudes de onda exactas del sonido producido por diversas formas de golpear el sáser, y ahora estoy tratando de determinar qué longitud de onda concreta desintegraría los ácidos nucleicos humanos.
    —¿Por qué humanos? —pregunté.
    —¿Por qué no humanos? —preguntó él, a su vez—. ¿Qué especie está abarrotando el planeta, destruyendo el entorno, erradicando a otras especies, llenando de contaminantes químicos la biosfera? ¿Qué especie destruirá la Tierra y la hará totalmente inviable en cuestión tal vez de décadas? A buen seguro, ninguna otra que el Homo sapiens. Si logro encontrar la longitud de onda sónica correcta, puedo golpear mi sáser de la manera apropiada y con la fuerza adecuada para bañar la Tierra en vibraciones sónicas que, en cuestión de un día, más o menos, pues el sonido necesita tiempo para viajar, destruyan a la Humanidad, sin afectar apenas a otras formas de vida provistas de ácidos nucleicos de estructura interna diferente.
    —¿Está usted dispuesto a aniquilar a miles de millones de seres humanos?
    —Soy un geólogo creacionista, señor —respondió gravemente West.
    Lo comprendí todo.
    —Ah —dije—, y el Señor prometió que jamás volvería a enviar un Diluvio sobre la Tierra, pero no dijo nada acerca de ondas sonoras.
    —¡Exactamente! Los miles de millones de muertos fertilizarán y harán fructificar la Tierra, servirán de alimento a otras formas de vida que han sufrido mucho a manos de la Humanidad y merecen recompensa. Es más, sin duda un resto de Humanidad sobrevivirá. Tiene que haber algunos seres humanos que posean ácidos nucleicos de un tipo que no sea sensible a las vibraciones sónicas. Ese resto, bendecido por el Señor, puede empezar de nuevo, y quizás haya aprendido una lección sobre el mal del Mal, por así decirlo.
    —¿Por qué me está contando todo esto? —le pregunté. Y, en efecto, me parecía extraño que lo hiciese.
    Se inclinó hacia mí, me agarró por la solapa de la chaqueta -una experiencia sumamente desagradable, pues su aliento resultaba difícil de soportar- y dijo:
    —Tengo la certeza interior de que usted puede ayudarme en mi trabajo.
    —¿Yo? —exclamé—. Le aseguro que no tengo el más mínimo conocimiento acerca de longitudes de onda, ácidos nucleicos y... —Sin embargo, luego, recapacitando rápidamente, dije—: Pero, ahora que lo pienso, tal vez tenga exactamente lo que usted necesita.
    Y con voz más ceremoniosa, con la señorial cortesía que es una de mis características, le dije:
    —¿Me haría el honor de esperarme unos quince minutos, señor?
    —Ciertamente, señor— respondió con igual ceremonia—. Me ocuparé en realizar nuevos y abstrusos cálculos matemáticos.
    Mientras salía apresuradamente del vestíbulo, le alargué un billete de diez dólares al encargado del bar y le dije en un susurro:
    —Asegúrese de que ese caballero, por llamarlo algo, no se marcha antes de que yo vuelva. Si es absolutamente necesario, sírvale de beber y cárguelo en mi cuenta.
    Nunca dejo de llevar encima los ingredientes que utilizo para hacer aparecer a Azazel, así que a los pocos minutos lo tenía sentado sobre la lámpara de la mesilla de noche de mi habitación, bañado en su habitual resplandor sonrosado.
    Con su aguda vocecilla, dijo severamente:
    —Me has interrumpido cuando me hallaba dedicado a construir un pasmaratso con el que esperaba ganarme el corazón de una linda samini.
    —Lo siento, Azazel —respondí, esperando que no me entretuviera describiéndome la naturaleza del pasmaratso o los encantos de la samini, cosas ambas que no me interesaban lo más mínimo—, pero tengo aquí una emergencia extrema.
    —Siempre dices eso —replicó malhumorado. Le expuse apresuradamente la situación, y debo decir que en seguida se hizo cargo. Es muy eficaz en ese sentido, y nunca necesita largas explicaciones. Yo creo que atisba en el interior de mi mente, aunque él siempre me asegura que considera inviolables mis pensamientos. No obstante, ¿hasta qué punto se puede confiar en un demonio de dos centímetros de estatura que, según propia confesión, constantemente está tratando de hacerse con lindas samini -sean lo que fueren- valiéndose de las tretas menos honorables? Además, no estoy seguro de si dice que considera mis pensamientos inviolables o insoportables, pero eso no viene al caso.
    —¿Dónde está ese ser humano del que hablas? —chirrió.
    —En el vestíbulo. Se encuentra...
    —No te preocupes. Seguiré el aura de podredumbre moral. Creo que ya lo tengo. ¿Cómo identifico al ser humano?
    —Pelirrojo, ojos claros...
    —No, no. Su mente.
    —Un fanático.
    —Ah, podías haberlo dicho antes. Ya lo tengo..., y voy a necesitar un buen baño de vapor cuando vuelva a casa. Es peor que tú.
    —Eso no importa. ¿Está diciendo la verdad?
    —¿Sobre el sáser? Que, dicho sea de paso, es una idea ingeniosa.
    —Sí.
    —Bueno, ésa es una pregunta difícil. Como le suelo decir a un amigo mío que se considera un gran líder espiritual: ¿Qué es la verdad? Te diré una cosa; él lo considera verdad. Cree en ello. Sin embargo, lo que un ser humano crea, por grande que sea el ardor con el que lo haga, no necesariamente tiene que ser verdad objetiva. Probablemente habrás encontrado indicaciones de esto a lo largo de tu vida.
    —Sí. Pero, ¿no existe alguna forma en que puedas distinguir la creencia que se deriva de la verdad objetiva y la que no?
    —En las entidades inteligentes, desde luego. En los seres humanos, no. No obstante, al parecer, consideras que ese hombre constituye un peligro enorme. Puedo reordenar algunas de las moléculas de su cerebro, y entonces estará muerto.
    —No, no —exclamé. Tal vez sea una estúpida debilidad por mi parte, pero soy contrario al asesinato—. ¿No podrías reordenar las moléculas de tal modo que pierda todo recuerdo del sáser?
    Azazel lanzó un leve suspiro.
    —Eso en realidad es mucho más difícil. Esas moléculas son pesadas y se mantienen adheridas. ¿Por qué no una ruptura limpia...?
    —Insisto —dije.
    —Oh, muy bien —se resignó Azazel hoscamente, y a continuación se entregó a una letanía de jadeos y bufidos destinada a mostrarme lo intensamente que estaba trabajando. Por último, dijo—: Ya está.
    —Bien, espera aquí, por favor. Sólo quiero comprobarlo, y vuelvo en seguida.
    Bajé apresuradamente, y Hannibal West continuaba sentado donde le había dejado. El encargado del bar me hizo un guiño cuando pasé a su lado.
    —No ha sido necesario servirle más bebida, señor —dijo aquella honrada persona, y le di cinco dólares más.
    West me miró alegremente.
    —¿Ya ha vuelto?
    —Sí, en efecto —respondí—. Muy perspicaz por su parte, al darse cuenta. Tengo la solución al problema del sáser.
    —¿Al problema de qué? —preguntó, claramente desconcertado.
    —El objeto que descubrió usted en el curso de sus exploraciones espeleológicas.
    —¿Qué son las exploraciones espeleológicas?
    —Sus investigaciones de cuevas.
    —Señor —dijo West, frunciendo el ceño—. En toda mi vida nunca he estado en una cueva. ¿Está usted loco?
    —No, pero acabo de recordar que debo asistir a una importante reunión. Adiós, señor. Es probable que no volvamos a vernos nunca.
    Me dirigí a toda prisa a la habitación, jadeando ligeramente, y encontré a Azazel tarareando por lo bajo alguna melodía de éxito entre las entidades de su mundo. En realidad, sus gustos en lo que ellos llaman música son atroces.
    —Ha perdido la memoria —dije—, y espero que de manera permanente.
    —Naturalmente —respondió Azazel—. Ahora el siguiente paso es ocuparnos del propio sáser. Su estructura debe de estar organizada de modo muy delicado y preciso, si en verdad puede amplificar el sonido a expensas del calor interno de la Tierra. Es probable que una pequeña ruptura en algún punto clave, cosa que tal vez esté dentro de mis grandes poderes, pueda destruir toda actividad del sáser. ¿Dónde se encuentra situado exactamente?
    Le miré estupefacto.
    —¿Cómo voy a saberlo?
    Es posible que él también me mirase estupefacto, pero nunca puedo distinguir expresiones en su diminuto rostro.
    —¿Quieres decir que me has hecho borrar su memoria antes de obtener esa información vital?
    —No se me ocurrió —dije.
    —Pero si el sáser existe, si su creencia se hallaba basada en la verdad objetiva, alguien puede tropezar con él, o hacerlo un animal de gran tamaño, o podría recibir el impacto de un meteorito, y en cualquier momento, de día o de noche, podría quedar aniquilada toda vida sobre la Tierra.
    —¡Santo Dios! —murmuré.
    Mi consternación debió de conmoverle, pues dijo:
    —Vamos, vamos, amigo mío; míralo por el lado bueno. Lo peor que puede suceder es que sean destruidos los seres humanos. Sólo seres humanos. No es como si se tratase de personas.
    Una vez terminado su relato, con tono abatido, George dijo:
    —O sea, que ya ves. Tengo que vivir con el conocimiento de que el mundo puede llegar a su fin en cualquier momento.
    —Tonterías —dije sinceramente—. Aunque sea verdad, lo que me has contado acerca de ese Hannibal West, cosa que, si me perdonas, no es en absoluto segura, puede que, simplemente, padeciera una alucinación.
    Durante unos instantes, George me miró con altivez; luego, dijo:
    —Yo no tendría tu desagradable tendencia al escepticismo ni por la más hermosa samini del mundo natal de Azazel. ¿Cómo explicas esto?
    Sacó un pequeño recorte de su cartera. Era del New York Times del día anterior y se titulaba «Un sordo rumor». Informaba de un sordo rumor que estaba inquietando a los habitantes de Grenoble, en Francia.
    —Una explicación, George —dije—, es que viste este artículo e inventaste toda la historia para que encajase con él.
    Por un momento, pareció como si George fuera a estallar de indignación, pero cuando recogí la elevada cuenta que la camarera había depositado entre nosotros sobre la mesa, se suavizó y nos despedimos amistosamente con un apretón de manos.
    Sin embargo, debo confesar que desde entonces no he dormido bien. Me sigo levantando, aguzando el oído para escuchar el sordo rumor que juraría que me ha despertado.


    SALVANDO A LA HUMANIDAD
    Una noche, mi amigo George, suspirando de manera lúgubre, dijo:
    —Tengo un amigo que es un klutz.
    Moví afirmativamente la cabeza, con aire enterado.
    —Dios los cría...
    George me miró con asombro.
    —¿Qué tiene que ver Dios con esto? Es extraordinaria tu habilidad para cambiar de tema. Supongo que es consecuencia de tu inteligencia, absolutamente deficiente..., que menciono con compasión, no como reproche.
    —Bien, bien —dije—, como quiera que sea, cuando hablas de tu amigo el klutz, ¿te estás refiriendo a Azazel?
    Azazel es el demonio o el ser extraterrestre (elija) de dos centímetros de estatura acerca del cual George está hablando constantemente, cosa que sólo deja de hacer en respuesta a una pregunta directa. Con voz glacial, dijo:
    —Azazel no es un tema de conversación y no comprendo cómo has llegado a oír hablar de él.
    —Dio la casualidad de que estaba a menos de un kilómetro de ti —repuse.
    George no me hizo caso, sino que dijo:
    —De hecho, la primera vez que oí la nada eufónica palabra «klutz» fue en una conversación con mi amigo Menander Block. Me temo que tú no le conoces, pues es un universitario y, por lo tanto, bastante selectivo en sus amistades, cosa que, observándote a ti, difícilmente se le puede censurar.
    La palabra klutz aludía, según me dijo, a una persona torpe y desmañada.
    —Y eso soy yo —dijo—. Deriva de una palabra yiddish que, tomada literalmente, significa trozo de madera, leño, tronco; y, naturalmente, eso es, como sabes, lo que significa mi apellido, Block.
    Suspiró profundamente.
    —Y, sin embargo, no soy un klutz en el sentido estricto de la palabra. No hay en mí nada rudo ni torpe. Bailo con la ligereza de un céfiro y con la gracia de una libélula; mis movimientos son como los de los silfos; y si yo juzgase oportuno permitírselo, numerosas mujeres podrían dar testimonio de mi habilidad como discípulo del arte amatorio. Lo que ocurre, más bien, es que soy un klutz a larga distancia. Sin que yo mismo resulte afectado, todo a mi alrededor adquiere características klutz. El Universo entero parece tropezar con sus pies cósmicos. Supongo que, si mezclamos idiomas y combinamos el griego con el yiddish, soy un «teleklutz».
    —¿Cuánto' tiempo lleva sucediendo eso, Menander? —le pregunté.
    —Toda mi vida, pero, naturalmente, sólo de adulto me percaté de que poseía esa peculiar cualidad. De joven, simplemente daba por supuesto que lo que me sucedía era normal por completo.
    —¿Has hablado de esto con alguien?
    —Claro que no, George. Me tomarían por loco. ¿Se puede visitar a un psiquiatra, por ejemplo, enfrentándose al fenómeno del teleklutzismo? Me metería en un asilo mental desde la primera sesión y escribiría un informe sobre su descubrimiento de una nueva psicosis, y es probable que se hiciese millonario con ello. No pienso ir a un manicomio sólo para enriquecer a algún avispado mediquillo mental. No le puedo contar esto a nadie.
    —Entonces, ¿por qué me lo cuentas a mí, Menander?
    —Porque, por otra parte, me parece que debo contárselo a alguien si quiero seguir funcionando. Y resulta que a ti por lo menos te conozco.
    No entendía su razonamiento, pero me di cuenta de que me iba a ver sometido una vez más a las nada deseables confidencias de mis amigos. Sabía bien que ése era el precio que debía pagar por mi comprensión, simpatía y, sobre todo, por mi proverbial reserva... Ni que decir tiene que contigo hago una excepción, ya que es sabido que tienes un período máximo de atención de cinco segundos y un período de memoria bastante menor.
    Con un gesto, pedí otra copa y, mediante un arcano signo que sólo yo conozco, indiqué que se lo cargasen a la cuenta de Menander. Después de todo, un trabajador se merece su salario.
    —¿Cómo se manifiesta ese teleklutzismo, Menander?
    —En su forma más simple, y en la manera en que primero llamó mi atención, se manifiesta en el tiempo peculiar que acompaña a mis viajes. No viajo mucho, y cuando lo hago, voy en coche; y cuando viajo en coche, llueve. No importa cuál sea el pronóstico meteorológico ni lo brillantemente que luzca el sol cuando salgo. Las nubes se agolpan, oscurece y empieza a lloviznar, y luego, a diluviar. Cuando mi teleklutzismo está en plena acción, la temperatura baja de golpe y tenemos una tormenta de nieve.
    »Naturalmente, tengo buen cuidado de no cometer imprudencias. Me abstengo de ir en coche a Nueva Inglaterra hasta bien pasado marzo. La primavera pasada fui a. Boston el 6 de abril, y no tardó en producirse la primera nevada abrileña en toda la historia de la Oficina Meteorológica de Boston. En una ocasión, me dirigí a Williamsburg, Virginia, el 28 de marzo, suponiendo que dispondría de unos días de gracia, habida cuenta de que estaba entrando en el cálido Sur. ¡Ja! Williamsburg se encontró aquel día con veinte centímetros de nieve, y los nativos la frotaban entre sus dedos preguntándose unos a otros qué sería aquella cosa blanca.
    »He pensado muchas veces que, si imaginamos el Universo colocado bajo la dirección personal de Dios, podríamos representarnos al arcángel Gabriel acudiendo presuroso ante la presencia divina y exclamando: «Dos galaxias están a punto de colisionar en una catástrofe enorme, oh Santísimo», y Dios respondería: «No me molestes ahora, Gabriel, estoy ocupado haciendo llover sobre Menander.»
    —Podrías sacar partido de la situación, Menander —dije—. ¿Por qué no vendes tus servicios como especialista en terminar con sequías por sumas fabulosas?
    —Ya lo he sopesado, pero sólo el pensar en ello elimina cualquier lluvia que pudiera producirse durante mis viajes. Además, si la lluvia llegara cuando se la necesita, es probable que produjera una inundación.
    »Y no es sólo la lluvia, o los embotellamientos de tráfico, o la desaparición de mojones de señalización; hay millares de otras cosas. Valiosos objetos se rompen espontáneamente en mi presencia, o se les caen a otras personas, sin que pueda atribuírseme ninguna responsabilidad en ello. En Batavia, Illinois, funciona un avanzado acelerador de partículas. Un día, un experimento particularmente importante resultó frustrado a consecuencia de un fallo en su sistema de vacío, un fallo completamente inesperado. Sólo yo sabía -al día siguiente, es decir, cuando leí en el periódico la noticia del incidente- que en el preciso momento de producirse la avería yo pasaba en un autobús por las afueras de Batavia. Naturalmente, llovía.
    »En este mismo momento, amigo mío, algunos de los exquisitos vinos que envejecen en las bodegas de este magnífico establecimiento se están avinagrando. Alguien que pase ahora junto a esta mesa se encontrará al llegar a su casa con que las cañerías de su sótano han reventado en el preciso momento en que pasaba a mi lado; salvo que no sabrá que pasó junto a mí en ese preciso instante ni que el hecho de pasar a mi lado fue la causa. Y, así, habrá docenas de accidentes..., es decir, supuestos accidentes.
    Sentí compasión hacia mi joven amigo. Y se me heló la sangre al pensar que yo estaba sentado a su lado y que podrían estar ocurriendo catástrofes inimaginables en mi acogedora morada.
    —En resumen —dije— ¡tú eres un gafe!
    Menander echó hacia atrás la cabeza y me miró altivamente.
    —Gafe —aclaró— es el nombre vulgar; teleklutz, el científico.
    —Bueno, pues gafe o teleklutz, supón que te dijese que yo podría liberarte de esa maldición.
    —Ciertamente, es una maldición —dijo con aire sombrío Menander—. Muchas veces he pensado que, cuando nací, algún hada perversa, irritada por no haber sido invitada al bautizo... ¿Estás tratando de decirme que tú puedes anular maldiciones porque eres un hada buena?
    —No soy ninguna clase de hada —repliqué con severidad—. Pero supón que puedo eliminar ese mal..., esa condición tuya.
    —¿Cómo diablos podrías hacerlo?
    —Una expresión muy adecuada —comenté—. Bien, ¿qué me dices?
    —¿Qué sacas tú con ello? —preguntó recelosamente.
    —La reconfortante sensación de haber ayudado a un amigo a salvarse de una vida horrible.
    Menander reflexionó unos instantes y, luego, meneó vigorosamente la cabeza.
    —Eso no es suficiente.
    —Naturalmente, si quieres ofrecerme alguna pequeña suma...
    —No, no. Yo no pensaría en insultarte de esta manera. ¿Ofrecer una suma de dinero a un amigo? ¿Fijar un valor fiscal a la amistad? ¿Cómo has podido pensar eso de mí, George? Lo que quería decir es que suprimir mi teleklutzismo no es suficiente. Debes hacer algo mas que eso.
    —¿Cómo se puede hacer más?
    —¡Reflexiona! Durante toda mi vida he sido responsable de innumerables daños, desde simples molestias hasta auténticas catástrofes, que le han acaecido tal vez a millones de personas inocentes. Aunque a partir de este momento no le traiga mala suerte a nadie, el mal que he causado hasta ahora, a pesar de que nunca haya sido de manera voluntaria ni algo por lo que se me pueda considerar culpable, es más de lo que puedo soportar. Debo tener algo que lo compense todo.
    —¿Por ejemplo?
    —Debo ponerme en situación de salvar a la Humanidad.
    —¿Salvar a la Humanidad?
    —¿Qué otra cosa puede compensar el inconmensurable daño que he causado? Si vas a eliminar mi maldición, sustitúyela por la capacidad de salvar a la Humanidad en alguna gran crisis.
    —No estoy seguro de que pueda hacerlo.
    —Inténtalo, George. No retrocedas en este momento decisivo. Yo siempre digo que si vas a hacer algo, hazlo bien. Piensa en la Humanidad, amigo mío.
    —Espera un instante —dije, alarmado—, estás echando todo este asunto sobre mis hombros.
    —Claro que sí, George —respondió Menander de manera encendida—. ¡Hombros anchos y resistentes! ¡Hechos para soportar cargas! Ve a casa, George, y haz lo necesario para apartar de mí esta maldición. Una Humanidad agradecida derramará sobre ti sus bendiciones, salvo, naturalmente, que nunca lo sabrá, pues yo no se lo diré a nadie. Tus buenas acciones no deben quedar mancilladas saliendo a la luz pública, y, confía en mí, yo no las sacaré.
    Hay en la amistad desinteresada algo maravilloso que no puede ser igualado por ninguna otra cosa en la Tierra. Me levanté al instante para realizar mi tarea, y lo hice con tanta rapidez que olvidé pagar la mitad de la cuenta que me correspondía. Por fortuna, Menander no se dio cuenta de ello hasta que yo hube salido sin contratiempos del restaurante.
    Me costó un poco establecer contacto con Azazel, y cuando lo logré, él no parecía de muy buen humor. Su cuerpecillo de dos centímetros de altura estaba envuelto en un sonrosado resplandor, y dijo con su voz aguda:
    —¿No has pensado que podría estar duchándome?
    —Se trata de una emergencia grave, oh Poderoso-para-quien-las-palabras-son-insuficientes.
    —Bien, entonces dime de qué se trata, pero, ojo, no te tomes todo el día para hacerlo.
    —Desde luego —dije, y expuse el asunto con admirable precisión.
    —Hum —murmuró Azazel—. Por una vez, me has presentado un problema interesante.
    —¿Sí? ¿Quieres decir que realmente existe algo como el teleklutzismo?
    —Oh, sí. La mecánica cuántica deja perfectamente claro que las propiedades del Universo dependen, en cierta medida, del observador. Así como el Universo afecta al observador, el observador afecta al Universo. Algunos observadores afectan al Universo adversamente o, al menos, adversamente con respecto a otros observadores. De modo que un observador puede acelerar el proceso de formación de una supernova, lo cual irritaría a otros observadores que pudieran encontrarse incómodos cerca de la estrella en ese momento.
    —Comprendo. Bien, ¿puedes ayudar a mi amigo Menander y librarle de ese efecto cuántico-observacional?
    — ¡Oh, desde luego! ¡Es muy sencillo! Tardaré diez segundos y, luego, podré volver a mi ducha y al rito de las korati, que realizaré con dos saminis de belleza inimaginable.
    —¡Espera! ¡Espera! Eso no es suficiente.
    —No seas estúpido. Dos saminis son de sobra suficientes. Sólo un libertino querría tres.
    —Me refiero a que no es suficiente suprimir el teleklutzismo. Menander, además, quiere estar en situación de salvar a la Humanidad.
    Por un momento, pensé que Azazel iba a olvidar nuestra larga amistad y todo lo que yo había hecho por él, proponiéndole interesantes problemas que es probable que perfeccionasen su inteligencia y sus habilidades mágicas. No entendí todo lo que dijo, pues la mayoría de las palabras pertenecían a su propio idioma, pero sonaban como sierras que se restregasen contra clavos oxidados.
    Finalmente, cuando se hubo calmado su acaloramiento, dijo:
    —¿Cómo voy a hacer eso?
    —¿Es demasiado para el Apóstol de lo Increíble?
    —¡Ya lo creo! Pero, veamos...
    Meditó unos instantes, y luego exclamó:
    —Pero, ¿qué puede querer salvar a la Humanidad? ¿Qué valor tiene eso? Hacéis que apeste toda esta sección... Bien, bien, creo que se puede hacer.
    No tardó diez segundos, sino media hora, y fue media hora muy penosa, con Azazel gruñendo durante parte del tiempo, y cuando no lo hacía, se preguntaba dónde le iban a esperar las samini.
    Acabó totalmente fatigado, lo que, por supuesto, significaba que yo tendría que comprobar el asunto sobre Menander Block.
    La siguiente ocasión que vi a Menander, le dije:
    —Estás curado.
    Me miró con hostilidad.
    —¿Sabes que me endosaste la cuenta de la cena la otra noche?
    —Seguramente que eso carece de importancia en comparación con el hecho de que estás curado.
    —Yo no me siento curado.
    —Anda, ven. Vamos a dar una vuelta en coche. Ponte tú al volante.
    —Parece que ya se está nublando. ¡Valiente curación!
    —¡Conduce! ¿Qué tienes que perder?
    Sacó el coche del garaje en marcha atrás. Un hombre que pasaba por el otro lado de la calle no tropezó con un rebosante cubo de basura.
    Menander condujo calle abajo. El disco no se puso en rojo cuando se acercó a él, y dos coches patinaron el uno hacia el otro en el cruce siguiente, pero pasaron a confortable distancia entre sí.
    Para cuando llegó al puente, el tiempo había despejado y un cálido sol brillaba sobre el coche; pero no en sus ojos.
    Cuando finalmente llegamos a casa, estaba llorando, y no hacía el menor esfuerzo por ocultarlo. Me encargué de aparcar el coche y le hice un pequeño rasguño. No obstante, no era yo quien se había curado del tele-klutzismo. Sin embargo, podría haber sido peor: podría haber rozado mi propio coche.
    Durante los días siguientes, estuvo buscándome continuamente. Al fin y al cabo, yo era el único que podía comprender el milagro que se había producido.
    Decía:
    —Fui a un baile, y ni una sola persona tropezó con los pies de su pareja y se cayó y se rompió una clavícula. Yo podía bailar ágilmente, con total abandono, y mi pareja no se mareaba ni se le revolvía el estómago, ni siquiera aunque hubiera comido en exceso.
    O:
    —En el trabajo estaban instalando un nuevo aparato de aire acondicionado, y ni una sola vez se le cayó en los pies al operario, rompiéndole los dedos de manera permanente.
    O, incluso:
    —He visitado a un amigo en el hospital, cosa que antes ni siquiera habría soñado hacer, y en ninguna de las habitaciones ante las que pasé se salió de una vena la aguja intravenosa. Ni tampoco falló su objetivo una sola jeringuilla hipodérmica.
    A veces, me preguntaba con voz entrecortada:
    —¿Estás seguro de que tendré una oportunidad de salvar a la Humanidad?
    —Completamente —respondía yo—. Eso forma parte de la curación.
    Pero, más adelante, un día vino a verme, y su rostro mostraba una expresión ceñuda.
    —Escucha —dijo—. Acabo de ir al Banco para preguntar el saldo de mi cuenta corriente, que es un poco más bajo de lo que debiera por la forma en que te las arreglas para marcharte de los restaurante antes de que traigan la cuenta, y no he podido obtener respuesta porque el ordenador se ha estropeado justo en el momento en que yo entraba. Todo el mundo se hallaba desconcertado. ¿Está desapareciendo el efecto de la curación?
    —Es imposible —respondí—. Quizá no tenga nada que ver contigo. Podría haber por ahí algún otro teleklutz que no se haya curado. Tal vez le dio por entrar justo en el momento en que tú lo hacías.
    Pero no era eso. El ordenador del Banco se averió en otras dos ocasiones en que trató de comprobar el estado de su cuenta corriente. (Su nerviosismo por las miserables sumas de las que yo había olvidado hacerme cargo resultaba completamente nauseabundo en un hombre adulto.) Finalmente, cuando el ordenador de su empresa se estropeó al pasar él ante la oficina en que se hallaba instalado, vino a mí en un estado que sólo puedo describir como pánico.
    —¡Ha vuelto! —exclamó con un chillido—. ¡Te digo que ha vuelto! Esta vez no puedo soportarlo. Ahora que me he acostumbrado a la normalidad, no puedo volver a mi antigua vida. Tendré que suicidarme.
    —No, no, Menander. Eso es ir demasiado lejos.
    Pareció reprimirse cuando estaba a punto de lanzar otro chillido, y reflexionó en mis juiciosas palabras.
    —Tienes razón —dijo—. Eso sería ir demasiado lejos. Supongamos que, en lugar de ello, te mato a ti. Al fin y al cabo, nadie te echará de menos, y yo me sentiré un poco mejor.
    Yo comprendía su postura, pero sólo hasta cierto punto.
    —Antes de que hagas nada —le dije—, déjame que compruebe esto. Ten paciencia, Menander. Después de todo, hasta el momento sólo ha ocurrido con ordenadores, ¿y a quién le importan los ordenadores?
    Me marché rápidamente, antes de que pudiera preguntarme cómo se las iba a arreglar para obtener el saldo de su cuenta corriente si los ordenadores se estropeaban siempre que él se acercaba. En realidad, era un mono-maniaco del tema.
    Y también lo era Azazel, en otro tema. Parece ser que esta vez se hallaba realmente dedicado a lo que fuera que estuviese haciendo con las dos saminis, y cuando llegó, todavía estaba dando saltos mortales. Hoy es el día en que aún no sé qué tenían que ver los saltos mortales con ello.
    No creo que llegara a serenarse de verdad, pero logró explicarme lo que sucedía, y entonces me vi en el trance de hacer lo propio con Menander.
    Insistí en reunirme con él en el parque. Elegí una zona bastante concurrida, ya que tendría que contar con un salvamento rápido si él perdía la cabeza en sentido figurado e intentaba que yo perdiese la mía en sentido literal.
    —Menander, tu teleklutzismo todavía funciona —le expliqué—, pero sólo con los ordenadores. Sólo con los ordenadores. Te doy mi palabra. Respecto a todo lo demás, estás curado para siempre.
    —Bueno, entonces cúrame para los ordenadores.
    —Es que eso no se puede hacer, Menander. No estás curado para los ordenadores, y eso es para siempre. —Apenas susurré las últimas palabras, pero me oyó.
    —¿Por qué? ¿Qué clase de atolondrado, imbécil, superferolítico y omnilutzístico culo de camello bacteriano enfermo eres tú?
    —Haces que parezca como si hubiera muchas clases, Menander, lo cual es absurdo. ¿No comprendes que querías salvar al mundo, y que a eso se debe lo que ha sucedido?
    —No, no lo entiendo. Explícamelo y tómate tiempo. Tienes quince segundos.
    —¡Sé razonable! La Humanidad se está enfrentando a una sobresaturación de ordenadores. Los ordenadores van a hacerse rápidamente más versátiles, más capaces y más inteligentes. Los seres humanos cada vez dependen más de ellos. Se acabará construyendo un ordenador que asumirá rápidamente la dirección del mundo y dejará a la Humanidad sin nada que hacer. Es muy posible que decida destruir a la Humanidad como innecesaria. Naturalmente, nos decimos a nosotros mismos que siempre podemos «desenchufarlo», pero tú sabes que no podremos hacer eso. Un ordenador lo suficiente inteligente como para realizar sin nosotros el trabajo del mundo, podrá defender su propio enchufe y, si de eso se trata, encontrar su propia electricidad.
    »Será invencible, y la Humanidad se hallará condenada. Y ahí, amigo mío, es donde intervienes tú. Serás conducido a su presencia, o quizá te baste con pasar a unos kilómetros de él, y la Humanidad quedará salvada. ¡La Humanidad quedará salvada! ¡Piensa en ello! ¡Piensa en ello!
    Menander pensó en ello. No parecía sentirse muy feliz. Luego, dijo:
    —Pero, mientras tanto, no puedo acercarme a los ordenadores.
    —Bueno, era preciso afianzar y hacer absolutamente permanente el klutzismo en lo referente a los ordenadores para estar seguro de que nada saldría mal cuando llegase el momento, de que el ordenador no se defendería de alguna manera contra ti. Es el precio que se ha de pagar por este gran don de salvación que tú mismo pediste, y por el que serás eternamente honrado en el futuro por la Historia.
    —¿Sí? —dijo—. ¿Y cuándo va a tener lugar esa salvación?
    —Según Azaz..., según mis fuentes —respondí—, debe ocurrir dentro de unos sesenta años, aproximadamente. No obstante, míralo de esta manera. Ahora sabes que, por lo menos, vivirás noventa años.
    —Y, entretanto —dijo Menander levantando la voz, indiferente a la forma en que las gentes que pasaban se volvían para mirarnos—, entretanto el mundo se irá llenando más y más de ordenadores, y yo me veré privado de hacer cada vez más cosas y me hallaré encerrado en mi propia cárcel...
    — ¡Pero al final salvarás a la Humanidad! ¡Eso es lo que querías!
    —¡Al diablo la Humanidad! —aulló Menander, y se levantó y se precipitó sobre mí.
    Logré escabullirme, pero sólo porque varias personas que se encontraban en las proximidades sujetaron al pobre hombre.
    En la actualidad, Menander está en tratamiento con un psiquiatra freudiano del tipo más resuelto. Seguramente, le costará una fortuna, y, por supuesto, no le servirá de nada.
    Terminado su relato, George clavó la vista en su jarra de cerveza, que yo sabía que tendría que pagar de mi bolsillo.
    —Esta historia tiene una moraleja —dijo.
    —¿Cuál?
    —El mundo está lleno de desagradecidos.


    UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS
    George miró sombríamente su vaso, que contenía mi bebida -en el sentido de que seguramente la acabaría pagando-, y dijo:
    —Es sólo una cuestión de principios lo que hace que yo sea un hombre pobre.
    Luego, hizo brotar desde la región de su ombligo un poderoso suspiro y añadió:
    —Al hablar de «principios», naturalmente debo excusarme por utilizar un término que a ti te resultará extraño, salvo, quizá, como denominación del director de la escuela elemental en que casi llegaste a graduarte. En realidad, yo soy un hombre de principios.
    —¿De veras? —repliqué—. Supongo que esa cualidad te la habrá otorgado Azazel hace sólo dos minutos, pues nunca hasta ahora habías dado muestras de poseerla, al menos que nadie sepa.
    George me miró con aire apesadumbrado. Azazel es el demonio de dos centímetros de estatura que posee asombrosos poderes mágicos..., y que sólo George es capaz de conjurar a voluntad.
    —No puedo imaginar dónde has oído hablar de Azazel —dijo.
    —También para mí es un completo misterio —respondí afablemente—, o lo sería si últimamente no constituyera tu único tema de conversación.
    —No seas ridículo —exclamó George—. Yo nunca hablo de él.
    Gottlieb Jones (dijo George) también era un hombre de principios. Podría pensarse que eso constituía una absoluta imposibilidad, habida cuenta de que su ocupación era la de redactor publicitario, pero él se elevaba por encima de su vil oficio con un ardor sumamente agradable de contemplar.
    Muchas veces me decía, mientras nos tomábamos una hamburguesa con patatas fritas:
    —George, no hay palabras para describir el horror que siento por mi trabajo, ni la desesperación que me invade al pensar que debo encontrar formas de vender productos respecto de los cuales todos mis instintos me dicen que los seres humanos pasarían mejor sin ellos. Ayer mismo tuve que ayudar a vender un insecticida que, según se ha comprobado, hace que los mosquitos emitan gritos supersónicos de placer mientras acuden en masa hacia él desde varios kilómetros a la redonda. «No sea un cebo para los mosquitos —dice mi eslogan—. Use "Skeeter-Hate".»
    —¿«Skeeter-Hate»? —repetí con un estremecimiento.
    Gottlieb se tapó los ojos con una mano. Estoy seguro de que habría utilizado las dos si no se estuviera atiborrando de patatas fritas con la otra.
    —Vivo con esta vergüenza, George, y tarde o temprano debo abandonar el empleo. Viola mis principios de ética comercial y mis ideales de escritor, y yo soy un hombre de principios.
    —Te reporta cincuenta mil dólares al año, Gottlieb —dije cortésmente—, y tienes una joven y bella esposa y un hijo que mantener.
    —¡El dinero es basura! —exclamó violentamente Gottlieb—. Es el despreciable soborno por el que un hombre vende su alma. Yo lo rechazo, George, lo arrojo lejos de mí con desdén; no quiero tener nada que ver con él.
    —Pero, Gottlieb, seguramente que no estás haciendo semejante cosa. Aceptas tu sueldo, ¿no?
    Debo reconocer que por un angustioso instante pensé en un Gottlieb sin un centavo y en el número de almuerzos que su virtud le impediría pagar.
    —Sí, es cierto. Mi querida esposa Marilyn tiene la desconcertante costumbre de introducir su apartado de gastos domésticos en conversaciones, por el contrario, de carácter puramente intelectual, por no hablar de sus indolentes alusiones a diferentes compras que atolondradamente realiza en tiendas de ropas y de suministros domésticos. Esto ejerce una influencia obstaculizadora sobre mis planes de acción. En cuanto al pequeño Gottlieb, que ya tiene casi seis meses, no está preparado para comprender la absoluta falta de importancia del dinero..., aunque le haré la justicia de reconocer que todavía nunca me ha pedido un céntimo.
    Suspiró, y yo suspiré con él. Había oído hablar con frecuencia de la naturaleza poco cooperativa de esposas e hijos en lo que a cuestiones económicas se refiere, y ésa es, naturalmente, la principal razón de que me haya mantenido libre de compromisos en este aspecto a lo largo de toda una vida, durante la cual, mi inefable atractivo me ha hecho ser perseguido ardientemente por una gran diversidad de hermosas mujeres.
    Inconscientemente, Gottlieb Jones interrumpió algunas agradables reminiscencias a las que yo me estaba entregando, cuando dijo:
    —¿Sabes cuál es mi sueño secreto, George?
    Y por unos instantes se reflejó en sus ojos un brillo tan lúbrico, que experimenté un leve sobresalto de alarma, con la impresión de que, de alguna manera, había leído mis pensamientos.
    Pero lo que dijo fue:
    —Mi sueño es ser novelista, escribir vigorosas descripciones de las palpitantes profundidades del alma humana; presentar, ante una Humanidad a la vez estremecida y deleitada, las gloriosas complejidades de la condición humana, inscribir mi nombre, con letras grandes e indelebles, en el frontispicio de la literatura clásica, y caminar a lo largo de las generaciones en la gloriosa compañía de hombres y mujeres tales como Esquilo, Shakespeare y Ellison.
    Habíamos terminado nuestro almuerzo, y yo esperé tenso la cuenta, calculando con extrema precisión el momento en que dejaría que se distrajese mi atención. El camarero, sopesando la cuestión con la aguda perspicacia inherente a su profesión, se la entregó a Gottlieb.
    Me relajé y dije:
    —Considera, mi querido Gottlieb, las horribles consecuencias que podrían derivarse. He leído, hace poco, en un periódico de toda confianza que un caballero tenía en sus manos cerca de mí, que en los Estados Unidos hay 350.000 novelistas con alguna obra publicada; que de éstos, menos de 750 se ganan la vida escribiendo; y que cincuenta, sólo cincuenta, amigo mío, son ricos. En comparación con esto, tu sueldo actual...
    —Bah —exclamó Gottlieb—, para mí apenas tiene importancia la cuestión de si gano o no dinero; lo importante es que consiga la inmortalidad y haga entrega de un valiosísimo presente de discernimiento y comprensión a todas las generaciones futuras. Podría soportar con facilidad el inconveniente de hacer que Marilyn realizara un trabajo de camarera, conductora de autobús o algún otro puesto de escasa calificación. Estoy completamente seguro de que ella consideraría, o debería considerar, un honor trabajar de día y cuidar del pequeño Gottlieb por la noche a fin de que mi talento pudiera manifestarse plenamente. Sólo que... —Hizo una pausa.
    —¿Sólo que...? —dije, con tono alentador.
    —Verás, no sé a qué se debe, George —respondió, ahora con acento ligeramente irritado—, pero hay un pequeño detalle que se interpone en mi camino. Parezco totalmente incapaz de superarlo. Mi cerebro rebosa de ideas con una fuerza tremenda. Escenas, retazos de diálogos, situaciones de extraordinaria vitalidad que constantemente cruzan mi mente de modo tumultuoso. Es sólo el insignificante detalle de poner todo ello en palabras lo que parece que se me resiste. Tiene que ser un problema de poca monta, pues cualquier incompetente plumífero, como ese amigo tuyo de extraño apellido, parece no tener la más mínima dificultad en producir libros a centenares, y, sin embargo, yo no logro dar con la solución.
    (Debía de referirse a ti, mi querido amigo, ya que la expresión «incompetente plumífero» parece muy adecuada. Yo te habría defendido, naturalmente, pero pensé que sería una empresa sin esperanzas.)
    —Seguramente, es que no te has esforzado lo suficiente —dije.
    —¿Que no? Tengo cientos de hojas de papel, cada una de las cuales contiene el primer párrafo de una novela maravillosa..., el primer párrafo nada más. Cientos de primeros párrafos para cientos de novelas diferentes. Es en el segundo párrafo donde siempre me estrello.
    Se me ocurrió una brillante idea, lo cual no me sorprendió; mi mente siempre rebosa de ideas brillantes.
    —Gottlieb —dije—, yo puedo resolver tu problema. Puedo hacer de ti un novelista. Puedo hacerte rico.
    Me miró con evidente escepticismo.
    —¿Tú puedes? —exclamó, poniendo en el pronombre un énfasis nada halagador.
    Nos habíamos levantado y habíamos salido del restaurante. Noté que Gottlieb olvidaba dejar propina, pero no me pareció conveniente mencionarlo, ya que él podría haber formulado entonces la aterradora sugerencia de que me ocupase yo de hacerlo.
    —Amigo mío—dije—. Yo tengo el secreto del segundo párrafo, y por lo tanto, puedo hacerte rico y famoso.
    —¡Ja! ¿Y cuál es el secreto?
    Con cierta delicadeza, dije (y aquí llegamos a la brillante idea que se me había ocurrido):
    —Gottlieb, el trabajador se merece su salario.
    Él rió brevemente.
    —Es tal mi confianza en ti, George, que no tengo el más mínimo temor en declarar que si puedes hacerme novelista rico y famoso, puedes quedarte con la mitad de mis ganancias..., una vez deducidos los gastos generales, naturalmente.
    Con más delicadeza aún, dije:
    —Sé que eres un hombre de principios, Gottlieb, por lo que tu sola palabra te sujetará al cumplimiento de un contrato como si estuvieses ligado a él con argollas del acero más selecto, pero, sólo como diversión..., ja, ja..., ¿estarías dispuesto a poner por escrito esa declaración y firmarla, y sólo para que resulte más divertido aún, ratificarla solemnemente ante notario?
    La pequeña operación no duró nada más que media hora, ya que sólo requirió la participación de un notario público, que también era mecanógrafo y amigo mío.
    Guardé en la cartera mi copia del precioso documento y dije:
    —No puedo darte inmediatamente el secreto, pero tan pronto como haya arreglado las cosas, te lo haré saber. Entonces, puedes intentar escribir una novela, y te encontrarás con que no te cuesta nada el segundo párrafo..., ni los dos mil siguientes. Por supuesto, no me deberás nada hasta que recibas el primer anticipo..., que apuesto a que será muy sustancioso.
    —Más vale que lo creas —dijo desagradablemente Gottlieb.
    Esa misma noche llevé a cabo el ritual que servía para convocar a Azazel. Éste sólo mide dos centímetros, y es un personajillo totalmente insignificante en su propio mundo. Ésa es la razón por la que está dispuesto a ayudarme de diversas y triviales maneras. Le hace sentirse importante.
    Por consiguiente, nunca puedo persuadirle para que haga nada que, de manera directa, sirva para hacerme rico. La pequeña criatura insiste en que eso sería una inaceptable comercialización de su arte. Y tampoco parece convencido por mi declaración de que cualquier cosa que haga por mí será utilizada de manera completamente altruista para el bien del mundo. Cuando le dije eso, emitió un extraño sonido, cuyo significado no comprendí y que dijo que había aprendido de un nativo del Bronx.
    Fue por esa razón por la que no le expliqué la naturaleza de mi pacto con Gottlieb Jones. No sería Azazel quien me estuviera haciendo rico. Sería Gottlieb quien lo haría, después de que Azazel le hubiera hecho rico a él...; no obstante, yo no tenía ninguna confianza en poder lograr que Azazel comprendiera la sutil distinción que esto entrañaba.
    Como de costumbre, Azazel se mostró irritado por que le hubiese llamado. Su minúscula cabeza se hallaba decorada con lo que parecían diminutas hebras de algas marinas, y de sus palabras, un tanto incoherentes, se deducía que había estado en medio de una ceremonia académica en la cual se le estaba confiriendo algún tipo de distinción. Al carecer de verdadera importancia en su mundo, como he dicho antes, insistió en conceder demasiado valor a tal acontecimiento, y se mostró mordaz en sus comentarios.
    Deseché con un gesto sus lamentaciones.
    —Después de todo —dije—, puedes ocuparte de mi intrascendente petición y luego volver al momento exacto en que te marchaste. Nadie sabrá jamás que te habías ido.
    Soltó un gruñido, pero hubo de reconocer que yo tenía razón, por lo que el aire de su vecindad inmediata dejó de crepitar a impulsos de los minúsculos rayos que lo surcaban.
    —¿Qué quieres, entonces?—preguntó.
    Se lo expliqué.
    —Su profesión es la de la comunicación de ideas, ¿no? —inquirió Azazel—: ¿La traducción de ideas a palabras, como en el caso de ese amigo tuyo de extraño apellido?
    —En efecto, pero él desea hacerlo con mayor eficacia, y complacer a aquellos con quienes trata, de modo que obtenga el aplauso general..., y también riqueza, pero la riqueza la quiere sólo como prueba tangible del éxito, pues desprecia el dinero en sí mismo.
    —Comprendo. También nosotros tenemos en nuestro mundo artesanos de la palabra, y todos y cada uno de ellos solamente valoran el aplauso y el aprecio que sus obras encuentran y no aceptarían ni la más mínima unidad monetaria si no fuera porque deben hacerlo como prueba tangible del éxito.
    Reí indulgentemente.
    —Una flaqueza de la profesión. Tú y yo somos afortunados por hallarnos por encima de tales cosas.
    —Bueno —dijo Azazel—. No puedo pasarme aquí el resto del año, ¿no?, o tendré problemas para localizar con exactitud el momento preciso de retorno. ¿Está al alcance de la mente ese amigo tuyo?
    Nos costó encontrarle, aunque yo señalé en un plano el emplazamiento de su agencia de publicidad y le proporcioné mi habitual descripción elocuente y precisa del hombre, pero no quiero aburrirte con detalles irrelevantes.
    Finalmente, Gottlieb fue localizado y, tras un breve estudio, Azazel dijo:
    —Una mente característica del tipo universal entre los miembros de tu desagradable especie. Maleable, pero frágil. Veo el circuito que rige la combinación y utilización de las palabras, y está lleno de altibajos y obstrucciones, por lo que no es sorprendente que se encuentre con dificultades. Puedo eliminar los elementos obstructores, pero eso podría poner en peligro la estabilidad de su mente. No creo que ocurra, si soy lo bastante hábil; no obstante, siempre existe el riesgo de un accidente. ¿Tú crees que estaría dispuesto a correr el riesgo?
    —¡Oh, sin duda alguna! —exclamé—. Está resuelto a lograr la fama y a servir al mundo con su arte. No vacilaría lo más mínimo en correr el riesgo.
    —Sí, pero tengo entendido que tú eres un gran amigo suyo. Quizás él esté cegado por su ambición y por su deseo de triunfar; sin embargo, tú puedes ver las cosas con más claridad. ¿Estás tú dispuesto a hacerle correr el riesgo?
    —Mi único objetivo —respondí— es hacerle feliz. Adelante, y actúa todo lo cuidadosamente que te sea posible, y, si las cosas salen mal..., habrá sido por una buena causa. (Y así era, naturalmente, ya que si las cosas salían bien, yo obtendría la mitad de las consecuencias económicas.)
    De modo que se llevó a cabo la intervención. Azazel, le echó mucho cuento al asunto, como hacía siempre, y permaneció un rato resoplando y murmurando algo acerca de peticiones irrazonables, pero yo le dije que pensara en la felicidad que estaba reportando a millones de personas y que dejara a un lado la desagradable cualidad del egoísmo. Muy confortado por mis edificantes palabras, se marchó para ocuparse del otorgamiento de la distinción que se le estaba confiriendo.
    Aproximadamente una semana después, salí en busca de Gottlieb Jones. Hasta entonces no había hecho ningún intento por verle, pues pensaba que quizá necesitara un pequeño período de tiempo para acomodarse a su nuevo cerebro. Además, prefería esperar e informarme indirectamente acerca de él para saber si su cerebro había resultado dañado de alguna manera en el proceso. Si así fuera, no tendría sentido que me reuniese con él. Mi pérdida -y la suya también, supongo- haría demasiado dolorosa la entrevista.
    No había oído nada extraño con respecto a él, y, ciertamente, parecía normal por completo cuando le encontré a la salida del edificio en donde estaba instalada su empresa. Inmediatamente percibí su aire de profunda melancolía, pero no presté mayor atención al hecho, pues hace tiempo que he observado que los escritores son propensos a la melancolía. Creo que es algo que va con la profesión. Tal vez sea el constante contacto con los editores.
    —Ah, George —dijo, con tono indiferente.
    —Gottlieb —exclamé—, cuánto me alegro de verte. Tienes mejor aspecto que nunca —en realidad, es de una fealdad absoluta, como todos los escritores, pero hay que ser cortés—. ¿Has intentado últimamente escribir una novela?
    —No. —Y luego, como si de pronto lo hubiera recordado, súbitamente añadió—: ¿Por qué? ¿Estás dispuesto a revelarme ese secreto tuyo con respecto al segundo párrafo?
    Me agradó que lo recordara, pues ello suponía otra indicación de que su agudeza mental era la misma de siempre.
    —Pero si ya está hecho, mi querido amigo —respondí—. No es necesario que te explique nada; tengo métodos más sutiles que todo eso. No tienes más que irte a casa y sentarte ante la máquina de escribir, y te encontrarás escribiendo como un ángel. Ten la seguridad de que tus dificultades se han terminado y de que las novelas irán fluyendo suavemente de tu máquina de escribir. Escribe dos capítulos y un esquema del resto, y estoy seguro de que cualquier editor al que se lo enseñes lanzará un grito de júbilo y te extenderá un cheque por un sustancioso importe, la mitad del cual será completamente tuya.
    —¡Ja! —resopló Gottlieb.
    —Palabra —dije, poniéndome la mano sobre el corazón, que, como sabes, es lo bastante grande, figurativamente hablando, como para llenar toda mi cavidad torácica—. De hecho, creo que puedes abandonar tranquilamente ese inmundo trabajo tuyo a fin de que no contamine en absoluto el puro material que brotará ahora de tu máquina de escribir. No tienes más que intentarlo, Gottlieb, y convendrás en que me he ganado sobradamente mi mitad.
    —¿Quieres decir que deseas que abandone mi trabajo?
    —¡Exactamente!
    —No puedo hacerlo.
    —Claro que puedes. Vuelve la espalda a ese innoble puesto. Rechaza el embrutecedor trabajo de la publicidad comercial.
    —Te digo que no puedo hacerlo. Acaban de despedirme.
    —¿Despedirte?
    —Sí. Y con tales expresiones de falta de admiración, que no las olvidaré jamás.
    Nos volvimos para encaminarnos hacia el pequeño y barato local en donde solíamos almorzar.
    —¿Qué ha ocurrido? —pregunté.
    Me lo contó, sombríamente, mientras tomaba un sandwich de pastrami:
    —Estaba redactando un anuncio para un ambientador —comenzó—, y me sentía abrumado por la afectación y el forzado refinamiento. Era todo lo que podíamos hacer para usar la palabra «aroma». De pronto, me entraron deseos de actuar con entera franqueza. Si íbamos a promocionar aquella maldita porquería, ¿por qué no hacerlo bien? Así que en la cabecera de mi remilgado anuncio escribí: Para que el hedor sea menor, y al final: Hará usted una sandez viviendo con fetidez, y lo hice cursar sin molestarme en consultar con nadie.
    »Pero después de haberlo hecho pensé: «¿Por qué no?» Y envié un informe a mi jefe, que al instante sufrió un clamoroso ataque de apoplejía. Me llamó y me dijo no sólo que estaba despedido, sino, además, varias desabridas palabras que estoy seguro que no había aprendido en las rodillas de su madre..., a menos que fuese una madre muy poco común. Así que aquí estoy, sin empleo.
    Frunció el ceño y me dirigió una mirada hostil.
    —Supongo que me dirás que esto es obra tuya.
    —Claro que sí —respondí—. Has hecho lo que subconscientemente sabías que era lo correcto. Deliberadamente, has hecho que te despidan, para poder dedicar todo tu tiempo a tu verdadero arte. Gottlieb, amigo mío, ahora vete a casa. Escribe tu novela y asegúrate de obtener un adelanto de no menos de cien mil dólares. Como no habrá gastos generales, salvo unos cuantos centavos para papel, no tendrás que deducir nada y podrás quedarte con cincuenta mil.
    —Estás loco —me dijo.
    —Estoy seguro —respondí—, y para demostrarlo, yo pagaré la cuenta.
    —Realmente, estás loco —dijo, con tono intimidado, y, en efecto, me dejó pagar la cuenta, aunque hubiera debido comprender que mi oferta era un simple recurso retórico.
    Le telefoneé la noche siguiente. Normalmente, habría esperado más tiempo, no habría querido acosarle, pero ahora tenía una inversión financiera en él. El almuerzo me había costado once dólares, y, naturalmente, estaba intranquilo, como podrás comprender.
    —Gottlieb —dije—, ¿qué tal va la novela?
    —Muy bien —respondió, con tono ausente—. He despachado veinte páginas, y además de calidad.
    Sin embargo, no parecía dar importancia a la cosa, como si sus pensamientos se hallaran centrados en otro asunto.
    —¿Por qué no estás dando saltos de alegría? —le pregunté.
    —¿Por la novela? No seas estúpido. Han llamado Fineberg, Saltzberg y Rosenberg.
    —¿Tu empresa..., tu ex empresa de publicidad?
    —Sí. No todos ellos, por supuesto, sólo el señor Fineberg. Quiere que vuelva.
    —Confío, Gottlieb, en que le habrás dicho exactamente hasta dónde...
    Pero Gottlieb me interrumpió.
    —Al parecer —dijo—, los fabricantes del ambientador se mostraron entusiasmados con mi anuncio. Querían utilizarlo y encargar toda una serie de anuncios para la televisión y para las publicaciones impresas, y pretendían que la campaña la organizase el creador del primer anuncio. Decían que lo que yo había hecho era muy audaz y de gran impacto, y que encajaba perfectamente en la década de los ochenta. Decía que se proponían realizar una campaña publicitaria enérgica e intensa, y para eso me necesitaban a mí. Naturalmente, he dicho que lo consideraré.
    —Es un error, Gottlieb.
    —Les impondría un aumento de sueldo, un aumento sustancioso. No he olvidado las cosas tan crueles que Fineberg me dijo cuando me despidió..., algunas de ellas en yiddish.
    —El dinero es basura, Gottlieb.
    —Por supuesto, George, pero quiero ver cuánta basura está implicada en este asunto.
    No me quedé muy preocupado. Sabía el efecto irritante que la tarea de escribir anuncios producía en el alma sensible de Gottlieb, así como lo atractiva que sería la facilidad con que podía escribir una novela. Bastaba esperar y, por acuñar una frase, dejar que la Naturaleza siguiera su curso.
    Pero entonces salieron los anuncios del ambientador, y causaron un impacto inmediato en el público. «Es una sandez vivir con fetidez» se convirtió en una frase hecha entre los jóvenes de Norteamérica, y su uso en cada ocasión se convertía en una recomendación del producto.
    Me imagino que te acordarás de aquella moda..., claro que sí, pues tengo entendido que figuraba en todas las cartas en que rechazaban tus colaboraciones los periódicos y revistas para los que intentabas escribir, y debes de haberla experimentado muchas veces.
    Salieron otros anuncios del mismo tipo, y obtuvieron el mismo éxito.
    Y, de pronto, lo comprendí: Azazel se las había arreglado para dar a Gottlieb una estructura mental que le hacía posible complacer al público con lo que escribía, pero, al ser pequeño y de poca categoría, no había sido capaz de afinar su sintonía mental para que el don conferido fuese aplicable únicamente a las novelas. Muy bien podría ser que Azazel ni siquiera supiese lo que era una novela.
    Bueno, ¿importaba realmente?
    No puedo decir que Gottlieb se sintiese exactamente complacido cuando me encontró a la puerta de su casa, pero no se hallaba tan sumido por completo en la infamia como para no invitarme a entrar. De hecho, comprendí con cierta satisfacción que no podía dejar de invitarme a cenar, aunque trató -yo creo que deliberadamente- de destruir ese placer haciéndome sostener en brazos al pequeño Gottlieb durante un largo período de tiempo. Fue una experiencia horrible.
    Después, a solas en su comedor, le pregunté:
    —¿Y cuánta basura ganas, Gottlieb?
    Me miró con aire de reproche.
    —No lo llames basura, George. Es poco respetuoso. Admito que cincuenta mil al año sea basura, pero cien mil, más varios extras sumamente satisfactorios, es estatus financiero.
    »Es más, pronto fundaré mi propia empresa y me haré multimillonario, nivel en el que el dinero se convierte en virtud..., o poder, que es lo mismo, naturalmente. Con mi poder, por ejemplo, me será posible expulsar del negocio a Finenberg. Eso le enseñará a dirigirse a mí en términos que ningún caballero debe usar con otro. A propósito, George, ¿sabes por casualidad qué significa “shmendrick”?
    No podía ayudarle en ese aspecto. Estoy versado en varios idiomas, pero el urdú no es uno de ellos.
    —Entonces, te has enriquecido —le dije.
    —Y tengo el propósito de enriquecerme más.
    —En ese caso, Gottlieb, ¿puedo puntualizar que esto ha sucedido sólo después de que yo accediera a hacerte rico, momento en el que tú, a tu vez, prometiste darme la mitad de tus ganancias?
    Gottlieb frunció el ceño.
    —¿Accediste? ¿Prometí?
    —Admito que se trata de una de esas cosas que se olvidan con mucha facilidad, pero, afortunadamente, todo fue puesto por escrito..., a cambio de servicios prestados..., firmado, escriturado, todas esas cosas. Y da la casualidad de que llevo encima una fotocopia del contrato.
    —Ah. ¿Puedo verla, entonces?
    —Por supuesto, pero permíteme que te aclare que únicamente se trata dé una fotocopia, por lo que si se diera la circunstancia de que, accidentalmente, la rompieras en mil trocitos en tu avidez por examinarla con atención, yo seguiría teniendo el original en mi poder.
    —Una medida prudente, George, pero no temas. Si todo es como tú dices, no te verás privado ni de un solo centavo que te corresponda. Yo soy un hombre de principios y cumplo todos los pactos al pie de la letra.
    Le entregué la fotocopia, y la examinó con detenimiento.
    —Ah, sí —dijo—. Recuerdo. Naturalmente. Sólo hay un pequeño detalle...
    —¿Qué? —pregunté.
    —Bueno, aquí, en este papel, se habla de mis ganancias como novelista. Yo no soy un novelista, George.
    —Querías serlo, y lo puedes ser en cuanto te sientes ante la máquina de escribir.
    —Pero ya no quiero serlo, George, y no espero sentarme ante la máquina de escribir.
    —Pero las grandes novelas significarán fama inmortal. ¿Qué pueden reportarte tus estúpidos eslóganes?
    —Montones y montones de dinero, George, más una gran empresa que será mía y que dará trabajo a muchos desdichados redactores de anuncios cuyas vidas dependerán por entero de mí. ¿Tuvo Tolstoi alguna vez eso? ¿Lo tiene Del Rey?
    Yo no podía dar crédito a lo que oía.
    —Y, después de lo que he hecho por ti, ¿no me darás ni un mísero centavo, simplemente por una sola palabra de nuestro solemne contrato?
    —¿Has probado tú alguna vez a escribir, George? Porque yo mismo no podría haber expresado con palabras más clara y sucintamente la situación. Mis principios me supeditan a la letra del contrato, y yo soy un hombre de principios.
    Su postura se mantenía inalterable, y comprendí que de nada serviría sacar a colación la cuestión de los once dólares que yo había gastado en nuestra última comida juntos. Por no decir nada de los veinticinco centavos de propina.
    George se puso en pie y se marchó en un estado tal de histriónica desesperación, que no me atreví a sugerirle que primero pagase la mitad que le correspondía de las bebidas. Pedí la cuenta y observé que ascendía a veintidós dólares.
    Admiré la escrupulosa aritmética de George para resarcirse, y me sentí obligado a dejar cincuenta centavos de propina.


    EL MAL QUE HACE LA BEBIDA
    —Sería difícil evaluar el mal que hace la bebida —dijo George, con un suspiro fuertemente alcohólico.
    —No, si fueses abstemio —repuse.
    Me miró fijamente, con una expresión mezcla de reproche y de indignación en sus claros ojos azules.
    —¿Cuándo no lo he sido? —preguntó.
    —Desde que naciste —respondí; luego, comprendiendo que estaba siendo injusto con él, me apresuré a rectificar—. Desde que te destetaron.
    —Supongo —dijo George—, que ése es uno de tus ineficaces intentos de humorismo.
    Y, con aire totalmente abstraído, se llevó mi bebida a los labios, tomó un sorbo y la volvió a dejar sobre la mesa, sujetándola con garra de hierro.
    Lo dejé pasar. Quitarle una bebida a George era algo muy similar a quitarle un hueso a un bulldog hambriento.
    —Al formular mi observación —dijo, estaba pensando en una joven por la que me sentía muy interesado, de forma puramente paternal, y que se llamaba Ishtar Mistik.
    —Un nombre poco corriente —comenté.
    —Pero apropiado, pues Ishtar es el nombre de la diosa babilónica del amor, y una verdadera diosa del amor es lo que era Ishtar Mistik..., en potencia al menos.
    Ishtar Mistik (dijo George) era lo que se dice un hermoso ejemplar de mujer si uno tuviera una tendencia congénita a las descripciones incompletas. Su rostro era bello en el sentido clásico, con la perfección impresa en cada uno de sus rasgos, y se hallaba coronado por una aureola de dorados cabellos, tan delicados y rutilantes que semejaban un halo. Su cuerpo sólo podría ser descrito como afrodisíaco: ondulante y hermoso, una combinación de firmeza y ductilidad encerrada en una suave perfección.
    Tu sucia mente tal vez induzca a preguntarte cómo es que conozco también la cualidad táctil de sus encantos, pero te aseguro que se trata de una valoración a distancia que yo puedo realizar gracias a mi experiencia general en tales cuestiones, y no por ninguna observación directa en este caso concreto.
    Completamente vestida, componía una imagen más espléndida que ninguna de las que suelen presentar las revistas dedicadas a este tipo de artísticas perspectivas. Una cintura estrecha, coronada y cimentada por una doble suculencia que no podrías imaginar sin haberla visto; piernas largas, brazos airosos, movimientos embelesadores.
    Y a pesar de que difícilmente podría pedirse más a semejante perfección física, Ishtar tenía además una mente aguda y flexible, había terminado sus estudios en la Universidad de Columbia con un magna curtí laude..., aunque cabe suponer que el profesor universitario medio, al otorgar la licenciatura a Ishtar Mistik, podría sentirse inclinado a concederle el beneficio de la duda. Como tú también eres profesor, mi querido amigo -y lo digo sin ánimo de herir tus sentimientos-, no puedo por menos de tener una paupérrima opinión de la profesión en general.
    Con todo esto, uno habría pensado que Ishtar tendría muchos hombres entre los que elegir e, incluso, que podría ir renovando su elección cada día. De hecho, yo había pensado alguna que otra vez que si llegara a elegirme a mí, me esforzaría por hacer frente al desafío, llevado de mi caballerosa consideración hacia el bello sexo, pero debo reconocer que no me atrevía a ponérselo de manifiesto.
    Pues si Ishtar tenía un pequeño defecto, éste consistía en que ella resultaba una criatura un tanto intimidante. Su estatura rebasaba el metro ochenta, poseía una voz que, cuando se conmovía, parecía más bien un toque de trompeta, y se sabía que en cierta ocasión se había vuelto contra un individuo bastante corpulento que, incautamente, había intentado tomarse ciertas libertades con ella, levantándole en el aire y arrojándole al otro lado de la carretera, bastante ancha, hasta hacerle chocar contra una farola. El hombre pasó seis meses en el hospital.
    La población masculina mostraba una cierta renuencia a entablar relaciones con ella, ni aun del tipo más respetuoso. El innegable impulso que se sentía, siempre resultaba abortado por una largo reflexión acerca de si en realidad no había riesgos físicos al intentarlo. Incluso yo mismo -por otra parte, valiente como un león, como sabes que soy-, me encontré pensando en la posibilidad de acabar con varios huesos rotos. Así, por acuñar una frase, la conciencia nos hace cobardes a todos.
    Ishtar estaba al corriente de la situación, y una vez se lamentó amargamente de ella conmigo. Recuerdo muy bien la ocasión: era un magnífico día de primavera, y nos hallábamos sentados en un banco de Central Park. Recuerdo que en aquella ocasión no menos de tres hombres que hacían deporte por el parque no tomaron bien una curva al volverse para mirar a Ishtar y terminaron dándose de narices contra un árbol.
    —Es probable que permanezca virgen toda mi vida —dijo, mientras le temblaba su deliciosamente curvado labio inferior—. Nadie parece interesarse en mí, nadie en absoluto. Y pronto cumpliré veinticinco años.
    —Verás..., querida —dije, alargando con cierta cautela la mano para darle unas palmaditas en la suya—, debes comprender que los jóvenes se sienten atemorizados ante tu perfección física y no se consideran dignos de ti.
    —Eso es ridículo —exclamó ella, con voz lo suficientemente fuerte como para que varios lejanos transeúntes se volvieran inquisitivamente en nuestra dirección—. Lo que estás tratando de decir es que se asustan de mí. Hay algo en la forma en que esos imbéciles me miran cuando somos presentados, y se frotan los nudillos cuando nos damos la mano, que me indica que no sucederá nada. Se limitan a decir «encantado de conocerte» y se alejan rápidamente.
    —Tienes que darle ánimos, mi querida Ishtar. Debes considerar al hombre como una frágil flor que sólo puede florecer adecuadamente bajo el cálido sol de tu sonrisa. De alguna manera debes darle a entender que eres receptiva a sus avances y abstenerte de todo intento de agarrarle por el cuello de la chaqueta y el fondo de los pantalones y estrellarle la cabeza contra la pared.
    —Nunca he hecho eso —exclamó, indignada—. Bueno, casi nunca. ¿Y cómo diablos esperas que indique que soy receptiva? Ya sonrío y digo: «¿Cómo estás?», y siempre comento: «Hace un día espléndido», aunque no lo haga.
    —No es suficiente, querida. Debes coger el brazo de un hombre y ponerlo suavemente bajo el tuyo. Podrías pellizcarle la mejilla, acariciarle el pelo, mordisquearle delicadamente las puntas de los dedos. Pequeñas cosas como ésas evidencian un interés, cierta disposición por tu parte a entregarte a besos y abrazos amistosos.
    Ishtar pareció horrorizada.
    —Yo no podría hacer eso. Sencillamente, no podría. He recibido una educación muy rigurosa. Me es imposible comportarme de ninguna manera que no sea la forma más correcta. Debe ser el hombre quien tome la iniciativa, y aun en ese caso, debo frenarle tan enérgicamente como pueda. Mi madre siempre me enseñó eso.
    —Pero, Ishtar, hazlo cuando tu madre no esté mirando.
    —No podría. Soy demasiado..., demasiado inhibida. ¿Por qué no puede un hombre simplemente..., simplemente venir a mí?
    Se ruborizó a consecuencia de algún pensamiento que debió de cruzar su mente al pronunciar aquellas palabras, y se llevó al corazón su grande pero perfectamente moldeada mano. (Vagamente me pregunté si sabía lo privilegiada que era su mano en esos momentos.)
    Creo que fue la palabra «inhibida» lo que me dio la idea.
    —Ishtar, hija mía —le dije—, ya lo tengo. Debes tomar bebidas alcohólicas. Algunas tienen un sabor muy agradable y producen un saludable efecto vigorizante. Si invitases a un joven a tomar contigo varios saltamontes, o margaritas, o cualquiera de una docena de bebidas que podría mencionar, te encontrarías con que tus inhibiciones disminuían rápidamente, y también las de él. Se atrevería a hacerte proposiciones que ningún caballero debería hacer a una dama, y tú, por tu parte, le soltarías una risita y le sugerirías una visita a un hotel que tú conoces y donde no te encontraría tu madre.
    Ishtar suspiró y dijo:
    —Eso sería maravilloso, pero no daría resultado.
    —Ya lo creo que sí. Casi cualquier hombre estaría encantado de tomar una copa contigo. Si vacila, ofrécete a pagar tu misma la cuenta. Ningún hombre que valga algo rechazaría una copa cuando una dama se ofrece a...
    —No es eso —me interrumpió—. El problema está en mí. Yo no puedo beber.
    Jamás había oído nada semejante.
    —Basta con que abras la boca, querida...
    —Ya lo sé. Puedo beber..., o sea, tragar el líquido. La cuestión es el efecto que me produce. Me deja completamente aturdida.
    —Pues no bebas tanto...
    —Una sola copa me aturde, salvo cuando me marea y vomito. Lo he intentado montones de veces, y, sencillamente, no puedo tomar más de una copa, y una vez que las he tomado, en realidad ya no estoy de humor para..., ya sabes. Yo creo que es un defecto de mi metabolismo, pero mi madre dice que es un don del cielo destinado a conservarme virtuosa frente a las argucias de hombres perversos que tratarían de privarme de mi pureza.
    Debo confesar que me quedé casi sin habla ante la idea de alguien que encontrara realmente algún mérito en la incapacidad para gozar de los placeres de la uva. Sin embargo, el pensamiento de semejante perversión robusteció mi audacia y me situó en un estado tal de indiferencia al peligro que apreté con fuerza el mórbido brazo de Ishtar y dije:
    —Hija mía, déjamelo a mí. Yo lo arreglaré todo.
    Sabía exactamente lo que tenía que hacer.
    Sin duda, nunca te he hablado de mi amigo Azazel, ya que sobre este punto soy de una discreción absoluta..., veo que vas a asegurar que le conoces, y, teniendo en cuenta tu conocido historial de violador de la verdad —si puedo decirlo sin ánimo de turbarte—, no me sorprende.
    Azazel es un demonio dotado de poderes mágicos. Un pequeño demonio. De hecho, sólo tiene dos centímetros de estatura. No obstante, eso es bueno, porque le hace sentirse ansioso por demostrar su valía y capacidad a alguien como yo, a quien se complace en considerar un ser inferior.
    Como siempre, respondió a mi llamada, aunque es inútil que esperes que te dé detalles del método que utilizo para obtener su presencia. Controlarle, sería una tarea superior a las posibilidades de tu encanijado cerebro, dicho sea sin ánimo de ofender.
    Llegó bastante malhumorado. Al parecer, estaba contemplando alguna clase de acontecimiento deportivo en el que había apostado cerca de cien mil zakinis, y parecía un poco contrariado por no poder presenciar el resultado. Yo le indiqué que el dinero no era más que basura y que él había sido puesto en este Universo para ayudar a inteligencias que lo necesitasen y no para acumular despreciables zakinis, que, de todos modos, perdería en la próxima apuesta, aunque los ganase ahora, lo cual era dudoso.
    En un principio, estos razonables e incontrovertibles argumentos no contribuyeron en absoluto a calmar a la miserable criatura, cuya característica predominante es una tendencia un tanto desagradable hacia el egoísmo, de modo que le ofrecí una moneda de veinticinco centavos. Tengo entendido que el aluminio es el medio de cambio utilizado en su mundo, y, si bien no es mi intención inducirle a esperar una compensación material por la insignificante ayuda que podría dispensarme, deduje que los veinticinco centavos eran para él algo más de cien zakinis, ya que reconoció noblemente que mis preocupaciones eran más importantes que las suyas. Como yo digo siempre: la fuerza de la razón no puede por menos de acabar por imponerse.
    Le expliqué el problema de Ishtar, y Azazel dijo:
    —Por una vez, me planteas un problema razonable.
    —Naturalmente— respondí—. Al fin y al cabo, como sabes, no soy un hombre irrazonable. Sólo necesito salirme con la mía para sentirme satisfecho.
    —Sí —dijo Azazel—, Tu miserable especie no metaboliza eficientemente el alcohol, por lo que se acumula en la corriente sanguínea productos intermedios que producen varios desagradables síntomas asociados con la intoxicación..., palabra que, apropiadamente, se deriva, según me indican mis estudios de vuestros diccionarios, de los vocablos griegos que significan «veneno interior»
    Solté una risita. En la actualidad, los griegos, como sabes, mezclan el vino con resina, y los antiguos griegos lo mezclaban con agua. No es extraño que hablasen de «veneno interior» cuando habían envenenado el vino antes de beberlo.
    Azazel continuó:
    —Bastará con ajustar apropiadamente las enzimas para que ella metabolice de modo rápido y certero el alcohol hasta la fase del fragmento de dos carbonos, que es la encrucijada metabólica para la grasa, el carbohidrato y el metabolismo proteínico, y entonces no habrá absolutamente ninguna muestra de intoxicación. Así, el alcohol se convertirá para ella en un saludable alimento.
    —Necesitamos algo de intoxicación, Azazel; lo suficiente como para que se produzca una sana indiferencia con respecto a las necias estructuras aprendidas en las rodillas maternas.
    Pareció comprenderme en seguida.
    —Ah, sí; sé cómo son las madres. Recuerdo que mi tercera madre me decía: «Azazel, nunca debes cerrar tus membranas nictitantes delante de una joven maloba», y cómo puede uno...
    Volví a interrumpirle.
    —¿Puedes arreglar las cosas para que se dé una pequeña acumulación de productos intermedios, a fin de que se produzca sólo un poco de alegría?
    —Sin ninguna dificultad —respondió Azazel, y con una repulsiva muestra de codicia, acarició la moneda que yo le había dado, la cual, puesta de canto, era más alta que él.
    No tuve oportunidad de poner a prueba a Ishtar hasta más o menos una semana después. Fue en el bar de un hotel del barrio comercial de la ciudad, donde ella iluminaba el establecimiento hasta el punto de que varios clientes se pusieron gafas oscuras para mirarla.
    Ella soltó una risita.
    —¿Qué estamos haciendo aquí? Sabes que no puedo beber.
    —Pero esto no será nada fuerte, querida. Es sólo zumo de menta. Te gustará.
    Previamente me había puesto de acuerdo con el camarero, y le hice una seña para que sirviese un saltamontes.
    Ella lo sorbió delicadamente y dijo:
    —Oh, está bueno.
    Luego, se recostó y lo dejó resbalar por la garganta con abandono. Se pasó la punta de su hermosa lengua por sus igualmente hermosos labios y dijo:
    —¿Puedo tomar otro?
    —Desde luego —respondí alegremente—. Bueno, lo podrías tomar si no fuese por él hecho de que, estúpidamente, he olvidado la cartera...
    —Oh, yo pagaré. Tengo montones de dinero.
    Siempre he dicho que una mujer hermosa nunca está a tanta altura como cuando se agacha para sacar una cartera del bolso que tiene entre los pies.
    En esas circunstancias, bebimos abundantemente; por lo menos ella. Tomó otro saltamontes, luego un vodka, a continuación un whisky doble con soda y varias otras cosas, y después de haber bebido todo, no mostraba absolutamente ninguna señal de intoxicación, aunque su atractiva sonrisa era más intoxicadora que nada de cuanto había ingerido.
    —Me siento cálida y pictórica —dijo—, y dispuesta, ya sabes lo que quiero decir.
    Creía saberlo, pero no quería apresurarme a sacar conclusiones.
    —Me parece que no le gustaría a tu madre. (Poniéndola a prueba.)
    —¿Qué sabe mi madre de ello? —exclamó—. ¡Nadal ¿Y qué va a saber? Nada.
    Me miró especulativamente y, luego, se inclinó, cogió mi mano y se la llevó a sus perfectos labios.
    —¿Adonde podemos ir? —dijo.
    Bueno, amigo mío, creo que ya sabes lo que pienso sobre este aspecto. No es probable que yo rechace a una dama joven que con anhelante cortesía me pide un sencillo favor. Se me ha educado para portarme siempre como un caballero. Sin embargo, en esta ocasión, se me ocurrieron varias cosas.
    En primer lugar, aunque te cueste creerlo, he rebasado ligeramente -sólo ligeramente- mis mejores tiempos, y una mujer tan joven y tan fuerte como Ishtar podría tardar algún tiempo en satisfacerse, ya sabes lo que quiero decir. En segundo lugar, si después recordaba lo sucedido y decidía sentirse ofendida y considerar que yo me había aprovechado de ella, las consecuencias podrían ser harto desagradables. Ella era una criatura impulsiva, y podría romper un puñado de huesos antes de que yo tuviera oportunidad de explicarme.
    Así, pues, sugerí que fuéramos andando a mi apartamento, y tomé el camino más largo. El aire fresco de la noche despejó su cabeza, y me vi a salvo.
    Otros no se vieron a salvo. Más de un joven vino a hablarme de Ishtar, pues, como sabes, hay algo en la afable dignidad de mi porte que invita a la confidencia. Desgraciadamente, eso nunca sucedía en un bar, pues los hombres en cuestión parecían rehuir los bares, al menos por algún tiempo. Por lo general, habían intentado beber lo mismo que Ishtar -durante un rato-, con resultados desdichados.
    —Estoy completamente seguro —decía uno de ellos— de que tenía un tubo oculto que iba desde la comisura de sus labios hasta un barril colocado bajo la mesa. No obstante, si crees que eso era algo, tenías que haber estado allí después.
    El pobre hombre estaba macilento por el horror de la experiencia. Trató de explicármelo, pero sus palabras resultaban casi incoherentes.
    —Las exigencias —repetía una y otra vez—. ¡Insaciable! ¡Insaciable!
    Me alegré de haber tenido el buen sentido de evitar algo a lo que algunos hombres en la flor de su juventud apenas si habían logrado sobrevivir.
    Como comprenderás, por ese entonces, no solía ver mucho a Ishtar. Ella se encontraba muy ocupada..., pero me daba cuenta de que estaba consumiendo a un ritmo vertiginoso las existencias de hombres núbiles. Tarde o temprano tendría que ampliar su radio de acción. Fue temprano.
    Se reunió conmigo una mañana, cuando se disponía a salir para el aeropuerto. Estaba más zaftig que nunca, más neumática, más impresionante en todas las medidas posibles. Nada de lo que había pasado parecía haberla afectado, excepto para más y mejor.
    Sacó su botella del bolso.
    —Ron —dijo—. Es lo que beben en el Caribe, y es una bebida suave y agradable.
    —¿Te vas al Caribe, querida?
    —Oh, sí, y a otros sitios. Los hombres de aquí parecen tener poca resistencia y espíritu débil. Me siento muy decepcionada de ellos, aunque ha habido momentos muy excitantes. Te estoy muy agradecida, George, por haberlo hecho posible. Parece que todo empezó cuando me ofreciste aquel zumo de menta. Pienso que no está bien que tú y yo no hayamos...
    —Tonterías, querida. Yo trabajo para la Humanidad. Nunca pienso en mí.
    Me dio un beso en la mejilla que quemaba como ácido sulfúrico, y se fue. Me enjugué la frente con gran alivio; no obstante, me halagaba el hecho de que, por una vez, mi petición a Azazel hubiera dado lugar a algo que había terminado felizmente, pues Ishtar, que, por herencia, era rica y por lo tanto independiente, ahora podía entregarse indefinidamente y sin daño a sus sencillos entusiasmos por los placeres alcohólicos y masculinos.
    Eso creía yo, al menos.
    No volví a tener noticias de ella hasta que hubo transcurrido más de un año. Había regresado a la ciudad, y me telefoneó. Tardé un rato en darme cuenta de quién era. Se encontraba histérica.
    —Mi vida está acabada —me gritó—. Ni siquiera mi madre me quiere ya. No puedo comprender cómo ha sucedido, pero estoy segura de que tú tienes la culpa. Si no me hubieras ofrecido aquel zumo de menta, sé que nada de esto habría ocurrido jamás.
    —Pero, ¿qué ha sucedido, querida? —pregunté con voz trémula. Una Ishtar que estuviese furiosa conmigo no sería una Ishtar a la que uno pudiera acercarse sin peligro.
    —Ven aquí. Te lo enseñaré.
    Mi curiosidad algún día será mi perdición. Aquel día estuvo a punto de serlo. No pude resistir el impulso de ir a su mansión, situada en las afueras de la ciudad. Prudentemente, dejé detrás de mí abierta la puerta principal. Cuando ella se me acercó, empuñando un cuchillo de carnicero, di media vuelta y huí a una velocidad de la que me habría sentido orgullo en mis años mozos. Afortunadamente, no se hallaba en condiciones de seguirme, dado su estado.
    Volvió a marcharse de la ciudad poco después y, que yo sepa, desde entonces no ha regresado. Vivo con el constante temor de que regrese algún día. Las Ishtar Mistiks de este mundo no olvidan.
    George parecía pensar que había llegado al final de la historia.
    —Pero, ¿qué ocurrió? —pregunté.
    —¿No lo comprendes? Su química corporal había sido regulada para convertir, de manera muy eficiente, el alcohol en el fragmento de dos carbonos que era la encrucijada del carbohidrato, la grasa y el metabolismo proteínico. El alcohol era para ella un saludable alimento. Bebía como una esponja de un metro ochenta..., increíblemente, y todo descendía a lo largo de la cadena metabólica hasta el fragmento de dos carbonos, y desde allí, ascendía por la cadena metabólica hasta la grasa. En una palabra, había engordado; en dos palabras, se había vuelto repulsivamente obesa. Toda su espléndida belleza se había dilatado y estallado en capa tras capa de sebo.
    George meneó la cabeza, con una mezcla de horror y pesadumbre; luego, dijo:
    —Sería difícil evaluar el mal que hace la bebida.


    TIEMPO PARA ESCRIBIR
    —En una ocasión conocí a alguien que era un poco como tú —dijo George.
    Nos hallábamos sentados a una mesa, junto a la ventana del pequeño restaurante en donde almorzábamos, y George estaba mirando pensativamente al exterior.
    —Es sorprendente —comenté—. Yo habría pensado que era único.
    —Así es —dijo George—. El hombre al que me refiero tan sólo era un poco como tú. Por tu capacidad para garrapatear páginas y páginas sin que en ello intervenga para nada el cerebro, realmente eres un caso único.
    —La verdad —dije— es que utilizo un procesador de textos.
    —Uso la palabra «garrapatear» —replicó altivamente George— en lo que un verdadero escritor entendería como sentido metafórico. —Dejó por unos momentos de tomar su batido de chocolate para suspirar dramáticamente.
    Conocía la señal.
    —Vas a contarme una de tus fantasías acerca de Azazel, ¿verdad, George?
    Me lanzó una mirada desdeñosa.
    —Tú has estado dejando volar tu fantasía durante tanto tiempo y tan fláccidamente que no conoces el sonido de la verdad cuando la oyes. Pero no importa. Es una historia demasiado triste para contártela.
    —Salvo que vas a contármela de todos modos, ¿no?
    George suspiró de nuevo.
    Esa parada de autobús (dijo George) me recuerda a Mordecai Sims, que se ganaba la vida modestamente produciendo resmas y resmas de abigarrada literatura. No tantas como tú, desde luego, ni tan horrible, que es por lo único que se te parece un poco. Para hacerle justicia, yo de vez en cuando leía algo de lo que escribía, y lo encontraba bastante pasable. Sin ánimo de herir tus sentimientos, tú nunca has alcanzado ese nivel..., al menos, según lo que tengo oído, pues nunca he caído tan bajo como para leerte personalmente.
    Mordecai se diferenciaba de ti en otro aspecto: era terriblemente impaciente. Mírate en aquel espejo, suponiendo que no tengas inconveniente en que se te haga presente el aspecto que ofreces, y observa cómo estás sentado descuidadamente, con un brazo sobre el respaldo de la silla y el resto del cuerpo despreocupadamente derrumbado. Al verte, uno nunca pensaría que albergases la más mínima inquietud por el hecho de si acabarás produciendo tu cupo diario de papel mecanografiado de cualquier manera.
    Mordecai no era así. Siempre tenía conciencia de sus plazos de entrega, que se hallaba en perpetuo peligro de no poder cumplir.
    En aquellos tiempos, yo solía almorzar regularmente con él todos los martes, y Mordecai propendía a hacer de ello una experiencia horrible con su parloteo. “Tengo que poner esta obra en el correo mañana por la mañana, a más tardar —decía—, y antes tengo que revisar otra, y no dispongo de tiempo. ¿Dónde diablos está esa cuenta? ¿Por qué no aparece el camarero? ¿Qué están haciendo en la cocina? ¿Celebrar campeonatos de natación en la salsa?”
    Siempre se sentía particularmente impaciente con respecto a la cuenta, y yo temía que pudiera marcharse, dejándome a mí la tarea de liquidarla. Para ser justos, he de hacer constar que jamás sucedió tal cosa; no obstante, el pensamiento de que podría ocurrir, solía echarme a perder .el almuerzo.
    Pero mira esa parada de autobús. Llevo quince minutos fijándome en ella. Observarás que no ha llegado ningún autobús y que es un día ventoso con un frío casi invernal ya en el aire. Lo que vemos son cuellos de chaqueta levantados, manos metidas en los bolsillos, narices enrojecidas o azuladas, pies que golpean el suelo para entrar en calor. Sin embargo, no observarás ninguna rebelión en las colas, ningún puño alzado coléricamente hacia el cielo. Todos los que esperan ahí. han sido reducidos a la pasividad por la injusticia de la vida.
    No era ése el caso de Mordecai Sims. Si él se encontrase en esa cola del autobús, estaría precipitándose continuamente a la carretera para otear el horizonte lejano en busca de algún indicio de un vehículo; estaría gruñendo, rezongando y agitando los brazos; estaría instigando a realizar una marcha masiva sobre el Ayuntamiento. En resumen, estaría vaciando de adrenalina sus glándulas suprarrenales.
    Muchas veces se dirigía a mí con sus quejas, atraído, como les suele ocurrir a numerosas personas, por mi sosegado aire de competencia y comprensión.
    —Yo soy un hombre ocupado —decía rápidamente. Siempre hablaba rápidamente—. Es una vergüenza, un escándalo y un crimen la forma en que el mundo conspira contra mí. El otro día tuve que ir a un hospital para someterme a varios análisis rutinarios..., sólo Dios sabe por qué, salvo que mi médico, neciamente, piensa que tiene que ganarse la vida; y se me dijo que fuera a las 9:40 de la mañana a tal y tal mostrador.
    »Llegué a las 9:40 en punto, naturalmente, y en el mostrador en cuestión había un letrero que decía: “Abierto desde las 9:30 horas”. Eso es lo que decía, George, en perfecto inglés y con todas las letras. Sin embargo, detrás del mostrador no había nadie. Consulté mi reloj y pregunté a un individuo de aire lo bastante patibulario como para ser ayudante de hospital:
    »—¿Dónde se encuentra el abominable villano que debería estar detrás de ese mostrador?
    »—No ha llegado aún —respondió el bastardo bellaco.
    »—Aquí dice que esto abre a las 9:30.
    »—Supongo que tarde o temprano alguien vendrá —dijo, con depravada indiferencia.
    »Después de todo, era un hospital. Me podría estar muriendo. ¿Le importaba a alguien? ¡No! Yo tenía un plazo límite para la entrega de un importante artículo, al que había dedicado esfuerzos agotadores y con el que ganaría dinero suficiente para pagar la factura de mi médico (suponiendo que no tuviese nada mejor en que gastarlo, lo cual no era probable). ¿Le importaba a alguien? ¡No! Sólo a las 10:04 apareció alguien, y cuando me precipité al mostrador, el tipo me miró altivamente y dijo: “Tendrá que esperar su turno”.
    Mordecai estaba lleno de historias como ésa; de baterías de ascensores, todos y cada uno de los cuales subían lentamente mientras él esperaba en el vestíbulo; de personas que almorzaban de doce a una y media y comenzaban el miércoles sus fines de semana de cuatro días siempre que él necesitaba consultarlas.
    —No entiendo por qué alguien se molestó en inventar el tiempo, George —decía—. Es sólo un instrumento para hacer posible la formación de nuevos métodos de despilfarro. ¿Te das cuenta de que si pudiera convertir en tiempo para escribir las horas que debo pasar esperando por conveniencia de diversos e insolentes bergantes, podría incrementar mi rendimiento entre un diez y un veinte por ciento? ¿Te das cuenta, además, de que, pese a la criminal tacañería de los editores, eso significaría un correlativo aumento de mis ingresos...? ¿Dónde está mi maldita cuenta?
    No pude por menos de pensar que sería una buena acción ayudarle a aumentar sus ingresos, ya que él tenía por costumbre elegir locales sumamente distinguí- dos en donde cenar, y eso me confortaba el corazón. No, no como éste, amigo mío. Tu gusto queda muy por debajo de lo que debería ser, como, tengo entendido, puede decirse también de lo que escribes.
    En consecuencia, puse en marcha mi poderosa mente para encontrar alguna forma de ayudarle.
    No pensé inmediatamente en Azazel. Por entonces, aún no me había acostumbrado a él; al fin y al cabo, un demonio de dos centímetros de estatura se sale un poco de lo corriente.
    No obstante, finalmente se me ocurrió que tal vez Azazel podría hacer algo para darle a alguien más tiempo para escribir. No parecía probable, y quizá sólo le estuviera haciendo perder el tiempo, pero, ¿qué es el tiempo para una criatura ultraterrena?
    Di curso a la necesaria rutina de antiguos ensalmos y conjuros para llamarle, desde dondequiera que venga, y llegó dormido. Tenía cerrados los diminutos ojos y emitía un agudo zumbido, que ascendía y descendía de forma irregular y desagradable. Podría haber sido el equivalente de un ronquido humano.
    Yo no estaba seguro de cómo debía despertarle, al final decidí dejarle caer una gota de agua sobre el estómago. Tenía un abdomen perfectamente esférico, ¿sabes?, como si se hubiera tragado una canica. No tengo la más mínima idea de si eso es lo normal en su mundo; sin embargo, una vez que se lo mencioné, quiso saber qué era una canica, y cuando se lo expliqué, amenazó con zapumiclarme. Yo no sabía lo que quería decir, pero por el tono de su voz deduje que se trataba de algo desagradable.
    La gota de agua le despertó, y se mostró absurdamente irritado. Se puso a hablar de que había estado á punto de ahogarse y entró en tediosos detalles con respecto al método adecuado para despertar a alguien en su mundo. Era algo acerca de danzas, pétalos de flores, dulces instrumentos musicales y la caricia de los dedos de seductoras doncellas danzantes. Yo le dije que en nuestro mundo nos limitábamos a dirigirnos unos a otros los chorros de sendas mangas de riego, y él formuló alguna observación sobre salvajes ignorantes; por último, se calmó lo suficiente como para permitirme que le hablara de cosas serias.
    Le expliqué la situación y pensé que, sin más historia, diría unas cuantas palabras en jerga y eso sería todo.
    No hizo tal cosa. En su lugar, me miró gravemente y dijo:
    —Me estás pidiendo que interfiera en el funcionamiento de las leyes de la probabilidad.
    Me agradó que se hubiera hecho cargo de la situación.
    —Exactamente —respondí.
    —Pero eso no es fácil —dijo.
    —Claro que no —repuse—. ¿Te pediría que lo hicieses si fuese fácil? En ese caso lo haría yo mismo. Sólo cuando no es fácil tengo que recurrir a alguien tan grandiosamente superior como tú.
    Nauseabundo, desde luego, pero esencial cuando se trata con un demonio que es tan sensible con respecto a su estatura como en lo que tiene que ver con la redondez de su vientre.
    Pareció complacido con mi lógica y dijo:
    —Bueno, no he dicho que sea imposible.
    —Excelente.
    —Sería preciso realizar un ajuste del continuo de Jinwhipper de tu mundo.
    —Exactamente. Me has quitado las palabras de la boca.
    —Lo que tendré que hacer es introducir unos cuantos nódulos en la interconexión del continuo con tu amigo, el de los plazos límite. A propósito, ¿qué son los plazos límite?
    Traté de explicárselo, y él dijo, con un leve suspiro:
    —Ah, sí, nosotros tenemos cosas de ésas en nuestras demostraciones, más etéreas, de afecto. Si te permites pasar un límite, las encantadoras criaturas no te dejarán conocer el final. Recuerdo una vez...
    No obstante, te ahorraré los sórdidos detalles de su insignificante vida sexual.
    —La cuestión es —dijo finalmente— que, una vez que introduzca los nódulos, ya no podré deshacerlos.
    —¿Por qué no?
    Con rebuscada despreocupación, Azazel dijo:
    —Me temo que es teóricamente imposible.
    No le creí. Era sólo que aquel miserable incompetente no sabía cómo hacerlo. Sin embargo, como era lo bastante competente como para hacerme la vida imposible, no le comuniqué que me había dado cuenta de su ineptitud, sino que me limité a decir:
    —No será necesario. Mordecai está deseoso de encontrar más tiempo para escribir, y una vez que lo tenga, quedará definitivamente satisfecho.
    —En ese caso, lo haré.
    Estuvo realizando pases con las manos durante largo rato. Parecían los ademanes que haría cualquier mago, salvo que sus manos daban la impresión de vibrar y volverse invisibles de vez en cuando, a intervalos más o menos largos. Claro que sus manos eran tan pequeñas que resultaba difícil decir si eran o no visibles en circunstancias normales.
    —¿Qué estás haciendo? —pregunté, pero Azazel meneó la cabeza, y sus labios se movieron como si estuviera contando.
    Luego, aparentemente agotado, se tendió sobre la mesa y jadeó.
    —¿Ya está? —pregunté.
    Asintió con la cabeza y dijo:
    —Espero que comprendas que he tenido que deducir su coeficiente de entropía más o menos de manera permanente.
    —¿Qué significa eso?
    —Significa que las cosas serán un poco más ordenadas a su alrededor de lo que uno sospecharía.
    —No hay nada malo en ser ordenado —dije. (Quizá no lo creas, amigo mío, pero siempre he sido partidario del orden. Llevo una minuciosa lista de cada centavo que te debo. Los detalles figuran en innumerables trozos de papel esparcidos aquí y allá en mi apartamento. Puedes tenerlos cuando quieras.)
    —Claro que no hay nada malo en ser ordenado —dijo Azazel—; Lo único es que en realidad no se puede infringir la segunda ley de la termodinámica. Eso supone que, para restaurar el equilibrio, en otra parte las cosas serán un poco menos ordenadas.
    —¿En qué aspecto? —pregunté, comprobando mi cremallera. (La precaución nunca está de más.)
    —En varios, la mayoría imperceptibles. Yo he dispersado el efecto por todo el sistema solar, así que habrá unas cuantas colisiones de asteroides más de las que se habrían producido normalmente, unas cuantas erupciones más en lo, etcétera. Sobre todo, el Sol se verá afectado.
    —¿Cómo?
    —Yo calculo que su calor aumentará lo suficiente como para hacer imposible la vida sobre la Tierra unos dos millones y medio de años antes que si yo no hubiera introducido los nódulos en el continuo.
    Me encogí de hombros. ¿Qué son unos pocos millones de años cuando se trata de que alguien recoja las cuentas de mis almuerzos con esa alegre disposición tan agradable de ver?
    Pasó como una semana antes de que volviera a almorzar con Mordecai. Parecía bastante excitado mientras dejaba su abrigo en el guardarropa, y cuando llegó a la mesa en donde yo le esperaba pacientemente con mi ropa, me dirigió una radiante sonrisa.
    —He tenido una semana extraordinaria, George —dijo.
    Levantó la mano sin mirar y no pareció en absoluto sorprendido cuando le pusieron delante la carta. Y fíjate que se trataba de un restaurante en el que los camareros, gente altiva e imperiosa, no entregaban la carta sin una solicitud poí triplicado que hubiera sido visada por el gerente.
    —Todo ha ido como la seda, George —dijo Mordecai.
    Contuve una sonrisa.
    —¿De veras?
    —Cuando entro en el Banco, hay una ventanilla libre y un sonriente cajero en ella. Cuando voy a la oficina de Correos, hay una ventanilla libre y..., bueno, supongo que no se puede esperar que un empleado de Correos sonría, pero, al menos, me certificó una carta sin soltar apenas ningún gruñido. Los autobuses se acercan en cuanto yo llego, y ayer no hice más que levantar la mano en la hora punta, cuando un taxi torció hacia mí y se detuvo a mi lado. Y además era uno de los taxis escaqueados. Cuando le pedí que me llevara al cruce de la Quinta y Cuarenta y Nueve, lo hizo con evidentes señales de conocer la situación de las calles de la ciudad. Incluso hablaba inglés. ¿Qué te gustaría tomar, George?
    Un vistazo a la carta fue suficiente. Al parecer, las cosas estaban arregladas de modo que ni siquiera yo le originase ninguna demora. Entonces, Mordecai dejó a un lado su carta y procedió a encargar rápidamente nuestros platos. Noté que ni siquiera levantó la vista para ver si realmente había un camarero a su lado. Ya se había acostumbrado a dar por supuesto que habría uno.
    Y lo había.
    El camarero se frotó las manos, se inclinó y procedió a servir la comida con celeridad, elegancia y eficiencia.
    —Al parecer —dije—, tenemos una sorprendente racha de suerte, Mordecai, amigo mío. ¿Cómo te lo explicas?
    Debo confesar que por un instante pensé que podría hacerle creer que yo era el responsable. Después de todo, a buen seguro que, si lo supiera, derramaría sobre mí una lluvia de oro, o, en estos envilecidos tiempos, de papel.
    —Muy sencillo —respondió, sujetándose la servilleta en el cuello de la camisa y agarrando con decisión el cuchillo y el tenedor, pues, aun con todas sus virtudes, Mordecai no es precisamente lo que se dice un comensal refinado—. No tiene nada que ver con la suerte. Es el resultado inevitable del funcionamiento del azar.
    —¿Del azar? —exclamé con indignación.
    —Ciertamente —respondió Mordecai—. Me he pasado toda la vida soportando la más desdichada serie de entorpecimientos y retrasos que el mundo haya visto jamás. Las leyes del azar exigen que este constante cúmulo de infortunio sea compensado, y eso es lo que ahora está ocurriendo, y lo que debe seguir ocurriendo durante el resto de mi. vida. Así lo espero. Tengo esa confianza. Todo se está equilibrando. —Se inclinó hacia delante y me dio unos golpecitos en el pecho de forma sumamente desagradable—. Puedes estar seguro. No se pueden desafiar las leyes de la probabilidad.
    Se pasó toda la comida soltándome una conferencia sobre las leyes de la probabilidad, acerca de las cuales estoy seguro de que sabía tan poco como tú.
    —Sin duda, todo eso te proporciona más tiempo para escribir —le dije finalmente.
    —Evidentemente —respondió—. Yo calculo que mi tiempo para escribir ha aumentado en un veinte por ciento.
    —Y tu rendimiento habrá aumentado correlativamente, me imagino.
    —Pues me temo que todavía no —dijo, con cierto desasosiego—. Tengo que acomodarme. No estoy acostumbrado a que las cosas se hagan tan rápidamente. Me ha cogido por sorpresa.
    La verdad es que a mí no me parecía sorprendido. Levantó la mano y, sin mirar, cogió la cuenta de entre los dedos del camarero, que en aquel momento se acercaba con ella. Le echó un rápido vistazo y se la devolvió, junto con una tarjeta de crédito, al camarero, que se había quedado esperando, y se alejó a continuación rápidamente.
    Toda la comida había durado poco más de treinta minutos. No te ocultaré que yo habría preferido una civilizada duración de dos horas y media, con champaña al principio y coñac al final, uno o dos vinos selectos para separar los platos y una culta conversación llenando todos los intersticios. No obstante, el lado bueno del asunto era que Mordecai se había ahorrado dos horas que podía dedicar a ganar dinero para él y, en cierta medida, también para mí.
    Después de aquella comida pasaron unas tres semanas antes de que viera a Mordecai. No recuerdo la razón, pero sospecho que se trató de una de esas ocasiones en que nos alternamos estando fuera de ciudad.
    Sea como fuere, una mañana salía yo de una cafetería en la que a veces tomo un panecillo y unos huevos revueltos, cuando vi a Mordecai, de pie en la esquina, a una media manzana de distancia.
    Era un día desapacible de aguanieve..., el típico día en que los taxis vacíos se le acercan a uno sólo para lanzarle un surtidor de barro a los pantalones mientras pasan de largo a toda velocidad y con sus letreros “Fuera de servicio” encendidos.
    Mordecai estaba de espaldas a mí con la mano levantada, cuando un taxi avanzó cuidadosamente en su dirección. Para mi asombro, Mordecai miró a otro lado. El taxi permaneció parado unos instantes, luego se alejó lentamente, pintada la decepción en el rostro que se vislumbraba tras el parabrisas.
    Mordecai levantó la mano por segunda vez y, como surgido de la nada, apareció un segundo taxi, que se detuvo a su lado. Montó en él, pero, como pude oír con toda claridad aun desde los cuarenta metros de distancia a que me encontraba, lo hizo con un resonante rosario de interjecciones, nada apropiadas para ser oídas por una persona de educación esmerada, si es que queda alguien así en la ciudad.
    Le telefoneé esa misma mañana, y nos citamos para tomar unos cócteles en un acogedor bar que anunciaba una “Hora Feliz” tras otra a lo largo de todo el día. Me moría de impaciencia, pues, simplemente, necesitaba que me diera una explicación.
    Lo que quería saber era el significado de las interjecciones que había utilizado... No, amigo mío, no me refiero al significado que de las palabras da el diccionario, suponiendo que esas palabras figuren en el diccionario. Me refiero a por qué tenía que utilizarlas. Le sobraban razones para sentirse en un éxtasis de felicidad.
    Cuando entró en el bar, no parecía visiblemente feliz.
    De hecho, aparentaba estar muy preocupado.
    —Llama a la camarera, ¿quieres, George? —dijo.
    Era uno de esos bares en donde las camareras visten prendas desprovistas por completo de la función primaria de conservar el calor, lo cual, naturalmente, me ayudaba a mí a mantener el mío. Alegremente le hice una señal a una de ellas, aunque sabía que la muchacha interpretaría mis gestos simplemente como indicativos del deseo de pedir una copa.
    La verdad es que no hizo ninguna interpretación en absoluto, ya que me ignoró, manteniendo firmemente su espalda desnuda en mi dirección.
    —En realidad, Mordecai —le dije—, si quieres que te atiendan, tendrás que pedirlo tú mismo. Las leyes de la probabilidad no se han volcado todavía hacia mí; lo cual es una lástima, pues ya va siendo hora de que mi tío rico se muera y desherede a su hijo en mi favor.
    —¿Tienes un tío rico? —preguntó Mordecai, con un destello de interés.
    —¡No! Y eso es lo que aún me parece más injusto. Pide una copa, ¿quieres, Mordecai?
    —Al diablo con ello —replicó ceñudamente Mordecai—. Que esperen.
    Naturalmente, lo que me preocupaba no era que ellas esperasen, pero mi curiosidad venció a mi sed.
    —Mordecai —dije—, pareces desdichado. De hecho, aunque tú no me hayas visto esta mañana, yo sí te he visto a ti. Has despreciado un taxi vacío en un momento en que valía su peso en oro, y luego, te has puesto a soltar juramentos al coger otro taxi.
    —¿Sí? —dijo Mordecai—. Bueno, estoy harto de esos bastardos. Los taxis me acosan. Me siguen por todas partes en largas filas. No puedo ni tan siquiera mirar a la calzada sin que se detenga uno. Muchedumbres de camareros revolotean a mi alrededor. Los comerciantes abren sus establecimientos cerrados cuando me acerco. Todos los ascensores se abren en cuanto entro en un edificio, y me esperan estólidamente en el piso en que yo esté. En todas las oficinas imaginables, hordas sonrientes de recepcionistas acuden a mi encuentro para hacerme pasar. Funcionarios de segundo orden de todos los niveles de la Administración existen sólo para...
    Contuve el aliento.
    —Pero, Mordecai —dije—, eso es una buena suerte maravillosa. Las leyes de la probabilidad.
    Lo que él sugirió que yo hiciera con las leyes de la probabilidad era del todo imposible, naturalmente, ya que son abstracciones carentes de elementos corpóreos.
    —Pero, Mordecai —protesté—, todo eso contribuye a aumentar tu tiempo para escribir.
    —No —replicó con energía—. No puedo escribir en absoluto.
    —¿Por qué no, por el amor de Dios?
    —Porque he perdido el tiempo para pensar.
    —¿Que has perdido qué? —pregunté débilmente.
    —Todas esas esperas que tenía que hacer: en colas, esquinas de calles, antesalas..., era entonces cuando pensaba, cuando ideaba lo que iba a escribir. Era mi tiempo esencial de preparación.
    —No lo sabía.
    —Yo tampoco, pero lo sé ahora.
    —Yo creía —le dije— que ese tiempo de espera te lo pasabas despotricando, jurando y consumiéndote de impaciencia.
    —Parte del tiempo lo pasaba así. El resto, transcurría pensando. E incluso el tiempo que pasaba despotricando contra la injusticia del Universo era útil, pues me excitaba y hacía espumar hormonas a través de mi torrente sanguíneo, de tal modo que, cuando me ponía ante la máquina de escribir, descargaba todas mis frustraciones en un prolongado y vigoroso aporreamiento de teclas. Mi pensamiento suponía mi motivación intelectual y mi ira suministraba el móvil emocional. Los dos juntos originaban grandes bloques de excelente literatura, la cual brotaba de los oscuros e infernales fuegos de mi alma. ¿Y qué tengo ahora? ¡Mira!
    Hizo chasquear suavemente los dedos pulgar y medio, y al instante una damisela escasamente vestida se hallaba junto a él, preguntando:
    —¿Puedo servirle en algo, señor?
    Claro que podía, pero Mordecai se limitó a encargar unas copas para los dos.
    —Yo creía —dijo— que sólo era cuestión de acomodarse a la nueva situación, pero ahora sé que no hay acomodación posible.
    —Puedes rehusar aprovechar la situación tal como te viene ofrecida.
    —¿Que puedo? Ya me has visto esta mañana. Si rechazo un taxi, eso sólo significa que viene otro. Puedo rechazarlo cincuenta veces, y a la cincuenta y una habrá otro esperando. Me agotan.
    —Bueno, entonces, ¿por qué no reservas una o dos horas todos los días para pensar en la comodidad de tu despacho?
    —¡Exactamente! ¡En la comodidad de mi despacho! Sólo puedo pensar bien cuando me encuentro haciendo descansar mi peso alternativamente de un pie a otro en una esquina, o cuando estoy sentado en una silla de granito de una sala de espera azotada por corrientes de aire, o cuando permanezco hambriento en el desatendido comedor de un restaurante. Necesito el ímpetu de la indignación.
    —Pero, ¿no estás indignado ahora?
    —No es lo mismo. Uno se puede indignar ante la injusticia, pero, ¿cómo se puede indignar uno porque todo el mundo se muestre demasiado amable y atento? Ahora, yo no estoy indignado; simplemente estoy triste, y no puedo escribir en absoluto cuando estoy triste.
    Permanecimos sentados durante la más infeliz Hora Feliz que jamás he conocido.
    —Te juro, George —dijo Mordecai—, que creo que he sido objeto de una maldición. Creo que algún bada madrina, furiosa por no haber sido invitada a mi bautizo, ha encontrado por fin la única cosa peor que verse obligado continuamente a indeseados retrasos: la maldición de la sumisión total a los propios deseos.
    A la vista de su desgracia, unas viriles lágrimas se me agolparon en los ojos al pensar que yo no era otro que el hada madrina a que él se refería, y que tal vez lo acabara averiguando. Después de todo, si eso ocurriese, en su desesperación podría matarse, o, lo que es mucho peor, matarme a mí.
    Y luego llegó el horror final: tras pedir la cuenta y, naturalmente, recibirla al instante, la examinó con ojos apagados, me la pasó y dijo, con una risita seca y cortante:
    —Toma, págala tú. Yo me voy a casa.
    Pagué. ¿Qué otra opción tenía? Sin embargo, aquello dejó en mí una herida que aún siento en los días húmedos. Después de todo, ¿es justo que yo haya acortado en dos millones y medio de años la vida del Sol únicamente para tener que pagar unas copas? ¿Es eso justicia?
    No volví a ver a Mordecai. Más tarde oí que habla salido del país y que estaba de playero en algún lugar de los mares del Sur.
    No sé exactamente qué hace un playero, pero sospecho que así nadie se hace rico. No obstante, tengo la seguridad de que, si está en la playa y quiere una ola, una ola acudirá inmediatamente.
    Para entonces, un burlón camarero había traído nuestra cuenta y la había dejado entre nosotros, mientras George la ignoraba con la ostentación con que habitual-mente suele hacerlo.
    —No estarás pensando en pedirle a Azazel que haga algo por mí, ¿verdad, George? —le dije.
    —Pues no —respondió—. Desgraciadamente, amigo mío, tú no eres la clase de persona en quien uno piensa en relación con buenas acciones. —Entonces, ¿no harás nada por mi?
    —Absolutamente nada.
    —Muy bien —dije—. En ese caso, pagaré la cuenta.
    —Es lo menos que puedes hacer —respondió George.


    DESLIZARSE SOBRE LA NIEVE
    George y yo estábamos sentados junto al ventanal de «La Bohéme», un restaurante francés al que él solía acudir de vez en cuando a mi costa.
    —Es probable que nieve —dije.
    No era una gran aportación al caudal de conocimientos de la Humanidad. El cielo había permanecido oscuro y encapotado todo el día, la temperatura rondaba los cero grados y el hombre del tiempo había pronosticado nieve. No obstante, me sentí herido en mis sentimientos cuando George ignoró por completo mi observación.
    —Considera el caso de mi amigo Septimus Johnson —dijo.
    —¿Por qué? —pregunté—. ¿Qué tiene él que ver con el hecho de que es probable que nieve?
    —Una asociación natural de ideas —respondió severamente George—. Es un proceso que debes de haber oído mencionar a otros, aunque tú nunca lo hayas experimentado.
    Mi amigo Septimus (dijo George) era un joven de aspecto feroz, de frente permanentemente hendida en un torvo ceño y bíceps siempre abultados. Era el séptimo hijo de su familia, de ahí su nombre. Tenía un hermano menor llamado Octavius, así como una hermana menor, Nina. No sé hasta dónde llegó la progresión, pero creo que fue el hacinamiento de sus días juveniles lo que, en años posteriores, le hizo extrañamente amigo del silencio y la soledad.
    Cuando llegó a la madurez, y obtuvo cierto éxito con sus novelas (como tú, mi viejo amigo, salvo que los críticos a veces dicen cosas bastante halagadoras de sus obras), se encontró con dinero suficiente para poder entregarse a su perversión. En resumen, se compró una casa solitaria situada en un olvidado territorio de la parte alta del Estado de Nueva York, y allí se retiraba durante períodos más o menos largos para escribir nuevas novelas. No estaba tan terriblemente lejos de la civilización; no obstante, al menos en todo cuanto abarcaba la vista, parecía un desierto absoluto.
    Creo que yo fui la única persona a la que voluntariamente llegó a invitar a que se hospedara con él en su casa de campo. Supongo que se sintió atraído por la serena dignidad de mi porte, así como la fascinación y variedad de mi conversación. Cierto que nunca explico con tantas palabras la causa de la atracción, pero difícilmente puede haber sido ninguna otra cosa.
    Claro que había que tener cuidado con él. Todo el que ha sentido alguna vez la amistosa palmada en la espalda, que es la forma favorita de saludo de Septimus Johnson, sabe lo que es tener una fisura en una vértebra. Sin embargo, su despreocupada demostración de fuerza fue muy oportuna en nuestro primer encuentro.
    Yo había sido asaltado por una o dos docenas de salteadores callejeros a quienes mi aristocrática apostura había inducido a pensar que llevaba sobre mi persona una incalculable riqueza en dinero y joyas. Me defendí furiosamente, pues daba la casualidad de que ese día no llevaba encima ni un centavo, y sabía que, cuando lo descubriesen, los atracadores, en su muy natural decepción, me dispensarían un trato en extremo bárbaro.
    Fue en ese momento cuando apareció Septimus, sumido en reflexiones acerca de algo que estaba escribiendo. La horda de desdichados se interponía en su camino, y como estaba demasiado abstraído en sus pensamientos como para pensar en andar de otra manera que no fuese en línea recta, los fue arrojando distraídamente a un lado y a otro de dos en dos y de tres en tres. Ocurrió que llegó junto a mí justo en el momento en que alboreaba la luz y veía una solución a su dilema literario, cualquiera que fuese. Considerándome un talismán de buena suerte, me invitó a cenar. Y yo, considerando el cenar a costa de otro un talismán todavía de mejor suerte, acepté.
    Para cuando terminó la cena, yo había establecido sobre él la clase de ascendencia que hizo que fuera invitado a su casa de campo. Estas invitaciones se repitieron con frecuencia. Como dijo una vez, estar conmigo era lo más parecido posible a estar solo, y teniendo en cuenta lo mucho que él amaba la soledad, evidentemente eso suponía un gran cumplido.
    En un principio, yo había esperado encontrarme con una choza, pero me equivoqué por completo. Era obvio que a Septimus le había ido bien con sus novelas, y no había escatimado en gastos. (Sé que es un tanto duro hablar de novelas de éxito en tu presencia, mi viejo amigo, pero, como siempre, yo me atengo a los hechos.)
    En realidad la casa, aunque aislada hasta el punto de mantenerme en un constante estado de horripilación, estaba totalmente electrificada, con un generador accionado por petróleo en el sótano y paneles solares en el tejado. Comíamos bien, y tenía una bodega magnífica. Vivíamos con absoluto lujo, cosa a la que siempre he sido capaz de adaptarme con una facilidad asombrosa, habida cuenta de mi falta de costumbre.
    Naturalmente, era imposible evitar por completo mirar por las ventanas, y la absoluta carencia de belleza en el paisaje resultaba en extremo deprimente. Había, cantidades increíbles de vegetación de un verde bilioso, pero ni rastro de moradas humanas, de carreteras ni de nada que valiera la pena mirar..., ni tan siquiera una hilera de postes de teléfonos.
    En una ocasión, después de una buena comida y un buen vino, Septimus dijo de manera efusiva:
    —George, me agrada tenerte aquí. Después de escucharte, me resulta un alivio tan grande volver a mi procesador de textos, que mi literatura ha mejorado sustancialmente. Considérate con libertad para venir aquí en cualquier momento. Aquí —y señaló a su alrededor con la mano— puedes escapar a todas las preocupaciones y problemas que te puedan acosar. Y cuando yo esté trabajando con mi procesador de textos, dispones de libre acceso a mis libros, al televisor, al frigorífico y..., y creo que ya sabes dónde está la bodega.
    En efecto, lo sabía. Incluso había confeccionado un plano orientativo, con una gran X que señalaba el emplazamiento de la bodega y varias rutas alternativas cuidadosamente delineadas.
    —La única cuestión es —dijo Septimus— que este refugio de las miserias mundanas está cerrado desde el 1 de diciembre hasta el 31 de marzo. Durante ese período no puedo ofrecerte mi hospitalidad. Debo permanecer en mi casa de la ciudad.
    Quedé consternado. La época de las nieves constituye una temporada calamitosa para mí. Después de todo, mi querido amigo, es en invierno cuando mis acreedores se muestran más apremiantes. Esas codiciosas gentes que, como todo el mundo sabe, son lo bastante ricas como para poder ignorar los pocos y míseros centavos que yo pueda deberles, parecen encontrar un especial deleite en la idea de que yo pueda ser arrojado a la nieve. Les inspira nuevas acciones de codicia lupina, por lo que era sobre todo entonces cuando me habría venido bien disponer de un refugio.
    —¿Por qué no utilizarlo en invierno, Septimus? —dije—. Con una crepitante hoguera en esta espléndida chimenea, que colabora con tu igualmente espléndido sistema de calefacción central, podrías reírte del frío de la Antártida.
    —Sí —dijo Septimus—, pero parece ser que todos los inviernos convergen aquí aullantes ventiscas y sepultan bajo la nieve este semi-paraíso mío. Esta casa, sumida en la soledad que yo adoro, queda entonces incomunicada con el mundo exterior.
    —Con lo cual no se pierde nada —señalé.
    —Tienes razón —dijo Septimus—. No obstante, mis suministros llegan desde el mundo exterior: comida, bebida, combustible, ropa lavada. Es humillante pero cierto que en realidad no puedo sobrevivir sin el mundo exterior..., por lo menos no podría llevar la clase de vida sibarítica que cualquier ser humano decente desearía llevar.
    —¿Sabes, Septimus? —dije—. Tal vez yo pueda pensar en una forma de resolver el problema.
    —Piensa cuanto quieras —respondió—, pero no conseguirás nada. De todos modos, esta casa es tuya durante ocho meses al años, o, al menos, mientras yo esté aquí durante esos ocho meses.
    Eso era verdad, pero, ¿cómo podía un hombre razonable conformarse con ocho meses cuando existían doce? Esa noche llamé a Azazel.
    No creo que estés enterado de la existencia de Azazel. Es un demonio, un duende mágico de unos dos centímetros de estatura, que posee poderes extraordinarios que le encanta exhibir, porque en su mundo, dondequiera que esté, no se le tiene en gran consideración. Por consiguiente...
    Oh, ¿has oído hablar de él? Bueno, amigo mío, ¿cómo voy a poder contarte este relato de forma razonada si andas interrumpiendo constantemente con tus opiniones? No pareces comprender que el arte del verdadero conversador consiste en mantenerse completamente atento y en abstenerse de interrumpir con excusas tan engañosas como la de ya haber oído hablar, del asunto. De todos modos...
    Como siempre, Azazel estaba furioso por haber sido llamado. Al parecer, se hallaba realizando lo que él denominó una solemne observancia religiosa. A duras penas mantuve la calma. Siempre está entregado a algo que imagina que es importante y nunca se para a considerar que, cuando le llamo, invariablemente estoy en algo que en realidad es importante.
    Tranquilamente, esperé a que cesaran sus farfullados barboteos, y luego le expliqué la situación. Escuchó con una ceñuda expresión en su diminuto rostro, y finalmente dijo:
    —¿Qué es nieve?
    Suspiré y se lo expliqué.
    —¿Quieres decir que aquí cae del cielo agua solidificada? ¿Pedazos de agua solidificada? ¿Y la vida sobrevive?
    No me molesté en hablar del granizo, sino que dije:
    —Cae en forma de blandos copos, Poderoso. —Siempre le aplaca que se le llame con nombres idiotas—. Pero resulta molesta cuando cae en exceso.
    —Si vas a pedirme que reorganice la pauta meteorológica de este mundo —dijo Azazel—, me niego en redondo. Eso entraría en el epígrafe de manipulación planetaria, lo cual es contrario a la ética de mi notoriamente ético pueblo. Yo ni siquiera soñaría en violar la ética, en especial habida cuenta de que, si se me sorprende haciéndolo, sería entregado como alimento al temible Lamell Bird, una inmunda criatura de horribles modales en la mesa. Detestaría decirte con qué me mezclaría.
    —Ni se me ocurriría inducirte a practicar una manipulación planetaria, oh Sublime. Yo quisiera pedir algo mucho más simple. Verás, la nieve, cuando cae, es tan blanda y mullida que no soporta el peso de un ser humano.
    —La culpa es vuestra por ser tan pesados —dijo Azazel con tono despreciativo.
    —Sin duda —respondí—, pero ese peso hace que resulte difícil caminar. Yo quisiera que hicieses a mi amigo menos pesado cuando pise la nieve.
    Me costaba mantener la atención de Azazel. Con aire indignado, estaba diciendo:
    —Agua solidificada..., por todas partes..., cubriendo la tierra... —Meneó la cabeza, como si no pudiera comprenderlo.
    —¿Puedes hacer a mi amigo menos pesado? —pregunté, concretando lo que, después de todo, era una cuestión bien simple.
    —Naturalmente —respondió Azazel con indignación—. Basta con aplicar el principio de la antigravedad, activado por la molécula de agua en condiciones apropiadas. No es fácil, pero se puede hacer.
    —Un momento —dije, pensando con inquietud en los peligros de la inflexibilidad—. Sería aconsejable colocar la intensidad anti-gravitatoria bajo control de mi amigo. A veces, podría considerar conveniente caminar hundiendo los pies en la nieve.
    —¿Acomodarlo en vuestro tosco sistema autonómico? ¡El colmo! Tu desfachatez no conoce límites.
    —Lo pido tan sólo porque se trata de ti —dije—. Me cuidaría mucho de pedírselo a ningún otro miembro de tu especie.
    Esta diplomática mentira surtió el efecto deseado. Azazel hinchó el pecho, aumentando su perímetro nada menos que dos milímetros, y con orgullosa vocecilla de contralto, dijo:
    —Se hará.
    Supuse que Septimus había adquirido en ese momento la capacidad deseada, pero no podía estar seguro. Corría entonces el mes de agosto y no había ninguna capa de nieve con la que experimentar..., ni tampoco estaba yo de humor para realizar un viaje rápido a la Antártida, Patagonia o Groenlandia en busca de material experimental.
    Tampoco tenía sentido explicarle la situación a Septimus sin disponer de nieve para una demostración. No me habría creído. Incluso podría haber llegado a la ridícula conclusión de que yo..., yo había estado bebiendo.
    Sin embargo, los hados se mostraban benévolos. A finales de noviembre, me encontraba en la casa de campo de Septimus, en lo que él llamaba su periodo de despedida de la temporada, y cayó una copiosa nevada, desusadamente intensa para las fechas en que estábamos.
    Septimus montó en cólera y declaró la guerra al Universo entero por no haberle ahorrado aquel perverso ultraje.
    Pero para mí era la gloria..., y también para él, aunque aún no lo sabía.
    —No temas, Séptimas —le dije—. Ha llegado el momento de que descubras que la nieve no reserva ningún terror para ti.
    Y le expliqué con todo detalle la situación.
    Supongo que era de esperar que su primera reacción fuese de insolente incredulidad, pero formuló ciertas observaciones totalmente innecesarias sobre el estado de mi salud mental.
    No obstante, yo había dispuesto de varios meses para elaborar mi estrategia.
    —Quizá te hayas preguntado alguna vez, Septimus, cómo me gano la vida —le dije—. No te sorprenderá mi reserva cuando te diga que yo soy la figura clave de un programa gubernamental de investigación sobre la antigravedad. No puedo decir nada más, salvo que tú eres un experimento de valor extraordinario y harás avanzar notablemente el programa. Esto tiene importantes implicaciones de seguridad nacional.
    Me miró con ojos desmesuradamente abiertos por el asombro, mientras yo tarareaba por lo bajo unos compases de La bandera sembrada de estrellas.
    —¿Hablas en serio? —preguntó.
    —¿Bromearía yo con la verdad? —pregunté, a mi vez. Luego, arriesgándome a la natural réplica, pregunté—: ¿Lo haría la CIA?
    Se lo tragó, dominado por el aura de veracidad que impregna todas mis afirmaciones.
    —¿Qué debo hacer? —preguntó.
    —Únicamente hay quince centímetros de nieve sobre el suelo. Imagina que no pesas nada y sal a pisarla.
    —¿Sólo tengo que imaginarlo?
    —Así es como funciona.
    —Me mojaré los pies.
    —Entonces, ponte unas botas altas —dije con sarcasmo.
    Vaciló y, a continuación, sacó de verdad sus botas altas y se las puso con esfuerzo. Esta abierta demostración de falta de fe en mis afirmaciones me hirió profundamente. Además, se puso abrigo y sombrero de piel.
    —Si ya estás listo... —dije fríamente.
    —No lo estoy —respondió.
    Abrió la puerta, y salió. No había nieve en la cubierta veranda, pero tan pronto como puso los pies en los escalones, éstos parecieron deslizarse bajo él. Se agarró desesperadamente a la barandilla.
    Había llegado al final del corto tramo de peldaños y trató de enderezarse. Resbaló unos pocos metros, agitando los brazos, y luego, sus pies se elevaron en el aire. Cayó de espaldas y continuó deslizándose hasta pasar junto a un árbol y sujetarse al tronco con el brazo. Dio tres o cuatro vueltas a su alrededor, deslizándose, y finalmente se detuvo.
    —¿Qué clase de nieve tan resbaladiza es ésta? —gritó, con voz que temblaba de indignación.
    Debo confesar que, pese a mi fe en Azazel, me encontré observando la escena lleno de sorpresa. No había dejado huellas, y su cuerpo, al deslizarse, no había producido ningún surco en la nieve.
    —No pesas nada sobre la nieve —dije.
    —Estás loco—replicó.
    —Fíjate en la nieve —le dije—. No has dejado ninguna señal en ella.
    Miró, y acto seguido farfulló unas cuantas frases de esas que antes se solían calificar de irreproducibles.
    —La fricción —continué— depende en parte de la presión entre un cuerpo deslizante y aquello sobre lo que se desliza. Cuanto menor es la presión, menor es la fricción. Tú no pesas nada, así que tu presión sobre la nieve es nula, la fricción es nula y, por consiguiente, te deslizas sobre la nieve como si se tratase del hielo más pulido.
    —¿Qué debo hacer, entonces? ¡No puedo dejar que mis pies resbalen de esta manera!
    —No hace daño, ¿no? Si no pesas nada y te caes de espaldas, no sufres ningún daño.
    —Aun así. El que no me haga daño no es excusa para pasarme la vida tendido en la nieve.
    —Vamos, Septimus, piensa que vuelves a tener peso, y levántate.
    Frunció el ceño, como era habitual en él, y dijo:
    —Sólo que piense que tengo peso, ¿eh?
    Lo hizo, y torpemente se puso en pie.
    Sus pies se hundieron unos centímetros en la nieve, y cuando trató, con cautela, de andar, no tuvo más dificultades que las que suelen presentarse en la nieve.
    —¿Cómo lo haces, George? —preguntó, con mucho más respeto en su voz del que yo solía suscitar en él—. No habría imaginado que fueses un científico de esa categoría.
    —La CIA me obliga a ocultar mis conocimientos técnicos y científicos —expliqué—. Ahora, imagínate que te vas volviendo más ligero poco a poco, y ve caminando mientras lo piensas. Irás dejando huellas cada vez menos profundas, y la nieve se volverá paulatinamente más resbaladiza. Detente cuando notes que se está volviendo peligrosamente resbaladiza.
    Hizo lo que le decía, pues los científicos ejercemos una poderosa influencia intelectual sobre el resto de los mortales.
    —Ahora —proseguí—, trata de deslizarte. Cuando quieras pararte, no tienes más que hacerte más pesado..., y hazlo gradualmente, o te caerás de bruces.
    Como tenía bastante de atleta, inmediatamente dominó el truco. En una ocasión me dijo que podía practicar cualquier deporte, salvo la natación. Cuando tenía tres años, su padre le había tirado al agua en un cariñoso intento de hacerle nadar sin la tediosa necesidad de la instrucción previa; como consecuencia de ello, el pequeño Septimus había precisado diez minutos de respiración boca a boca. Explicó que aquello le había dejado para siempre con un miedo terrible al agua y con una aversión también a la nieve.
    —La nieve no es más que agua sólida —repetía, exactamente como lo habría hecho Azazel.
    Pero la aversión a la nieve no se manifestaba en las nuevas condiciones. Empezó a deslizarse con un estridente grito de júbilo y, de vez en cuando, se hacía mas pesado al volverse, despidiendo un espeso reguero de nieve y deteniéndose.
    —¡Espera! —dijo.
    Se precipitó en el interior de la casa y volvió a salir -aunque te cueste creerlo- llevando en las manos unos patines para hielo unidos a unas botas.
    —Aprendí a patinar en mi lago —explicó, mientras empezaba a ponérselos—, pero nunca disfruté haciéndolo. Siempre temía que fuera a romperse el hielo. Ahora puedo patinar en tierra sin peligro.
    —Pero recuerda —le dije, preocupado— que sólo da resultado sobre la molécula de H2O. Si llegas a un trecho descubierto de tierra o de pavimento, tu ingravidez desaparecerá al instante. Te harás daño.
    —No te preocupes —respondió, al tiempo que se incorporaba y se ponía en marcha.
    Me quedé mirando cómo se alejaba a toda velocidad a lo largo de por lo menos setecientos metros sobre las heladas extensiones de sus terrenos, y a mis oídos llegó el distante rugido de: «Deslizarse sobre la nieve en un trineo de un caballo...»
    Debes saber que Septimus trata de acertar al azar el tono de cada nota, y nunca lo consigue. Me tapé los oídos con las manos.
    A continuación, vino lo que verdaderamente creo fue el invierno más feliz de mi vida. Durante todo el invierno estuve cómodo y abrigado en la casa, comiendo y bebiendo como un rey, leyendo edificantes libros en los que trataba de adivinar las intenciones del autor e identificar al asesino, además de especular con torva delectación en las frustraciones de mis acreedores allá en la ciudad.
    Por la ventana, podía ver a Septimus en su incesante patinar sobre la nieve. Decía que le hacía sentirse como un pájaro y que le proporcionaba un placer tridimensional que nunca había conocido. Bueno, a cada uno lo suyo.
    Le advertí que no debía dejarse ver.
    —Sería arriesgado para mí —le dije—, pues la CIA no aprobaría este experimento privado..., pero a mí no me importa mi peligro personal, pues para una persona como yo lo primero es la ciencia. No obstante, si llegaras a ser visto mientras te deslizas sobre la nieve como sueles hacer, te convertirías en blanco de la curiosidad del público, y caerían sobre ti enjambres de periodistas. La CIA se enteraría de ello, y tendrías que soportar los experimentos a que te someterían centenares de científicos y militares hurgándote. No estarías solo ni un minuto. Te convertirías en una celebridad nacional y te hallarías permanentemente a disposición de miles de personas interesadas en ti.
    Septimus se estremeció intensamente ante la perspectiva, tal como yo sabía que le ocurriría a un amante de la soledad. Luego, dijo:
    —Pero, ¿cómo conseguiré provisiones cuando me encuentre bloqueado por la nieve? Ésa era la finalidad de este experimento.
    —Estoy seguro de que los camiones casi siempre podrán pasar por las carreteras, y tú puedes hacer suficiente acopio de víveres como para subsistir en las ocasiones en que no puedan. Si cuando de verdad estés bloqueado por la nieve necesitas algo urgentemente, puedes ir deslizándote hasta tan cerca de la ciudad como te atrevas, cerciorándote de que no te ve nadie...; de todos modos, en esas condiciones habrá muy pocas personas al aire libre, posiblemente nadie, y luego, recuperar tu peso, recorrer los últimos metros caminando penosamente y parecer agotado. Recoges lo que necesitas, te alejas unos cientos de metros, caminando con fatiga, y vuelves a emprender el vuelo. ¿Comprendes?
    En realidad, no fue necesario hacer eso ni una sola vez en todo el invierno; desde el principio yo sabía que había exagerado el peligro de la nieve. Y tampoco nadie le vio durante sus deslizamientos.
    Septimus no se saciaba. Deberías haber visto su rostro cuando dejaba de nevar durante más de una semana o cuando la temperatura se elevaba por encima de los cero grados. No puedes imaginar cuánto le preocupaba la preservación del manto de nieve. ¡Qué invierno tan maravilloso! ¡Qué tragedia que fuese el único!
    ¿Qué sucedió? Te diré lo que sucedió. ¿Recuerdas lo que dijo Romeo justo antes de hundir su puñal en el cuerpo de Julieta? Probablemente no, así que te lo mencionaré: «Deja que una mujer penetre en tu vida, y se habrá terminado tu tranquilidad.»
    En el otoño siguiente, Septimus conoció a una mujer, Mercedes Gumm. Antes ya había conocido a otras mujeres, no era ningún ermitaño, pero nunca habían significado gran cosa para él: un breve período de amistad, idilio, ardor y, luego, las olvidaba, y ellas le olvidaban a él. Ningún daño se derivaba de ello. Después de todo, yo mismo he sido ferozmente perseguido por numerosas jóvenes y nunca he hallado en ello absolutamente ningún daño, aunque a menudo me acorralaban y me obligaban a..., pero me estoy apartando del asunto.
    Septimus vino a mí con aire extremadamente abatido.
    —La quiero, George —dijo—. Estoy loco por ella. Es el imán mismo de mi existencia.
    —Muy bonito —dije—. Tienes mi permiso para seguir con ella durante algún tiempo.
    —Gracias, George —respondió sombríamente Septimus—. Ahora lo que necesito es su aprobación. No sé por qué, pero no parece tenerme mucho aprecio.
    —Es extraño —dije—. Por lo general, sueles tener mucho éxito con las mujeres. Después de todo, eres rico, musculoso y no más feo que la mayoría.
    —Yo creo que la cuestión estriba en lo de musculoso —comentó Septimus—. Ella piensa que soy un patán.
    Tuve que admirar la percepción de la señorita Gumm. Septimus, por decirlo lo más suavemente posible, era un patán. Sin embargo, al imaginar sus bíceps en tensión bajo las mangas de su chaqueta, consideré preferible no mencionar mi apreciación de la situación.
    —Dice que ella no admira el aspecto físico en los hombres —añadió—. Quiere alguien reflexivo, intelectual, profundamente racional, filosófico y todo un montón de adjetivos de ese tipo. Dice que yo no soy ninguna de esas cosas.
    —¿Le has mencionado que eres novelista?
    —Claro que se lo he dicho. Y también ha leído un par de novelas mías. Pero, como sabes, George, suelen tratar sobre jugadores de rugby, y ella dice que eso le resulta repugnante.
    —Entiendo que no es del tipo atlético.
    —No, en efecto. Practica la natación. —Hizo una mueca, probablemente recordando la ocasión en que fue reanimado mediante respiración boca a boca a la tierna edad de tres años—. Pero eso no ayuda gran cosa.
    —En ese caso —dije consoladoramente—, olvídala, Septimus. Las mujeres son fáciles de encontrar. Cuando una se marcha, llega otra. Hay muchos peces en el mar y muchos pájaros en el aire. Todas son iguales en la oscuridad: una mujer u otra, no hay ninguna diferencia.
    Habría continuado indefinidamente, pero él parecía que estaba siendo presa de una extraña agitación mientras escuchaba, y uno no quiere provocarle agitación a un patán.
    —Me ofendes profundamente con esos sentimientos, George —dijo Septimus—. Mercedes es la única mujer del mundo para mí. No podría vivir sin ella. Está inseparablemente ligada al núcleo mismo de mi ser. Ella es el aliento de mis pulmones, el latido de mi corazón, la visión de mis ojos. Ella...
    Él sí continuó indefinidamente, y no parecía preocuparle lo más mínimo el hecho de que me estuviese ofendiendo en lo más hondo de aquellos sentimientos.
    —Así, pues —dijo—, no veo más salida que insistir en el matrimonio.
    Las palabras estaban impregnadas de ominosos presagios. Yo sabía exactamente cuál sería el resultado: tan pronto como se casaran, eso significaría el fin de mi paraíso. No sé por qué, pero si hay algo en que las recién casadas insisten es en que los amigos solteros se esfumen. Jamás volvería a ser invitado a la casa de campo de Septimus.
    —No puedes hacer eso —exclamé, alarmado.
    —Oh, reconozco que parece difícil, pero creo que puedo hacerlo. He elaborado un plan: aunque Mercedes piense que soy un patán, no carezco de refinamiento. La invitaré a mi casa de campo a principios del invierno. Allí, en el sosiego y la paz de mi Edén, sentirá expandirse todo su ser y acabará comprendiendo la verdadera belleza de mi alma.
    Pensé que eso era esperar demasiado, incluso del Edén, pero lo que dije fue:
    —No pretenderás mostrarle cómo puedes deslizarte sobre la nieve, ¿verdad?
    —No, no —respondió—. Hasta que no nos casemos, no.
    —Aun entonces...
    —Tonterías, George —dijo Septimus con aire cortante—. Una esposa es el segundo yo de un marido. A una esposa se le pueden confiar los secretos más íntimos. Una esposa...
    Volvió a continuar indefinidamente, y todo lo que pude hacer fue decir débilmente:
    —A la CIA no le gustará.
    Su breve comentario sobre la CIA lo habrían suscrito gustosamente los soviéticos. Y también Cuba y Nicaragua.
    —De alguna manera la convenceré para que se venga conmigo a principios de diciembre —dijo—. Confío que comprenderás, George, que deseemos estar solos. Sé que ni siquiera pensarías en obstaculizar las románticas posibilidades que surgirían entre Mercedes y yo en la tranquila soledad de la Naturaleza. Sin duda alguna, nos sentiríamos atraídos el uno al otro por el magnetismo del silencio y del pausado tiempo.
    Reconocí la cita, naturalmente. Es lo que Macbeth dice justo antes de hundir el puñal en el cuerpo de Duncan, pero me limité a mirar a Septimus con aire frío y digno. Un mes después, la señorita Gumm fue a la casa de campo de Septimus, y yo, no.
    No presencié lo que sucedió en la casa de campo; lo conozco sólo a través del testimonio oral de Septimus, por lo que no puedo responder de todos los detalles.
    La señorita Gumm era una entusiasta de la natación, pero Septimus, sintiendo una aversión invencible hacia esa particular afición, no hizo ninguna pregunta al respecto. Y, al parecer, la señorita Gumm tampoco consideró necesario dar detalles a un patán que no mostraba ninguna curiosidad. Por esa razón, Septimus nunca supo que la señorita Gumm era una de esas chifladas que disfrutan poniéndose un bañador en pleno invierno, rompiendo el hielo del lago y sumergiéndose en las gélidas aguas para dar unas cuantas saludables y vigorizantes brazadas.
    Y ocurrió que una fría y radiante mañana, mientras Septimus roncaba sonoramente, la señorita Gumm se levantó, se puso su bañador, su albornoz y sus zapatillas y, a lo largo del nevado sendero, se dirigió al lago. La orilla estaba cubierta por una fina capa de hielo, pero el interior no se había helado, y, quitándose el albornoz y las zapatillas, se zambulló en las frígidas aguas, con lo que debieron de ser evidentes muestras de satisfacción.
    Poco después, Septimus se despertó y, con el fino instinto de los enamorados, al instante se dio cuenta de que su amada Mercedes no estaba en la casa. Recorrió ésta llamándola por su nombre. Al encontrar en su habitación sus ropas y demás pertenencias, comprendió que no se había marchado a la ciudad en secreto, como al principio había temido. Así, pues, debía de estar fuera.
    Apresuradamente, se calzó las botas en los descalzos pies y se puso sobre el pijama su abrigo más grueso. Se precipitó al exterior, gritando su nombre.
    La señorita Gumm le oyó, como es lógico, y agitó vivamente los brazos en su dirección, gritando: «Aquí, Sep. Aquí.»
    Lo que sucedió después te lo contaré con las propias palabras de Septimus.
    —Me pareció que pedía auxilio —dijo— y llegué a la natural conclusión de que mi amada se había aventurado sobre el hielo en un momento de locura y se había caído, ¿Cómo iba a pensar que ella fuera a arrojarse voluntariamente a las gélidas aguas?
    »Era tan grande mi amor hacia ella, George, que al instante decidí desafiar al agua —a la que por lo general temía cobardemente, en particular si se trataba de agua gélida—, y me precipité a salvarla. Bueno, quizá no al instante, pero de veras que no lo pensé más de dos minutos, o tres a lo sumo.
    »Entonces, grité: “Ya voy, querida. Mantén la cabeza fuera del agua”, y eché a correr. No iba a caminar sobre la nieve. Pensé que no había tiempo suficiente. De modo que disminuí mi peso mientras corría y, luego, en espléndido deslizamiento, me elevé sobre la delgada capa de nieve, sobre el hielo que bordeaba el lago, y caí al agua con horrendo chapoteo.
    »Como sabes, tengo un miedo mortal al agua y no sé nadar. Además, las botas y el abrigo me arrastraban al fondo, y con toda seguridad me habría ahogado si Mercedes no me hubiera salvado.
    »Uno pensaría que lo romántico de salvarme nos habría acercado más el uno al otro, nos habría unido, pero...
    Septimus meneó la cabeza, y había lágrimas en sus ojos.
    —No fue así. Ella estaba furiosa.
    »—Maldito idiota —gritó—. Zambullirte en el agua con abrigo y botas y sin saber siquiera nadar. ¿Qué diablos creías que estabas haciendo? ¿Sabes los esfuerzos que he tenido que hacer para sacarte del lago? Y estabas tan dominado por el pánico, que me agarrabas de la mandíbula. Casi me haces perder el conocimiento, y nos hubiéramos ahogado los dos. Y todavía me duele.
    »Recogió sus cosas y se marchó hecha una furia, y yo tuve que quedarme con lo que se convirtió en un fortísimo catarro del que aún no me he recuperado por completo. No la he vuelto a ver desde entonces..., no contesta mis cartas ni mis llamadas telefónicas. Mi vida ha terminado, George.
    —Sólo por curiosidad, Septimus —le dije—, ¿por qué te arrojaste al agua? ¿Por qué no te quedaste en la orilla, o tan internado en el hielo como te atrevieses, y le tendiste desde allí un palo largo o una cuerda, en el caso de poder conseguir una?
    Septimus parecía apesadumbrado.
    —No tenía intención de arrojarme al agua. Me proponía deslizarme sobre la superficie.
    —¿Deslizarte sobre la superficie? ¿No te dije que tu ingravidez sólo funcionaría sobre el hielo?
    La expresión de Septimus se tomó feroz.
    —Yo pensaba que era eso. Tú dijiste que sólo daba resultado sobre H2O. Eso incluye el agua, ¿no?
    Tenía razón. H2O sonaba más científico, y yo tenía que mantener mi aire de genio científico.
    —Pero me refería a H2O sólida —dije.
    —Pero no dijiste H2O sólida —replicó, mientras se ponía lentamente en pie, con clara intención de despedazarme.
    No me quedé a comprobar la exactitud de mi impresión. No le he vuelto a ver desde entonces, tampoco he vuelto a ir jamás a su paraíso campestre. Tengo entendido que, principalmente, ahora vive en una isla del mar del Sur, al parecer porque no quiere volver a ver hielo ni nieve.
    —Y es lo que yo digo: “Deja que una mujer penetre en tu vida...”, aunque, ahora que lo pienso, quizá fuera Hamlet quien dijo eso justo antes de hundir su puñal en el cuerpo de Ofelia.
    George dejó escapar un vinoso suspiro de las profundidades de lo que él consideraba su alma, y dijo:
    —Bueno, están cerrando el local y será mejor que nos marchemos. ¿Has pagado la cuenta?
    Desafortunadamente, la había pagado.
    —¿Y puedes prestarme cinco dólares para ir a casa? Más desafortunadamente aún, podía.


    LA LÓGICA ES LA LÓGICA
    George no era uno de esos espíritus pusilánimes que consideraban que el hecho de no pagar una comida les privaba del derecho a criticarla. De manera que me expresaba su decepción con toda la delicadeza que podía..., o con toda la que creía que yo merecía, lo cual no es lo mismo, naturalmente.
    —Este smorgasbord —dijo— obviamente es de una calidad inferior. Las albóndigas no tienen suficiente picante, el arenque no está lo bastante salado, los huevos en salsa están secos, la...
    —George —le interrumpí—, ése es el tercer plato rebosante que devoras. Un bocado más, y tendrás que someterte a una intervención quirúrgica para aliviar la presión gástrica. ¿Por qué comes tanto de una calidad tan deficiente?
    —¿Es propio en mí humillar a mi anfitrión negándome a ingerir su comida? —replicó altivamente George.
    —La comida no es mía; es del restaurante.
    —Es al dueño de esta miserable choza a quien me refiero. Dime, amigo mío, ¿por qué no perteneces a algún buen club?
    —¿Yo? ¿Pagar sumas enormes a cambio de dudosas compensaciones?
    —Me refiero a un buen club, en el que yo pueda concederte el honor de ser tu invitado a cambio de una opípara comida. Pero no —añadió con tono quejumbroso—, es un sueño disparatado. ¿Qué buen club comprometería su posición admitiéndote a ti como miembro?
    —Cualquier club que te admitiera a ti como invitado, con toda seguridad que me admitiría a mí... —empecé, pero George ya estaba sumido en sus evocaciones.
    —Recuerdo —dijo, con ojos relucientes— cuando, lo menos una vez al mes, cenaba en el club que ofrecía el más abundante y complicado buffet que jamás ha honrado una bien provista mesa desde los tiempos de Lúculo.
    —Supongo que tú ibas como invitado gratuito de alguien.
    —No es ésa una suposición necesaria, que yo sepa, pero se da la curiosa casualidad de que has acertado. Era Alistair Tobago Crump VI, el cual en realidad pertenecía al club y quien, sobre todo, de vez en cuando era mi anfitrión.
    —George —dije—, ¿va a ser éste otro relato en el que Azazel y tú os confabuláis para arrojar a un pobre hombre por un precipicio de desgracia y desesperación en vuestros descarriados esfuerzos por ayudarle?
    —No sé a qué te refieres. Le concedimos lo que deseaba por pura bondad y por amor abstracto a la Humanidad..., y por mi algo más concreto amor al buffet. Pero deja que te cuente la historia desde el principio.
    Alistair Tobago Crump VI había sido miembro del «Edén» desde el momento mismo de su nacimiento, pues su padre, Alistair Tobago Crump V, apuntó el nombre de su hijo en los registros tan pronto como una inspección personal le cercioró de que la estimación inicial del médico con respecto al sexo de la criatura había sido correcta. Del mismo modo, Alistair Tobago Crump V había sido apuntado por su padre, y así sucesivamente, hasta los días en que Bill Crump, sumido en el profundo sopor de una borrachera, había sido enrolado en la Armada británica justo a tiempo para encontrarse convertido en indigno miembro de la tripulación de una de las naves de la flota que arrebató Nueva Amsterdam a los holandeses en 1664.
    Resulta que el «Edén» es el club más exclusivo del continente americano, hasta el punto de que su existencia misma tan sólo es conocida por sus miembros y unos cuantos, muy escasos, invitados. Yo ni siquiera sé su emplazamiento, pues siempre fui llevado allí con los ojos vendados, en un cabriolé de ventanillas opacas. Únicamente puedo decirte que al final del trayecto los cascos del caballo pasaron durante un rato sobre un trecho de carretera adoquinada.
    No podría pertenecer al «Edén» nadie cuyos antepasados no se remontasen al período colonial por ambas ramas de la familia. Y no es solamente la ascendencia lo que cuenta, su reputación debe ser intachable. George Washington vio vetado por unanimidad su ingreso en el club porque, innegablemente, se había rebelado contra su señor soberano.
    La misma exigencia se mantenía para cualquier invitado, pero eso no me excluía a mí, naturalmente. A diferencia de ti, yo no soy un emigrante de primera generación procedente de Dobrudja, Herzegovina, o algún otro lugar igualmente inverosímil. Mi ascendencia es impecable, ya que todos mis antepasados han poblado el territorio de esta nación desde el siglo xvii, y desde entonces, todos y cada uno de ellos han evitado los pecados de rebelión, deslealtad y anti-norteamericanismo durante la guerra revolucionaria y la guerra civil, aclamando imparcialmente a ambos bandos cuando sus Ejércitos desfilaban ante ellos.
    Mi amigo Alistair se sentía excesivamente orgulloso de su cualidad de miembro del club. Muchas veces -pues era uno de tus clásicos pelmas y se repetía con frecuencia- me decía: George, el “Edén” es el nervio y la esencia de mi ser, el eje de mi existencia. Si tuviera todo lo que la riqueza y el poder pudieran darme y no tuviese el “Edén”, no valdría nada.
    Naturalmente, Alistair tenía todo lo que la riqueza y el poder podían darle, pues otro requisito para ser miembro del “Edén” era poseer una gran riqueza. Tan sólo el importe a que ascendía la cuota anual lo convertía en requisito imprescindible. Y tampoco eso bastaba por sí solo; la riqueza tenía que ser heredada, no podía ser ganada. Cualquier indicio de que se realizara algún trabajo a cambio de una remuneración económica hacía a una persona claramente inelegible para pertenecer al club. Yo he permanecido fuera de él únicamente porque mi padre, irreflexivamente, olvidó dejarme varios millones de dólares, aunque jamás he sufrido la ignominia de trabajar por...
    No digas “ya lo sé”. Es imposible que puedas saberlo.
    Como es natural, no existía ninguna objeción a que un miembro aumentase sus ingresos mediante métodos que no entrañasen un trabajo remunerado. Siempre había cosas tales como manipulación bursátil, evasión de impuestos, tráfico de influencias y otros hábiles recursos que son como una segunda naturaleza para los ricos.
    Todo esto era tomado muy en serio por los miembros del “Edén”. Se habían dado casos de edenitas que, habiendo perdido todo su dinero a consecuencia de inexplicables ataques de momentánea honradez, preferían irse muriendo lentamente de hambre antes que ponerse a trabajar y verse privados de su pertenencia al club. Sus nombres todavía se mencionan entre susurros y en la sede social se ven placas esculpidas en su honor.
    No, no podían pedir dinero prestado a otros, amigo mío. Es muy propio de ti sugerir tal cosa. Todo miembro del “Edén” sabe que no se toma dinero prestado de manos de un rico cuando hay cantidades ingentes de personas pobres esperando ansiosamente en cola la oportunidad de ser estafados. La Biblia nos recuerda: “Siempre tendréis a los pobres con vosotros”, y los miembros del “Edén” son en extremo devotos.
    Y, sin embargo, Alistair no era feliz del todo, pues desgraciadamente los miembros del «Edén» tendían a rehuirle. Ya te he dicho que era un pelma. No tenía conversación, ni agudeza de ingenio, ni opiniones destacables. De hecho, aun en medio de una colectividad de socios cuyo caudal de ingenio y originalidad se hallaba al nivel de un cuarto grado de escuela elemental, él destacaba como notablemente aburrido.
    Puedes imaginar su frustración mientras permanecía sentado en el “Edén” noche tras noche, solo en medio de la multitud. El océano de conversaciones desbordaba sobre él, pero permanecía seco. Sin embargo, ni una sola noche dejaba de asistir al club. Incluso había acudido durante un violento ataque de disentería para no perder su récord de “hombre de hierro”. Esto era apreciado en abstracto por los miembros del club, pero, por alguna razón, generalmente no era estimado.
    Desde luego, de vez en cuando tenía el privilegio de llevarme al “Edén” como invitado suyo. Mi ascendencia era impecable, mi historial aristocrático de acreditado no trabajador causaba la admiración de todos, y a cambio de una comida exquisita y de un ambiente extremadamente distinguido, todo ello a costa de Crump, yo me tomaba la molestia de hablar con él y reírle sus horribles chistes. Y me encontré compadeciendo al pobre hombre desde lo más profundo de mi anchuroso corazón.
    Tenía que haber alguna manera de convertirle en el alma de la fiesta, en el hombre con quien todos los miembros del “Edén” desearan estar. Me imaginaba a ancianos y respetables edenitas disputándose implacablemente el honor de sentarse a su lado durante la cena.
    Después de todo, Alistair era la imagen misma de la respetabilidad y de todo lo que un edenita debía ser: alto, delgado, el rostro tenía la expresión de un caballo pensativo, poseía los cabellos rubios y lacios, claros ojos azules, y el estólido aire de formal ortodoxia conservadora de un hombre cuyos antepasados habían tenido la suficiente buena opinión de sí mismos como para contraer matrimonio dentro del clan. De lo que carecía, era del más mínimo rastro de algo interesante que decir o hacer.
    Sin embargo, eso seguramente se podría arreglar. Era un caso para Azazel.
    Por una vez, Azazel no se sintió irritado por el hecho de que yo le hiciera venir desde su mundo místico. Al parecer, se encontraba en alguna especie de banquete y le correspondía a él hacerse cargo de la cuenta, y yo le había arrancado del lugar cinco minutos antes del momento en que ésta llegase. Rió entre dientes con agudo tono de falsete, pues, como sabes, sólo tiene dos centímetros de estatura.
    —Volveré quince minutos después —dijo—, y para entonces alguien se habrá comprometido a pagar la cuenta.
    —¿Cómo explicarás tu ausencia? —pregunté.
    Se irguió en la totalidad de su micro-estructura, sacudiendo nerviosamente la cola.
    —Les diré la verdad: que fui llamado a una conferencia con un monstruo extra-galáctico de estupidez extraordinaria que se hallaba desesperadamente necesitado de mi inteligencia. ¿Qué quieres esta vez?
    Se lo dije y, para mi asombro, rompió a llorar con abundantes lágrimas. Por lo menos, comenzaron a brotar de sus ojos minúsculas espiguillas rojas. Supongo que eran lágrimas. Una de ellas se me introdujo en la boca, y sabía horrible..., a vino tinto barato, o como sabría el vino tinto barato si alguna vez hubiera llegado a probarlo.
    —Es triste— dijo—. Conozco el caso de un ente muy valioso que constantemente está siendo humillado por otros muy inferiores a él. Considero que no hay nada más trágico.
    —¿Quién es? Me refiero al ente humillado.
    —¡Yo! —exclamó, golpeándose el diminuto pecho hasta hacerlo crujir.
    —No puedo concebirlo —dije—. ¿Tú?
    —Tampoco yo lo puedo concebir —respondió—, pero así es. ¿Qué hace ese amigo tuyo que pueda considerarse que constituye una cierta promesa?
    —Bueno, cuenta chistes. O intenta hacerlo. Son horribles. Los va desgranando con voz monótona, da interminables rodeos en torno a lo que constituye la gracia del chiste, y luego, lo olvida. A menudo, con uno de sus chistes, le he visto hacer llorar a un hombre hecho y derecho.
    —Malo. Muy malo. Yo, en cambio, soy excelente para contar chistes. ¿Te he contado alguna vez ese en que un día un plocks y un jinniram estaban entregados a un mutuo andesantorio y uno de ellos dice...?
    —Sí, ya me lo has contado —repuse, mintiendo con esfuerzo—, pero vayamos al caso de Crump.
    —¿Hay alguna técnica sencilla que pueda mejorar la forma de contar un chiste? —preguntó Azazel.
    —Una cierta locuacidad, desde luego —-respondí.
    —Desde luego —convino Azazel—. Una simple divalinación de las cuerdas vocales podría lograrlo..., suponiendo que vosotros, los bárbaros, tengáis esas cosas.
    —Las tenemos. Y también la capacidad para hablar con acento.
    —¿Acento?
    —Inglés incorrecto. Los extranjeros que no han aprendido el idioma de niños, sino más tarde, invariablemente pronuncian mal las vocales, alteran el orden de las palabras, violan la gramática, etcétera.
    En el diminuto rostro de Azazel se dibujó una horrorizada expresión.
    —Pero ése es un crimen terrible —dijo.
    —En este mundo, no —respondí—. Debería serlo, pero no lo es.
    Azazel meneó tristemente la cabeza.
    —¿Ha oído alguna vez ese amigo tuyo esas atrocidades que llamáis acentos?
    —Naturalmente. Todo el que vive en Nueva York oye continuamente acentos de todas clases. Lo que apenas si se oye es un inglés correcto como el mío.
    —Ah —dijo Azazel—, entonces es sólo cuestión de escapular la memoria.
    —¿Hacerle qué a la memoria?
    —«Escapular», una forma de aguzarla, de la palabra «escapos», que se refiere a los dientes de un dirigin.
    —¿Y eso hará que pueda contar chistes con acento?
    —Sólo con los acentos que haya oído en el transcurso de su vida. Después de todo, mis poderes no son ilimitados.
    —Entonces, escápula.
    Una semana después me encontré con Alistair Tobago Crump VI en el cruce de la Quinta Avenida y la Calle 53, y escruté su rostro en vano en busca de alguna señal de un triunfo reciente.
    —Alistair —dije—, ¿has contado algún chiste últimamente?
    —Nadie quiere escucharlos, George. A veces creo que no cuento chistes mejor que la mayoría de la gente.
    —Bien, te diré lo que vamos a hacer. Vas a venir conmigo a un pequeño establecimiento que conozco. Yo te hago una presentación humorística, y luego tú te levantas y dices lo que se te ocurra.
    Te aseguro que no fue nada fácil persuadirle para que lo hiciera. Tuve que recurrir a toda la fuerza de mi magnética personalidad. Pero al final lo conseguí.
    Le llevé a un infecto garito que casualmente conocía. La mejor forma de describirlo es diciendo que recuerda a los lugares a los que tú me invitas a cenar.
    Casualmente también, conocía al dueño del garito y le convencí para que nos dejara realizar el experimento.
    A las once de la noche, cuando el bullicio estaba en su punto culminante, me puse en pie e impresioné al auditorio con mi aire de dignidad. Sólo había once personas presentes, pero consideré que eran suficientes para el experimento.
    —Señoras y caballeros —dije—, tenemos entre nosotros a un hombre de gran inteligencia, un maestro de nuestro idioma al que estoy seguro que les encantará conocer. Se trata de Alistair Tobago Crump VI; es profesor emersoniano de inglés en la Universidad de Columbia y autor de Cómo hablar un inglés perfecto. Profesor Crump, tenga la bondad de levantarse y dirigir unas palabras a los intelectuales aquí presentes.
    Crump se levantó con aire confuso y pronunció unas breves palabras de agradecimiento con fuerte acento yiddish.
    Bueno, amigo, yo te he oído contar chistes en lo que se entiende que es acento yiddish, pero en comparación con Crump, tú podrías pasar por un graduado en Harvard. El asunto es que Crump tenía exactamente el aspecto que uno esperaría de un profesor emersoniano de inglés. Y ver aquel rostro triste y severo y oír de pronto una frase dicha en una mezcla perfecta de inglés y yiddish, dejó boquiabiertos de asombro a todos los presentes. El aire se llenó de un aroma tal a cebollas alcohólicas, que te gustaría creerlo. Y luego estalló una carcajada general que rayaba en la histeria.
    En el rostro de Crump se pintó una expresión de leve sorpresa. Con un hermoso tonillo sueco que no intentaré reproducir, me dijo:
    —No suelo conseguir una relación tan intensa.
    —No importa —repliqué—, sigue hablando.
    Tuvo que esperar a que las risas cesaran, lo que tardó un rato; a continuación, empezó a contar chistes con deje irlandés, gangueo escocés, en cokney, centroeuropeo, español y griego. No obstante, su especialidad era el brooklynés..., tu propia noble y casi nativa lengua, amigo mío.
    Después de eso, le dejaba pasar varias horas en el “Edén” todas las noches, y al término de la cena, le llevaba al establecimiento. La noticia corrió de boca en boca. La primera noche, como he dicho, el auditorio había sido escaso, pero antes de que transcurriera mucho tiempo, la gente se agolpaba a las puertas del local, tratando, en vano, de entrar.
    Crump se lo tomó con calma. De hecho, parecía abatido.
    —Mira —me dijo—, no tiene sentido desperdiciar todo este excelente material mío con unos simples paletos. Yo quiero mostrar mi arte a mis colegas del “Edén”. Antes no escuchaban mis chistes porque nunca se me había ocurrido contarlos con acento. En realidad, no me daba cuenta de que podía hacerlo, lo que demuestra la increíble infra-estimación de uno mismo en que puede incurrir un tipo sosegadamente festivo e ingenioso como yo. Sólo porque no soy ronco y no trato de abrirme camino por encima de todo...
    Estaba hablando en su mejor acento brooklynés, el cual raspa desagradablemente cualquier oído delicado, si no te importa que lo diga, por lo que me apresuré a asegurarle que yo me encargaría de todo.
    Hablé con el dueño del local de la riqueza de los miembros del “Edén”, olvidando mencionar que eran tan tacaños como ricos. El dueño, babeando ligeramente, les envió entradas gratuitas para atraerles. Lo hizo por consejo mío, ya que yo sabía perfectamente que ningún verdadero edenita podía resistirse a una función gratuita, en especial habida cuenta de que yo había puesto cuidadosamente en circulación el rumor de que después de la función se proyectarían películas sólo para hombres.
    Los edenitas acudieron en masa, y Crump se sintió lleno de júbilo.
    —Ahora puedo hacerlo —dijo—. Tengo un acento coreano que los va a tirar de espaldas.
    Tenía también un deje sureño y un gangueo de Maine que había que oírlos para creerlo.
    Durante unos minutos, los hombres del “Edén” permanecieron en petrificado silencio, y me asaltó la terrible idea de que no entendían el sutil humor de Crump. Sin embargo, sólo estaban paralizados por la sorpresa, y cuando ésta se desvaneció, empezaron a reír.
    Se estremecían los ampulosos vientres, caían al suelo los lentes de pinza, ondeaban al viento las blancas y pobladas patillas. Todos los repugnantes sonidos posibles -desde los secos cloqueos en falsete de unos hasta los oleaginosos farfulles de otros- que podían servir para hacer odiosa la vida, comenzaron a hacerla.
    Crump se llenó de júbilo ante esta apropiada apreciación de su arte, y el dueño del local, seguro de que se encontraba en la puerta de entrada que le había de dar acceso a una ilimitada riqueza, se apresuró a acudir junto a Crump en el intermedio y le dijo:
    —Muchacho, muchacho, sé que sólo pedías la oportunidad de dar a conocer tu arte y que estás por encima de esa inmundicia que la gente llama dinero, pero no puedo permitirlo por más tiempo. Llámame estúpido. Llámame loco. Pero aquí tienes este cheque, muchacho, cógelo. Te lo has ganado hasta el último centavo. Gástalo en lo que quieras.
    Y, con la generosidad del típico empresario que espera recibir millones a cambio, le puso en la mano a Crump un cheque de veinticinco dólares.
    Bien, desde mi punto de vista, ése fue el principio. Crump adquirió fama y satisfacción, y se convirtió en el ídolo del circuito de salas de fiesta, admirado por todos los espectadores. Afluía sobre él dinero a raudales, y como ya era más rico de lo que el propio Creso hubiera podido soñar, gracias a la diligente defraudación de huérfanos practicada por sus antepasados, no lo necesitaba y todo se lo entregaba a su representante artístico..., es decir, a mí. Al cabo de un año, yo ya era millonario, de modo que ahí tienes en qué viene a parar tu típica estúpida teoría de que Azazel y yo sólo traemos mala suerte.
    Miré a George sardónicamente.
    —Como te faltan varios millones de dólares para ser millonario, ahora supongo, George, que vas a decirme que todo fue un sueño.
    —En absoluto —replicó altivamente—. El relato es totalmente cierto, como todas las palabras que yo pronuncio. Y el final que acabo de esbozar es exactamente lo que habría sucedido si Alistair Tobago Crump VI no hubiera sido un necio.
    —¿Un necio?
    —Ya lo creo. Juzga tú mismo. Lleno de engreimiento por el espléndido cheque de veinticinco dólares que había recibido, lo puso en un marco, lo llevó al “Edén” y fatuamente lo fue enseñando a todo el mundo, ¿Qué alternativa tenían los socios? Había ganado dinero. Se le había pagado por su trabajo. Se veían obligados a expulsarle. Y Crump, privado de su club, llegó al imprudente extremo de sufrir un fatal ataque cardíaco. Sin duda, nada de eso fue culpa de Azazel, ni mía.
    —Pero, si puso el cheque en un marco, en realidad no estaba ganando ningún dinero.
    Con gesto magistral, George levantó la mano derecha mientras con la izquierda empujaba hacia mí la cuenta de la cena.
    —Es el principio en el que se basa el asunto. Ya te he dicho que los edenitas eran fuertes en religión. Cuando Adán fue expulsado del Edén, Dios le dijo que en lo sucesivo tendría que trabajar para ganarse la vida. Creo que las palabras exactas fueron: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. De donde, a la inversa, se deduce que, si trabajas para ganarte la vida, tienes que ser expulsado del Edén. La lógica es la lógica.


    VIAJA MÁS RÁPIDO
    Acababa de regresar de un viaje a Williamsburg, Virginia, y mi alivio al estar de vuelta junto a mi querida máquina de escribir y mi procesador de textos se mezclaba con un residuo de leve resentimiento por haberme tenido que marchar.
    George no tuvo en cuenta en absoluto el que el hecho de que acabara de atiborrarse con lo más selecto de uno de los mejores restaurantes de la ciudad, a mis muy duramente ganadas expensas, era una razón más que adecuada para ofrecerme su simpatía.
    Tras liberar una fibra de bistec que se le había quedado enganchada entre dos dientes me dijo:
    —De veras que no comprendo, mi viejo amigo, por qué tienes que encontrar mal el hecho de que una serie de organizaciones, otro lado respetables, parezcan estar dispuestas a pagarte miles de dólares para escucharte hablar durante una hora. Teniendo en cuenta que te he escuchado hablar a veces, consideraría mucho las lógico que hablaras sin cobrar nada, y te negaras a dejar de hacerlo hasta que te pagaran miles de dólares. Seguro que ésta es la forma mucho más fácil de exprimirle dinero a la gente..., aunque no tengo intención de herir tus sentimientos, suponiendo que tengas alguno.
    —¿Cuándo me has oído tú hablar? —le pregunté—. Los intersticios entre tus vagabundeos no te permiten oír más de dos docenas de palabras a la vez. —(Naturalmente, tomé buen cuidado de expresar mi opinión en exactamente veinticuatro palabras.)
    George me ignoró, como estaba seguro que haría.
    —Demuestra un aspecto particularmente oscuro de tu alma el que en tu loca codicia por esa escoria llamada «dinero» consientas tan libre y frecuentemente someterte a las penas de ese viajar que dices odiar tanto. Esto me recuerda la historia de Sophocles Moskowitz, que sentía una perezosa reluctancia similar a abandonar su sillón excepto cuando se ofrecía a su vista la posibilidad de nuevas hinchazones de su ya hinchada cuenta bancaria. Esta reluctancia era calificada también por él con el eufemismo de «aversión a viajar». Tuvo que ser mi amigo, Azazel, quien cambiara eso.
    —Ni se te ocurra poner tras de mí a tu demonio desastre de dos centímetros —dije alarmado; una alarma que era tan real como si de veras creyera que ese producto de la perturbada imaginación de George existía de verdad.
    George me ignoró otra vez.
    En realidad [dijo George], aquella fue la primera vez que llamé a Azazel para pedirle su ayuda. Hará ya casi treinta años de ello, ¿sabes? Yo acababa de averiguar cómo atraer a la pequeña criatura desde su propio mundo, y todavía no había aprendido a comprender sus poderes. Él alardeaba de ellos, por supuesto, pero, ¿dónde hay alguna criatura viviente, excepto yo, que no evalúe en exceso sus poderes y habilidades?
    Por aquel entonces yo estaba muy familiarizado con una magnífica mujer llamada Fifí que, hacía un año, había decidido que Sophocles Moskowitz, como persona, no era tan malo como para descalificarlo, ante su cuantiosa fortuna, como el tipo de marido que ella andaba buscando. Después de que se casaran, ella siguió siendo una subrepticia, aunque inexplicablemente virtuosa, amiga mía.
    Pese a su virtud, sin embargo, yo siempre me alegraba de verla, algo que comprenderás fácilmente cuando te diga que su figura era algo que no podía ser evaluado en exceso. Ante su presencia yo siempre recordaba, con austera satisfacción, algunas amistosas faltas de delicadeza en las que ambos habíamos participado en el pasado.
    —Bum-Bum —dije, porque nunca había conseguido quitarme la costumbre de usar su nombre de candilejas, adjudicado por consenso general de los admirados espectadores de su interesante acto—, tienes buen aspecto. —No vacilé en absoluto en decirlo, porque realmente lo creía.
    —¿Oh, sí? —dijo ella, de esa manera despreocupada que siempre me recordaba las calles de Nueva York en su cobrizo esplendor—. Bueno, pues no me siento bien.
    No lo creí ni por un momento porque, si podía confiar en mi memoria, ella se había sentido bien desde su primera adolescencia, pero dije:
    —¿Cuál es el problema, mi cimbreante amiga?
    —Se trata de Sophocles, esa sabandija.
    —Seguro que no estás irritada con tu esposo, Bum-Bum. Es imposible que una persona tan rica como él pueda ser irritante.
    —Eso es todo lo que tú sabes. ¡Vaya fanfarrón! Escucha, ¿recuerdas que me dijiste que Sophocles era tan rico como un tipo llamado Creso, que es un chico del que nunca había oído hablar? Bueno, ¿por qué no me dijiste nunca que ese tipo llamado Creso debió ser un campeón de la tacañería?
    —¿Sophocles es un tacaño?
    —¡Un campeón! ¿Te apuestas algo? ¿De qué sirve casarse con un tipo rico que es un tacaño?
    —Vamos, Bum-Bum, seguro que puedes arreglártelas para sacarle algo de dinero con la elusiva promesa de un Elíseo nocturno.
    La frente de Fifí se contrajo un poco.
    —No estoy segura de lo que significa eso, pero te conozco, así que no digas guarradas. Por otro lado, le prometí que no iba a conseguirlo, sea lo que sea lo que tú has dicho, a menos que aflojara la bolsa, pero prefiere antes estrujar su bolsa que a mí, y eso, si piensas bien en ello, es más bien insultante. —La pobrecilla se puso a sollozar quedamente.
    Palmeé su mano de una manera tan poco fraternal como pude n tan poco tiempo.
    Ella estalló apasionadamente:
    —Cuando me casé con el tipo pensé: «Bueno, Fifí, ahora es cuando vas a ir a París y a la Riviera y a Buenos Aires y a Casablanca y a todos esos sitios». ¡Ja! ¡Ni una posibilidad!
    —No me digas que ese canalla ni siquiera te ha llevado a París.
    —Él no va a ninguna parte. Dice que no desea abandonar Manhattan. Dice que no le gusta lo que hay ahí fuera. Dice que no le gustan las plantas ni los árboles ni los animales ni la hierba ni el polvo ni los extraños ni los edificios excepto los de Nueva York. De modo que yo le digo: «¿Y qué te parece si salimos de compras?» Pero eso tampoco le gusta.
    —¿Por qué entonces no sales sin él, Bum-Bum?
    —Eso sería más divertido que con él, apuesta a que sí. ¿Pero con qué? El tipo se ha hecho coser los bolsillos de sus pantalones, con todas sus tarjetas de crédito dentro. Tengo que hacer todas mis compras en Macy's. —Su voz se convirtió casi en un chillido—. ¡No me casé con ese tipo para comprar en Macy's!
    Contemplé especulativamente varias porciones anatómicas de la damisela y lamenté no poder permitírmelas. Antes de casarse, se había mostrado ocasionalmente dispuesta a hacer una contribución a la causa en el mejor estilo del arte por el arte, pero ahora tenía la sensación de que su noble status de mujer casada había endurecido su visión profesional del asunto. Entiéndelo, en aquellos días yo era mucho más vigoroso aún de lo que soy ahora en mi actual primavera de la vida, pero estaba tan poco familiarizado con esa bagatela que llamamos dinero como lo estoy ahora.
    Le dije:
    —Suponte que puedo convencerle de que le guste viajar.
    —Oh, muchacho, me gustaría que alguien pudiera.
    —Suponte que yo puedo. Imagino que te sentirías agradecida.
    Sus ojos se clavaron en mí, reminiscentes.
    —George —dijo—, el día que él me diga que me lleva a París, tú y yo montamos un número en Asbury Park. ¿Recuerdas Asbury Park?
    ¿Que si recordaba aquel lugar de la costa de Nueva Jersey? ¿Cómo podré olvidar nunca mis doloridos músculos? Cada parte de mi cuerpo, bueno, casi cada parte, estuvo rígida durante al menos dos días después.
    Discutí el asunto con Azazel ante un poco de cerveza, una jarra para mí y una gota para él. Siempre ha encontrado el lúpulo deliciosamente estimulante. Le dije con cautela:
    —Azazel, ¿puede esa avanzada tecnología vuestra hacer realmente cosas que me sorprendan?
    Me miró con expresión algo ebria.
    —Limítate a decirme lo que quieres. Sólo eso. Te demostraré si soy un chapucero o no. Te lo demostraré.
    En una ocasión, en un momento de estupefacción ante algún abrillantador para muebles con esencia de limón (dijo que hallaba que ese extracto le despejaba la mente), me dijo que una vez había sido insultado de aquella manera en su propio mundo.
    Le concedí otra gota de cerveza y dije descuidadamente:
    —Tengo un amigo al que no le gusta viajar. Supongo que no será ningún problema para una persona tan hábil y adelantada como tú cambiar ese desagrado por una absoluta fiebre a los viajes.
    Debo admitir que algo de su ansiedad se desvaneció de inmediato.
    —Lo que quería decir —indicó, con su silbante voz y su extraño acento— era que me pidieras algo razonable..., como hacer que ese horrible cuadro que cuelga en la pared lo haga derecho y no torcido, utilizando sólo el poder de mi mente. —El cuadro se movió mientras él hablaba, y colgó torcido en la otra dirección.
    —Sí, pero, ¿por qué querría yo que mis cuadros colgaran derechos? —dije—. Ya he tenido bastantes problemas en conseguir que cuelguen todos de una manera no rectilíneamente correcta. Lo que deseo es que imbuyas a Sophocles Moskowitz la manía de viajar, algo que le impulse a los viajes, incluso sin su esposa si es necesario. —Añadí eso porque se me ocurrió que tal vez fuera ventajoso que Fifí se quedara en la ciudad mientras Sophocles estaba fuera de ella.
    —Eso no es fácil —dijo Azazel—. Una repugnancia arraigada a los viajes puede depender muy bien de varias experiencias infantiles deformadoras del cerebro. Sería necesaria ingeniería mental del tipo más avanzado para tratarlo. No digo que no pueda hacerse, Puesto que las toscas mentes de tu gente no resultan dañadas con facilidad, pero tendría que ver a la persona para poder identificar su mente y estudiarla.
    Eso era fácil. Hice que Fifí me invitara a cenar como un viejo compañero de clase de la universidad. (Ella había pasado algún tiempo en el campus de una universidad hacía años, aunque no creo que asistiera a las clases. Era muy extracurricular.)
    Llevé a Azazel conmigo en el bolsillo de mi chaqueta, y pude oírle ocasionalmente chirriar elaboradas fórmulas matemáticas para sí mismo. Supuse que estaba analizando la mente de Sophocles Moskowitz y, si así era, se trataba de una hazaña impresionante, porque en lo que a mí respecta su conversación me permitió apreciar el hecho de que su mente no era lo bastante amplia como para permitir mucho análisis.
    De vuelta a casa, le dije a Azazel:
    —¿Y bien?
    Respondió con un frívolo agitar de su escamoso bracito:
    —Puedo hacerlo. ¿No tendrás a mano por casualidad un sinaptómetro mentodinámico multifase?
    —A mano precisamente no —respondí—. Ayer le presté el mío a un amigo que se iba a Australia.
    —Qué estupidez —gruñó Azazel—. Eso significa que tendré que trabajar con cálculos a base de tablas.
    Siguió irritado incluso después de haber terminado (como afirmó) con éxito su tarea.
    —Era casi imposible —dijo—. Sólo una persona de mis magníficas habilidades hubiera podido conseguirlo, y tuve que clavar su mente a su actual forma ajustada con unos alfileres más bien gruesos.
    Supuse que estaba hablando metafóricamente, y así se lo dije.
    A lo que Azazel respondió:
    —Bueno, pueden calificarse como alfileres más bien gruesos. Nadie podrá mover su mente después de esto. Va a desear viajar con una firmeza tan abrumadora que podría llegar a agitar los cimientos del universo si fuera necesario para hacer posible su viaje. Eso mostrará...
    Estalló en una larga serie de sílabas estridentes en su idioma natal. No comprendí nada de lo que dijo, por supuesto, pero quedó completamente claro, por el simple hecho de que los cubitos de hielo de la nevera en la otra habitación se fundieron por completo, que no se trataba de ningún cumplido. Sospeché que estaba arrojando algunas animadversiones hacia aquellos de su planeta natal que le habían acusado de falta de habilidad.
    No habían pasado ni tres días cuando Fifí me telefoneó. No es tan efectiva por teléfono que en persona por razones que resultan claramente evidentes, aunque quizá para ti no lo resulten tanto, con tu incapacidad congénita de apreciar las cosas delicadas de la vida. Entiéndelo: uno es más consciente de la ligera dureza en su voz cuando no puede equilibrar directamente esta dureza con la blandura que se exhibe en todas las otras partes de su configuración anatómica.
    —George —cloqueó—, tiene que ser magia. No sé lo que hiciste durante esa cena, pero ha funcionado. Sophocles me lleva a París. Ha sido idea suya, y se muestra terriblemente excitado al respecto. ¿No es maravilloso?
    —Es más que maravilloso —dije, con un entusiasmo natural—. Es capaz de provocar un temblor de tierras. Ahora podemos dedicarnos a la pequeña promesa que me hiciste. Podemos repetir lo de Asbury Park y hacer temblar toda la Tierra.
    Supongo que alguna vez habrás notado, sin embargo, que a las mujeres les falta ese sentimiento de que un trato es algo sagrado. A este respecto son completamente distintas de los hombres. Parecen no tener la menor idea de la importancia de mantener su palabra, ningún sentido del honor.
    Dijo:
    —Nos vamos mañana, George, así que ahora no tengo tiempo. Te llamaré cuando hayamos vuelto.
    Colgó, y eso fue todo. La mujer tenía veinticuatro horas por delante y yo apenas sería capaz de usar la mitad de ellas..., pero se fue.
    Supe de ella cuando volvió, pero eso fue seis meses más tarde.
    Me telefoneó de nuevo, y al principio no reconocí su voz. Había algo extraño y cansado en ella.
    —¿Con quién hablo? —pregunté, con mi dignidad habitual.
    —Soy Fifí Laveme Moskowitz —dijo con voz débil.
    —¡Bum-Bum! —exclamé—. ¡Has vuelto! ¡Maravilloso! Ven esta noche, y así podremos...
    —Olvídalo, George —respondió—. Si se trata de magia, eres un miserable tramposo, y no iría a Asbury Park contigo ni aunque me llevaras a rastras.
    Me sentí abrumado.
    —¿Acaso Sophocles no te ha llevado a París?
    —Sí lo hizo. Ahora pregúntame cómo fueron mis compras.
    —¿Cómo fueron tus compras? —pregunté inmediatamente.
    —¡Una mierda! Ni siquiera empezaron. ¡Sophocles no se detuvo ni un instante! —Su voz olvidó el cansancio y, bajo el stress de la emoción, ascendió casi a un chillido—. Llegamos a París, y seguimos. Él iba señalando las cosas a medida que pasábamos junto a ellas a toda velocidad. «Esto es la Torre Eiffel», dijo, señalando a una construcción absurda que estaban erigiendo. «Esto es Notre Dame», dijo. Ni siquiera sabía de qué estaba hablando. Dos jugadores de béisbol me llevaron una vez a Notre Dame, y ni siquiera estaba en París. Estaba en South Bend, Indiana.
    »¿Pero a quién le importa? Luego fuimos a Frankfurt y a Berna y a Viena..., que esos estúpidos extranjeros del lugar llaman Veen. ¿Hay algún lugar llamado Triste?
    —Trieste —dije—. Sí lo hay.
    —Entonces también fuimos allí. Y ni siquiera nos parábamos en los hoteles. Nos parábamos en antiguas granjas. Sophocles decía que ésa era la auténtica forma de viajar. Decía que hay que ver gente y naturaleza. ¿Quién quiere ver gente y naturaleza? Lo que no vimos fueron duchas. Ni facilidades sanitarias. Al cabo de un tiempo, empiezas a oler. Y atrapé cosos en el pelo. Acabo de tomar cinco duchas una tras otra, y sigo sin hallarme limpia.
    —Toma otras cinco duchas por mí —la animé con mi voz más razonable—, y vayamos a Asbury Park.
    No pareció oírme. Es sorprendente lo sordas que son las mujeres a la pura razón. Prosiguió:
    —Dice que vamos a empezar otra vez la semana próxima. Quiere cruzar el Pacífico e ir a Hong Kong. Ha contratado un petrolero. Dice que ésa es la forma de ver el océano. Yo le he dicho: «Escucha, maldito loco, no vas a llevarme en carguero hasta China, así que puedes hacer el viaje solo.»
    —Muy poético —reconocí.
    —¿Y sabes lo que dijo? Dijo: «Muy bien, querida. Iré sin ti.» Luego dijo algo de lo más extraño, porque no tenía ningún sentido. Dijo: «Abajo hasta el Gehena o arriba hasta el trono, viaja más rápido quien viaja solo.» ¿Qué significa eso? ¿Qué es el Gehena? ¿Cómo puede llegar a alcanzar ningún trono? ¿Acaso se cree la Reina de Inglaterra?
    —Es de Kipling —dije.
    —No, fue él quien lo dijo. Y parecía decirlo en serio. De modo que le respondí que iba a divorciarme de él, y le sacaría hasta el último centavo, y él se limitó a decir: «Adelante, mi subestúpida querida, pero no tienes nada a lo que agarrarte y no vas a conseguir nada. Todo lo que me importa es viajar.» ¿Puedes entender eso? ¿Pese a lo de subestúpida? Siempre diciéndome palabras dulces.
    Tienes que comprender, viejo amigo, que éste era el primer trabajo que hacía Azazel para mí, y que aún no había aprendido a controlarse. Y yo le había pedido que Sophocles viajara sin su esposa si se presentaba la ocasión.
    Quedaba todavía la ventaja de la situación que yo había imaginado desde un principio.
    —Bum-Bum —dije—, hablemos juntos de eso del divorcio en Asbury...
    —Y tú, miserable tramposo. No me importa si hiciste magia o lo que fuera. Sal de mi vida, porque conozco a un tipo que puede convertirte en panqueques tan pronto como le diga una palabra. Y lo haría bien, porque sabe hacer bien todo lo demás.
    Me temo que Bum-Bum se había convertido en Plaf-Plaf, y no precisamente de la forma en que yo había deseado o, conociendo sus medidas y estilo, esperado.
    Llamé a Azazel pero, aunque lo intentó, no hubo forma en que pudiera deshacer lo que había hecho. Y se negó llanamente a intentar nada que hiciera que Bum-Bum se mostrara más razonable conmigo. Dijo que aquello sería demasiado para cualquiera. No sé por qué.
    Sin embargo, siguió la pista de Sophocles a petición mía. La manía del hombre fue creciendo. Cruzó la Divisoria Continental sobre sus manos. Remontó el Nilo haciendo esquí acuático, todo el camino hasta el lago Victoria. Cruzó la Antártida en ala delta. Cuando el presidente Kennedy anunció en 1961 que alcanzaríamos la Luna a finales de la década, Azazel dijo:
    —Ahí está mi ajuste actuando de nuevo.
    —¿Quieres decir que lo que fuera que le hiciste a su cerebro le da el poder de influenciar al presidente y al programa espacial? —quise saber.
    —No lo hace a propósito —dijo Azazel—, pero ya te dije que el ajuste era lo bastante fuerte como para sacudir el universo.
    Y el viejo tipo se fue a la Luna. ¿Recuerdas el Apolo 13, el que se supuso que sufrió una avería en el espacio en su camino a la Luna en 1970, y cuya tripulación apenas consiguió llegar de vuelta a la Tierra? En realidad, Sophocles se había hecho cargo de él, y llevó toda una porción del aparato hasta la Luna, dejando que la tripulación nominal volviera a la Tierra como mejor pudiera con el resto.
    Está en la Luna desde entonces, viajando por toda su superficie. No tiene ni aire, ni comida ni agua, pero su ajuste a viaje constante le suministra de alguna forma todo lo que necesita. De hecho, de alguna forma, ha elaborado algo que va a llevarlo ahora hasta Marte..., y más allá.
    George agitó tristemente la cabeza.
    —Es tan irónico —dijo—. Tan irónico.
    —¿Qué es irónico? —pregunté.
    —¿No lo ves? ¡El pobre Sophocles Moskowitz! Se ha convertido en una nueva versión mejorada del Judío Errante, y la mayor ironía es que ni siquiera es Ortodoxo.
    George se llevó la mano izquierda a los ojos y tanteó con la derecha en busca de su servilleta. Mientras lo hacía, tomó accidentalmente el billete de diez dólares que yo había dejado a un lado de la mesa como propina para el camarero. Se secó los ojos con la servilleta, pero no pude ver lo que le ocurrió al billete de diez dólares. Abandonó el restaurante sollozando, dejando la mesa vacía.
    Suspiré y deposité otro billete de diez dólares.


    LOS OJOS DEL OBSERVADOR
    George y yo estábamos sentados en un banco del paseo que se extendía a la orilla del mar y contemplábamos la inmensa playa y el bravo mar que se divisaba en la distancia. Yo estaba inmerso en el inocente placer que supone observar a las jovencitas con sus bikinis, y preguntándome qué es lo que ellas pueden obtener de las bellezas de esta vida que no sea como mucho la mitad de lo que ellas contribuyen con su belleza.
    Conociendo a George como lo conocía, sospechaba que con bastante seguridad sus propios pensamientos debían ser considerablemente menos estéticos y generosos que los míos. Estaba seguro de que sus pensamientos estarían centrados en los aspectos más provechosos de aquellas mismas jovencitas.
    Me llevé, por tanto, una sorpresa, cuando le oí decirme:
    —Viejo amigo, henos aquí sentados, pendientes de las bellezas de la Naturaleza en la forma de la divina apariencia femenina..., por inventar una frase... Y, sin embargo, seguramente la verdadera belleza no es, y no puede ser, tan manifiestamente evidente. Después de todo, la verdadera belleza, al ser tan apreciada, ¿debe mantenerse oculta a los ojos de los observadores triviales? ¿Había pensado en eso alguna vez?
    —No —repliqué—. Nunca había pensado en ello y, ahora que lo menciona, sigo sin hacerlo. Es más, tampoco creo que usted haya pensado alguna vez eso.
    George suspiró.
    —Charlar con usted, viejo amigo, es como nadar en la melaza... Poca compensación para un esfuerzo tan grande. He observado cómo contemplaba a aquella alta diosa que se ve ahí, esa cuyas finas tiras de tejido no sirven para ocultar el reducido espacio que pretenden cubrir. Seguramente usted considera que lo que ella exhibe son frivolidades.
    —Nunca he pedido mucho de la vida —repuse de una forma humilde—. Me sentiría satisfecho con frivolidades de ese tipo.
    —Piense cuánto más bella sería una mujer joven..., incluso una mujer muy poco atractiva a los indoctos ojos de alguien como usted..., si ésta poseyera las eternas glorias de bondad, abnegación, buen humor, sumisa laboriosidad y dedicación a los demás, todas las virtudes, en resumen, que reflejan el encanto y la aureola de una mujer.
    —Lo que estoy pensando, George —dije—, es que usted debe estar borracho. ¿Qué demonios sabe posiblemente usted acerca de virtudes como ésas?
    —Me son completamente familiares —siguió George arrogantemente—, porque las practico asiduamente y al completo.
    —Sin duda alguna —convine—, sólo en la intimidad de su habitación y en la oscuridad.
    —Dejando a un lado su vulgar comentario —dijo George—, debo decir que, aunque no hubiera tenido un conocimiento personal de esas virtudes, he sabido de ellas a través de mi relación con una señora joven, llamada Melisande Ott, de soltera Melisande Renn, y conocida por su querido esposo, Octavius Ott, como Maggie. También yo la conocía por Maggie, ya que era la hija de un amigo mío muy querido. ¡Ay!, ya fallecido, por lo que ésta siempre me consideró como su tío George.
    Debo admitir que yo, en parte e igual que usted, aprecio las sutiles cualidades de lo que usted llama «frivolidades» Sí, viejo amigo, ya sé que yo utilicé el término primero, pero no iremos a ninguna parte si continúa interrumpiéndome constantemente con trivialidades.
    Porque debido a la pequeña debilidad en mí existente, debo también admitir que cuando, demostrando una excesiva alegría por verme, corría dando gritos a abrazarme, el placer que yo sentía al ocurrir esto no era tanto como hubiera sido en realidad si ella hubiera estado más generosamente proporcionada. Era muy delgada y sus huesos eran terriblemente prominentes. Tenía la nariz grande, un mentón débil, su pelo era lacio y de color pardusco y sus ojos tenían un indefinible color entre gris y verde. Sus pómulos eran anchos y marcados, lo que le hacía parecerse a una ardilla que acabara de completar una buena colección de nueces y granos. En resumen, no era el tipo de mujer que al aparecer en escena hubiera hecho que ninguno de los jóvenes presentes en la sala hubiera comenzado a acelerar su respiración ni a esforzarse por acercarse a ella.
    Pero tenía un buen corazón. Sobrellevaba con su melancólica sonrisa las situaciones en que los jóvenes de su edad, tras haberles sido presentada, dejaban traslucir su repentino desagrado. Servía de dama de honor a todas sus amigas a medida que se casaban, correspondiendo siempre con una serie de dulces y melancólicas sonrisas. También sirvió como madrina para innumerables niños e hizo de niñera para otros, pues era tan diestra en dar el biberón como jamás nadie lo ha sido.
    Llevaba sopa caliente a los pobres que se lo merecían..., y también a los que no se lo merecían, aunque hubo alguien que dijo que eran precisamente estos últimos los que más se merecían aquella visita larga y molesta. Realizaba diversos servicios en la iglesia de su barrio y en diversas ocasiones... Una vez lo hacía por ella misma y otras por cada una de sus amigas que preferían los brillos pecaminosos de las salas de cine al servicio desinteresado. Daba clases en la escuela dominical y divertía a los niños haciendo (ellos así lo creían) muecas con su rostro. Frecuentemente los reunía para leerles los Diez Mandamientos. (Evitaba leerles el que se refería al adulterio porque la experiencia le había enseñado que ello implicaba invariablemente el que le hicieran una serie de preguntas inconvenientes.) También se prestaba como voluntaria para atender los servicios de la biblioteca del barrio.
    Naturalmente ya había perdido toda esperanza de casarse desde que tenía, aproximadamente, cuatro años. Incluso ya a la edad de diez años, le había parecido un sueño totalmente imposible la posibilidad de tener una eventual cita con un miembro del sexo opuesto.
    Muchas veces me había dicho:
    —No me considero desdichada, tío George. El mundo de los hombres me está vedado, sí, siempre lo ha estado excepto en lo que se refiere a usted mismo y a la memoria del pobre papá, pero existe mucha y auténtica felicidad en hacer el bien.
    Entonces comenzó a visitar a los presos de la cárcel del Condado para buscar su arrepentimiento y tratar de convertirlos para que iniciaran trabajos dignos. Los días que ella debía ir a visitarlos, sólo había uno o dos de entre los presos más indolentes, que se prestaban al encierro incomunicado.
    Pero entonces conoció a Octavius Ott, que acababa de incorporarse al vecindario y era un joven ingeniero electrónico con un puesto de responsabilidad en una empresa de energía eléctrica. Era un joven respetable, serio, trabajador, perseverante, valeroso, honesto y respetuoso... Pero no era precisamente lo que usted o yo llamaríamos un hombre atractivo. De hecho, y sin querer insistir en el tema, nadie a lo largo de la historia lo hubiera catalogado como un hombre guapo.
    Tenía grandes entradas en su cabello... O, por decirlo más exactamente, era medio calvo. Tenía una frente bulbosa, la nariz chata, los labios delgados, las orejas totalmente separadas de la cabeza y una prominente nuez que no acababa nunca de estar quieta. El poco pelo que tenía era de color de orín y sus brazos y su rostro estaban irregularmente salpicados por pecas.
    Sucedió que yo estaba con Maggie cuando Octavius y ella se encontraron en la calle por primera vez. Ambos se hallaban igualmente desprevenidos y ambos se mostraron como un par de caballos asustadizos enfrentados de repente a una docena de payasos con doce espantosas pelucas, tocando doce silbatos. Por un momento, pensé que los dos, Maggie y Octavius, iban a ponerse de manos como los caballos y comenzarían a relinchar.
    Pasó aquel primer momento, sin embargo, y los dos lograron superar con éxito aquel instante de pánico que habían experimentado. Ella no hizo sino colocar su mano en el corazón como si quisiera evitar con ello que se le escapara del pecho en busca de un lugar más oculto y seguro, mientras que él se enjugó la frente como para borrar un horrible recuerdo.
    Yo había conocido a Octavius algunos días antes y por tanto pude presentarlos a los dos. Ambos tendieron sus manos tanteando, como si no tuvieran ningún deseo de añadir el sentido del tacto al de la vista. Algo después, por la tarde, Maggie rompió su silencio y me dijo:
    —Qué hombre más raro parece ese señor Ott.
    Yo respondí con esa original metáfora que tanto gusta a todos mis amigos:
    —No debes juzgar a un libro por su cubierta, querida.
    —Pero la cubierta existe, tío George —dijo con la mayor seriedad—, y todo debe tenerse en cuenta. Me atrevería a decir que la mujer joven media, frivola e insensible, tiene poco que hacer con el señor Ott. Por tanto, podría hacérsele un favor, mostrándole que no todas las mujeres jóvenes son totalmente desatentas, y que al menos una de éstas no se da la vuelta frente a un hombre por el mero hecho de que éste tenga un desgraciado parecido con..., con...
    Hizo una pausa al no ocurrírsele con qué miembro del reino animal podía compararlo; por lo tanto, tuvo que acabar la frase, sin convicción, pero afectuosamente con un:
    —A lo que quiera que se parezca. Debo ser amable con él.
    No sé si Octavius tuvo o no un confidente sobre quien poder descargar sus pensamientos de igual manera que hizo Maggie. Probablemente no, porque pocos de nosotros, por no decir ninguno, tienen la ventaja de tener un tío George. Sin embargo, estoy bastante seguro, que, a juzgar por los acontecimientos posteriores, le vinieron a la cabeza el mismo tipo de pensamientos..., pero al revés, claro.
    En cualquier caso, los dos se afanaron por ser amables el uno con el otro, con dudas y como tanteo al principio, con entusiasmo más tarde, y con vehemencia finalmente. Lo que empezó con casuales encuentros en la biblioteca, se convirtió después en visitas al zoológico, más tarde en salir alguna noche al cine o a bailar, para, finalmente, acabar con lo que únicamente puede ser definido, si se me permite la expresión, como... citas.
    La gente empezó a esperar ver a uno cuando quiera que veía al otro, ya que se habían convertido en una pareja indisoluble. Algunas personas del vecindario se quejaban amargamente de que tener una doble dosis de Octavius y Maggie era más de lo que se esperaba que la vista humana podía soportar, y más de uno, entre los más desdeñosos y afectados, se compró gafas de sol. No quiero decir que compartiera totalmente aquellos extremados criterios, pero, sin embargo, había otras personas..., más tolerantes y quizá más razonables, que señalaban que, por alguna extraña coincidencia, los rasgos de uno de ellos eran justamente opuestos a los correspondientes al otro. El verlos a los dos juntos hacía que se introdujera un efecto de anulación mutua, de manera que verlos a los dos juntos era más soportable que ver a cada uno por separado. O al menos eso era lo que algunos afirmaban.
    Finalmente, llegó el día en que Maggie explotó ante mí y me dijo:
    —Tío George, Octavius es la luz de mi existencia y le da vida a la misma. Es leal, fuerte, sensato, firme y tenaz. Es un hombre encantador.
    —Estoy seguro —dije— de que internamente, querida, él es todas esas cosas. Su apariencia externa sin embargo, es...
    —Adorable —dijo ella leal, fuerte, sensata, firme y tenaz—. Tío George, él siente por mí lo mismo que yo por él y vamos a casarnos.
    —¿Otto y tú? —dije con voz débil.
    Una involuntaria imagen del posible resultado de tal matrimonio se paseó por delante de mis ojos y me puse muy pálido.
    —Sí —dijo—. Me ha dicho que soy el sol de sus gozos y la luna de sus alegrías. Después añadió que yo representaba todas las estrellas de su felicidad. Es un hombre muy poético.
    —Sí, parece que sí lo es —dije yo un tanto dudoso—. ¿Cuándo vais a casaros?
    —Lo más pronto posible —dijo.
    No pude hacer otra cosa más que rechinar mis dientes. Se hizo el anuncio de boda, se llevaron a cabo los preparativos, y se realizó el matrimonio siendo yo mismo el que condujo a la novia al altar. Todo el vecindario prestó atención al acontecimiento con incredulidad. Incluso el pastor permitió que pasara por su rostro un aire de sorpresa.
    Tampoco nadie pareció contemplar con agrado a la joven pareja. A través de toda la ceremonia, el público asistente se quedó mirando fijamente a sus respectivas rodillas. Excepto el pastor. Éste mantuvo sus ojos fijados firmemente en el rosetón de la puerta principal. Algún tiempo después, yo dejé el vecindario, cogí un alojamiento en otra parte de la ciudad y perdí totalmente el contacto con Maggie. Once años más tarde, sin embargo, tuve ocasión de volver por allí por razones que tenían que ver con una inversión hecha en las eruditas investigaciones que un amigo estaba llevando a cabo sobre las cualidades de los caballos de carreras. Aproveché la oportunidad para visitar a Maggie, que tenía, entre otras bien escondidas cualidades, la de ser una excelente cocinera.
    Llegué a la hora del almuerzo. Octaváis estaba fuera, en el trabajo, pero eso no importaba. No soy un egoísta y me comí su ración aparte de la mía.
    No pude evitar darme cuenta, sin embargo, que había una sombra de aflicción en el rostro de Maggie. Después de tomar el café, le dije:
    —¿Eres desgraciada, Maggie? ¿No va bien tu matrimonio?
    —¡Oh!, no, tío George —dijo con vehemencia—, nuestro matrimonio es una bendición del cielo. Pese a que seguimos sin tener hijos, estamos tan dedicados el uno al otro que apenas nos damos cuenta de la falta de los niños. Vivimos en un mar de perpetua felicidad y no tenemos nada más que pedir de este mundo.
    —Ya veo —susurré entre dientes—; pero, entonces, ¿a qué es debida esa sombra de preocupación que me parece haber detectado en tu rostro?
    Maggie vaciló, para luego explotar:
    —¡Oh, tío George, es usted un hombre tan sensible! Sí, hay una cosa que se interpone en la rueda de mi felicidad.
    —Y, ¿qué es eso?
    —Mi aspecto.
    —¿Tu aspecto? ¿Qué hay de malo en tu...?
    Tragué saliva y me encontré imposibilitado de continuar la frase.
    —No soy guapa —acabó Maggie, con el aire de querer comunicar un muy oculto secreto.
    —¡Ah! —dije.
    —Y me gustaría serlo..., por consideración a Octaváis. Quiero ser hermosa sólo para él.
    —¿Acaso se queja él de tu aspecto? —pregunté cauteloso.
    —¿Octavius? Por supuesto que no. Sobrelleva su sufrimiento con digno silencio.
    —Entonces, ¿cómo sabes que sufre?
    —Mi corazón de mujer me lo dice.
    —Pero, Maggie, Octavius tampoco él es..., bueno..., guapo.
    —¿Cómo puede usted decir eso? —inquirió Maggie con indignación—. Es maravilloso.
    —Quizá también él piensa que tú «eres» maravillosa.
    —¡Oh, no! —dijo Maggie—. ¿Cómo podría él pensar eso?
    —En fin, ¿acaso está interesado en otras mujeres?
    —¡Tío George! —dijo Maggie indignada—. ¡Qué pensamiento tan infame! Me sorprende usted. Octavius no tiene ojos más que para mí.
    —Entonces, ¿qué importancia tiene si tú eres guapa o no?
    —Es «por él» —dijo—. ¡Oh, tío George, yo quiero ser hermosa para «él»!
    Y, abalanzándose sobre mi regazo de la manera más inesperada y desagradable, humedeció la solapa de mi chaqueta con sus lágrimas. De hecho, antes de que Maggie terminara de llorar, la solapa quedó totalmente mojada.
    Por aquellos tiempos, naturalmente, ya había conocido a Azazel, el extraterrestre de dos centímetros del que quizá ya le he hablado en alguna ocasión... Está bien, viejo amigo, no hace falta que murmure usted ad nauseam de esa forma tan arrogante. Cualquiera que escriba como usted hace, se sentiría molesto por sacar a colación la idea de asco fuera cual fuera el tema al que se refiriera.
    De cualquier forma, llamé a Azazel.
    Azazel estaba dormido cuando llegué. Tenía un saco de una especie de material de color verde cubriendo su diminuta cabeza, y sólo el apagado sonido de un agudo soprano chirriando en su interior daba pruebas de que estaba vivo. Eso, y el hecho de que, de vez en cuando, su pequeña y nervuda cola se atiesaba y vibraba con un pequeño zumbido.
    Naturalmente esperé algunos minutos hasta que se despertara, pero, en vista de que ello no ocurría, le quité el saco de su cabeza con unas pinzas. Abrió sus ojos lentamente y éstos se fijaron en mí, tras lo cual experimentó un exagerado sobresalto.
    —Por un momento pensé —dijo— que se trataba simplemente de una pesadilla. No contaba con «usted».
    No hice caso de su pueril malhumor y dije:
    —Tengo un trabajo que quiero que haga para mí.
    —Naturalmente —replicó Azazel con tono áspero—. No supondrá usted que esperaba que se ofreciera usted a hacer un trabajo para mí.
    —Lo haría y en cualquier momento —dije cortésmente—, si mis inferiores dotes fueran suficientes para hacer algo que pudiera ser considerado de suficiente utilidad por un personaje de su estatura y fuerza.
    —Cierto, cierto —dijo Azazel, apaciguado.
    Es verdaderamente repugnante, debería decir, lo que la adulación representa para la susceptibilidad de algunas mentalidades. Yo le he visto a usted perder el juicio de absurda alegría cuando alguien le pide un autógrafo... Pero volvamos a mi histo...
    —¿De qué se trata? —preguntó Azazel.
    —Quiero que haga hermosa a una joven mujer.
    Azazel se dio una sacudida.
    —No estoy muy seguro de que pueda hacer una cosa así. Los modelos de belleza entre su presumida y despreciable especie de vida son horribles.
    —Pero son los nuestros. Ya le diré lo que tiene que hacer.
    —«Usted» me dirá lo que debo hacer —dijo gritando y estremeciéndose indignado—. ¿Va «usted» a decirme cómo estimular y modificar los remedios del cabello, cómo fortalecer los músculos o cómo hacer crecer o reducir los huesos? ¿De verdad? ¿Me dirá usted todo eso?
    —No, en absoluto —dije humildemente—. Los detalles del mecanismo que necesitará tal hazaña sólo pueden ser manejados por un ser con unas dotes tan magníficas como las suyas. Permítame, sin embargo, indicarle los superficiales efectos que deben conseguirse.
    Azazel se apaciguó de nuevo, y nos pusimos a tratar el asunto con detalle.
    —Recuerde —dije—. Los efectos no deben lograrse antes de un período de sesenta días. Un cambio demasiado repentino se notaría demasiado.
    —¿Quiere usted decir —inquirió Azazel— que tengo que pasar sesenta de sus días supervisando, ajustando y rectificando? Mi tiempo, según su opinión, ¿no vale nada?
    —Bueno, pero, en ese tiempo, usted podría anotar sus experiencias en este tema en uno de los Diarios biológicos de su mundo. No es una tarea que mucha gente de su mundo tendría la habilidad o la paciencia de acometer. Como resultado de todo ello, usted sería profundamente admirado.
    Azazel asintió, pensativamente, con la cabeza.
    —Desprecio la adulación de mal gusto, por supuesto —explicó—. Supongo que tengo el deber de mantenerme en lo alto en mi papel de modelo para los miembros inferiores de mi especie. —Lanzó un suspiro con una especie de silbido estridente—. Es fastidioso y embarazoso, pero es mi deber.
    Yo también tenía mis deberes. Pensé que debía quedarme entre el vecindario durante el intervalo que precedería al cambio. Mi amigo, el de los caballos de carreras, me alojó gratuitamente en compensación por mi habilidad en aconsejarle sobre los resultados de diversas carreras experimentales y, a consecuencia de esto, mi amigo perdió muy poco dinero.
    Cada día buscaba una excusa para ver a Maggie y los resultados empezaron a mostrarse poco a poco. Su pelo crecía más fuerte y formando unas airosas ondas. Comenzaron a aparecer en él unos destellos dorados que le proporcionaban una agradable brillantez.
    Poco a poco, su mandíbula se hizo más prominente y sus pómulos se hicieron más suaves y más altos. Sus ojos adquirieron un color azul ya definido aunque, día a día, el azul se hacía más profundo hasta alcanzar un tono casi violeta. Los párpados se tornaron finos con un sesgo oriental. Sus orejas se iban haciendo más proporcionadas y los lóbulos aparecieron en ellas. Se fue engordando hasta conseguir una silueta casi opulenta mientras su cintura se estrechaba.
    La gente estaba perpleja. Oía yo mismo sus comentarios.
    —Maggie —decían—, ¿qué te ha pasado? Tu pelo te está quedando de maravilla. Pareces diez años más joven.
    —Yo no he hecho «nada» —diría Maggie.
    Ella estaba tan sorprendida como lo estaban los otros. Excepto yo, naturalmente.
    Me preguntó:
    —¿Nota algún cambio en mí, tío George?
    —Tienes un aspecto encantador —le dije—, pero a mí siempre me has parecido encantadora, Maggie.
    —Quizá sea así —contestó—, pero nunca me he encontrado tan encantadora como últimamente. No lo entiendo. Ayer, uno de esos hombres atrevidos que andan por ahí, se volvió para mirarme. Este tipo de hombres suelen pasar apresurados, ocultando sus ojos. Éste, sin embargo, me «guiñó» el ojo. Me cogió tan de sorpresa que no pude evitar el sonreírle.
    Pocas semanas más tarde me encontré con su marido, Octavius, en un restaurante donde yo estaba mirando la carta en una mesa junto a la ventana. Desde el momento en que entró para comer allí, no hizo falta ni un minuto para que me invitara a acompañarle, ni medio minuto para que yo aceptara.
    —Parece usted desdichado, Octavius —dije.
    —Soy desdichado —respondió—. No sé lo que le está ocurriendo a Maggie últimamente. Parece tan distraída que me ignora la mayor parte del tiempo. Cada vez le apetece más llevar una vida social más intensa. Y ayer...
    Su rostro se inundó de un angustioso sufrimiento ante el cual a casi todo el mundo le hubiera avergonzado reírse.
    —¿Ayer? —dije—. ¿Qué pasó ayer?
    —Ayer me pidió que la llamara... Melisande. No puedo llamar a Maggie con un nombre tan ridículo como Melisande.
    —¿Por qué no? Es su nombre de pila.
    —Pero ella es mi Maggie. Melisande es tan extraño.
    —En fin, ella ha cambiado un poco —expliqué—. ¿No se ha dado cuenta de que estos últimos días parece más bonita?
    —Sí —dijo Octavius, mordiéndose la lengua.
    —¿Y no es eso algo bueno?
    —No —contestó aún más tajante—. Yo quiero a mi sencilla y graciosa Maggie. Esa nueva Melisande está siempre arreglándose el pelo, maquillándose las sombras de los ojos, probándose nuevos vestidos, sujetadores más grandes, y apenas me dirige la palabra.
    El almuerzo continuó con un silencio de abatimiento por su parte.
    Pensé que lo mejor era ver a Maggie y tener una larga conversación con ella.
    —Maggie —dije.
    —Llámeme Melisande, por favor —contestó.
    —Melisande —seguí—. Me parece que Octavius es desdichado.
    —También yo lo soy —prosiguió ella ásperamente—. Octavius se está volviendo muy aburrido. No quiere salir. No quiere divertirse. Le molestan mis vestidos, mi maquillaje. ¿Quién demonios se cree que es?
    —Solías decir que era un rey entre los hombres.
    —Estúpida de mí. Es sencillamente un pequeño tipo feo con el que me molesta ser vista.
    —Pero querías ser bonita sólo para él.
    —¿Qué quiere usted decir con «quería» ser bonita? «Soy» hermosa. Siempre fui hermosa. Se trataba, simplemente, de dar el estilo adecuado a mi pelo y de saber cómo maquillarme correctamente. No puedo permitir que Octavius se interponga en mi camino.
    Y no lo permitió. Medio año más tarde, Octavius y ella se divorciaron y al cabo de otro medio año Maggie..., o Melisande, se casó de nuevo con un hombre bien parecido físicamente y sin ningún mérito en cuanto a carácter. Una vez cené con él y dudó tanto hasta coger la cuenta, que me temí que iba a tenerme que hacer cargo yo de la misma.
    Vi a Octavius, aproximadamente, un año después de su divorcio. Éste, naturalmente, no se había vuelto a casar, ya que su apariencia era más ridícula que nunca, al punto de que incluso la leche se hubiera cuajado en su presencia. Estábamos sentados en su apartamento, que se hallaba lleno de fotografías de Maggie, la vieja Maggie, y cada una de ellas más horrible que la siguiente.
    —Todavía debe usted echarla en falta, Octavius —dije.
    —¡Muchísimo! —respondió—. Sólo espero que sea feliz.
    —Creo entender que no lo es —respondí—. Quizá vuelva con usted.
    Octavius negó con la cabeza, abatido.
    —Maggie no puede jamás volver conmigo. Quizá desee volver una mujer llamada Melisande, pero yo no podría aceptarla si ésta regresara. Ella no es Maggie..., mi encantadora Maggie.
    —Melisande —dije— es más hermosa que Maggie.
    Octavius se quedó mirándome con fijeza y durante un largo rato.
    —¿A los ojos de quién? —dijo—. Por supuesto, a los míos no.
    Fue la última vez que los vi.
    Me quedé sentado un momento en silencio, luego dije:
    —Me asombra usted, George. En realidad no me ha prestado ningún consuelo.
    La verdad es que elegí mal mis palabras. George dijo:
    —Eso me recuerda, viejo amigo... ¿Podría usted prestarme cinco dólares por, aproximadamente, una semana? Máximo diez días.
    Le alargué un billete de cinco dólares, vacilé y luego dije.
    —Aquí lo tiene. Su historia vale la pena. Es un regalo. Es suyo.
    (¿Por qué no? Todos los préstamos a George son regalos de facto.)
    George cogió el billete sin hacer ningún comentario y lo metió en su ajada cartera. (Debía ya de estar ajada cuando la compró porque no la usa nunca.) Dijo:
    —Volviendo al tema. ¿Podría usted prestarme cinco dólares por aproximadamente, una semana? Diez días máximo.
    —Pero si ya le he dado los cinco dólares.
    —Ése es «mi» dinero —replicó George—, y no tiene nada que ver con el suyo. ¿Le hago yo algún comentario sobre el estado de sus finanzas cuando usted me pide dinero prestado a mí?
    —Pero yo nunca le he... —empecé a decir.
    Luego, lancé un suspiro y le entregué cinco dólares más.


    MÁS COSAS EN EL CIELO Y EN LA TIERRA
    Sorprendentemente, George había permanecido en silencio durante la cena, y ni siquiera se había molestado en interrumpirme cuando yo me tomé la molestia de contarle algunas frases ingeniosas que se me habían ocurrido a lo largo de los últimos días. Una leve risita burlona al oír la mejor de ellas fue todo lo que se dignó otorgarme.
    A los postres (tarta de bayas caliente á la mode), lanzó un profundo suspiro, salido desde el fondo mismo del abdomen, ofreciéndome una actualización en absoluto agradable del revuelto de gambas que había tomado al principio de la cena.
    —¿Qué ocurre, George? —pregunté—. Parece como si te preocupase algo.
    —Me sorprendes —dijo George—, al mostrar esta insospechada sensibilidad. Por lo general, estás demasiado absorto en tus propios y triviales problemas literarios como para advertir los sufrimientos ajenos.
    —Sí, pero ya que lo he advertido —dije—, no desperdiciemos el esfuerzo que me ha costado.
    —Simplemente estaba pensando en un amigo mío. Pobrecillo. Se llamaba Vissarion Johnson. Supongo que nunca has oído hablar de él.
    —En efecto —respondí.
    —Bueno, así es la fama, aunque me imagino que no es ninguna ignominia permanecer desconocido para una persona de tu limitada visión. Lo cierto es que Vissarion fue un gran economista.
    —Seguramente bromeas —dije—. ¿Cómo pudiste llegar a relacionarte con un economista? Eso sería caer demasiado bajo, incluso para ti.
    —No lo creas. Vissarion Johnson era un hombre de grandes conocimientos.
    —No lo dudo ni por un momento —repuse—. Es la integridad de la profesión lo que pongo en tela de juicio. Hay una anécdota según la cual el presidente Reagan, preocupado por el Presupuesto Federal y tratando de sacarlo adelante, preguntó a un físico: “¿Cuántas son dos y dos?” El físico respondió al instante: “Cuatro, señor Presidente”.
    »Reagan consideró esto unos momentos, utilizando los dedos, y no se quedó satisfecho. Por consiguiente, preguntó a un experto en estadística: “¿Cuántas son dos y dos?” Después de reflexionar, el experto respondió: “La última encuesta realizada entre estudiantes de cuarto grado, señor Presidente, revela un conjunto de respuestas que dan un promedio muy próximo a cuatro”.
    »No obstante, era el Presupuesto lo que estaba en juego, así que Reagan consideró que debía llevar la pregunta hasta la cumbre. Por consiguiente, preguntó a un economista: “¿Cuántas son dos y dos?” El economista echó las persianas, miró rápidamente a ambos lados y, luego, susurró: “¿Cuál le gustaría que fuese la respuesta, señor Presidente?”
    George no demostró con expresión verbal ni facial alguna que esto le hubiera hecho la menor gracia.
    —Es obvio que no sabes nada de economía, amigo mío —dijo.
    —Ni tampoco los economistas, George —respondí.
    —Bueno, entonces permíteme que te cuente la triste historia de mi buen amigo el economista Vissarion Johnson. Sucedió hace unos años. Como te explicaba (dijo George), Vissarion era un economista que había llegado a la cumbre, o casi, de su profesión. Había estudiado en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, donde aprendió a escribir las más abstrusas ecuaciones sin que le temblara la tiza.
    Una vez graduado, comenzó a ejercer inmediatamente, y gracias a los fondos puestos a su disposición por cierto número de clientes, aprendió mucho acerca de las aleatorias vicisitudes de la marcha cotidiana de la Bolsa. Fue tal su habilidad, que algunos de sus clientes apenas si perdieron nada.
    En varías ocasiones fue lo bastante audaz como para predecir que al día siguiente la Bolsa subiría o bajaría dependiendo de que la atmósfera fuese favorable o desfavorable, respectivamente, y en todos los casos la Bolsa se comportó exactamente como él había predicho.
    Naturalmente, triunfos de éstos le lucieron famoso como el Chacal de Watt Street, y sus consejos eran solicitados por muchos de los más famosos practicantes del arte de ganar dinero con facilidad.
    Sin embargo, él tenía los ojos puestos en algo más grande que la Bolsa y que las maquinaciones comerciales, algo más grande aún que la capacidad de predecir el futuro. Lo que quería era nada menos que el puesto de economista jefe de los Estados Unidos o, como más familiarmente suele ser conocido este funcionario, “consejero económico del Presidente”.
    Difícilmente puede esperarse que tú, con tus limitados intereses, conozcas la posición sumamente delicada que ocupa el economista jefe. El Presidente de los Estados Unidos debe tomar las decisiones que determinan las regulaciones gubernamentales del comercio y los negocios; controlar la masa de dinero y los Bancos; proponer o vetar medidas que afectarán a la agricultura, el comercio y la industria; decidir la distribución de los ingresos obtenidos por los impuestos, determinando cuánto debe destinarse a gastos militares y, si se diera la circunstancia de que sobrara algo, cuánto para todo lo demás. Y en todos estos casos, él recurre, ante todo y sobre todo, al asesoramiento del economista jefe.
    Y cuando el Presidente recurre a él, el economista jefe debe ser capaz de decidir, instantánea y exactamente, qué es lo que el Presidente quiere oír, y debe dárselo, juntamente con las necesarias frases sin sentido que el Presidente, a su vez entonces puede ofrecer al público norteamericano. Cuando me contaste la historia del Presidente, el físico, el experto en estadística y el economista, por un momento creí que comprendías la delicada naturaleza de la tarea del economista, pero la risa totalmente inapropiada en que prorrumpiste me demostró con toda claridad que no habías entendido nada.
    Para cuando cumplió los cuarenta años, Vissarion había obtenido todas las calificaciones necesarias para cualquier puesto, por alto que fuese. Por los pasillos del Instituto de Economía Gubernamental se comentaba que ni una sola vez en los siete últimos años Vissarion Johnson le había dicho nada a nadie que no quisiera oír. Es más, había sido aprobado por aclamación su ingreso en el pequeño círculo del CRD.
    Tú, en tu inexperiencia de todo cuanto se halle situado más allá de tu máquina de escribir, es probable que nunca hayas oído hablar del CRD, que es el acrónimo del Club de Rendimientos Decrecientes. De hecho, muy pocas personas tienen conocimiento de su existencia. Incluso entre los economistas de más bajo rango hay muchos que la ignoran. Es el pequeño y exclusivo grupo de economistas que han llegado a dominar plenamente el intrincado terreno de la economía taumatúrgica..., o, como una vez la llamó un político, con su estilo curiosamente rústico, “economía vudú”.
    Era bien sabido que nadie que estuviera fuera del CRD podía triunfar en el Gobierno federal, pero que podría hacerlo cualquiera que estuviese dentro de él. Así, pues, cuando inesperadamente murió el presidente del CRD y un comité de la organización se entrevistó con Vissarion para ofrecerle el puesto, el corazón le dio un vuelco en el pecho. Como presidente, a la primera oportunidad sin duda sería nombrado economista jefe, y se encontraría en la fuente misma del poder, moviendo la mano del Presidente exactamente en la dirección que el Presidente quisiera.
    Sin embargo, había un detalle que le preocupaba a Vissarion y le dejaba sumido en terribles dudas: sentía que necesitaba la ayuda de alguien de mente equilibrada y aguda inteligencia, y recurrió a mí, como naturalmente habría hecho cualquiera que se encontrase en aquella situación.
    —George —dijo—, al convertirme en presidente del CRD se cumplen mis más grandes esperanzas y mis sueños más descabellados. Es la puerta abierta a un glorioso futuro de psicofancia económica, en el que incluso puedo aventajar a ese segundo suministrador de confirmación de todas las conjeturas presidenciales, el científico jefe de los Estados Unidos.
    —Te refieres al consejero científico del Presidente.
    —Si quieres decirlo de manera informal, sí. Sólo necesito ser nombrado presidente del CRD, y dentro de dos años, con toda seguridad, seré economista jefe. Salvo que...
    —¿Qué? —pregunté.
    Vissarion pareció hacer un esfuerzo por controlarse.
    —Debo volver al principio. El Club de Rendimientos Decrecientes fue fundado hace sesenta y dos años, y se eligió ese nombre porque la Ley de Rendimientos Decrecientes es la única ley económica de la que todos los economistas, por bien instruidos que estén, han oído hablar. Su primer presidente, una respetada figura que en noviembre de 1929 predijo que la Bolsa iba a sufrir un fuerte descenso, fue reelegido presidente año tras año, y se mantuvo como tal durante treinta y dos años, muriendo a la patriarcal edad de noventa y seis.
    —Muy loable por su parte —dije—. Hay muchas personas que renuncian demasiado pronto, cuando sólo se necesita firmeza y determinación para mantenerse hasta tos noventa y seis años o, incluso, más.
    —Nuestro segundo presidente obtuvo resultados casi igualmente brillantes, ocupando el puesto durante dieciséis años. Fue el único que no llegó a ser economista jefe. Lo merecía, y fue nombrado para el puesto por Thomas E. Dewey el día anterior al de las elecciones, pero de alguna manera... Nuestro tercer presidente murió tras haber ocupado el puesto durante ocho años, y el cuarto falleció después de ser presidente cuatro años. Nuestro último presidente, que murió el mes pasado, era el quinto, y ocupó el puesto durante dos años. ¿Ves algo extraño en todo esto, George?
    —¿Extraño? ¿Murieron todos de muerte natural?
    —Por supuesto.
    —Bueno, considerando el puesto que ocupaban, si es extraño.
    —Tonterías —exclamó Vissarion con cierta aspereza—. Quiero llamar tu atención sobre los períodos de tiempo en que los sucesivos presidentes desempeñaron su cargo: treinta y dos, dieciséis, ocho, cuatro y dos, respectivamente.
    Reflexioné unos momentos.
    —Los números parecen ir disminuyendo.
    —No solamente van disminuyendo. Cada uno es exactamente la mitad del anterior. Créeme, he hecho que lo compruebe un físico.
    —Creo que tienes razón. ¿Ha visto esto alguien más?
    —Desde luego —respondió Vissarion—. Les he enseñado estas cifras a mis compañeros de club, y todos ellos aseguran que estadísticamente no son significativas, a menos que el presidente promulgue un decreto ejecutivo declarando que lo son. Pero, ¿no ves la importancia de todo esto? Si acepto el puesto de presidente, moriré al cabo de un año. Seguro. Y si muero, después le será sumamente difícil al presidente nombrarme para el puesto de economista jefe.
    —Sí, Vissarion, estás en un dilema —le dije—. He conocido a muchos funcionarios gubernamentales que no mostraban ninguna señal de vida detrás de la frente, pero nunca a uno solo que no mostrase ninguna señal de vida en absoluto. Dame un día para pensar en ello, ¿eh, Vissarion?
    Nos pusimos de acuerdo para reunimos al día siguiente; a la misma hora, en el mismo sitio. Después de todo, era un restaurante excelente y, a diferencia de ti, Vissarion no me regateaba un mendrugo de pan.
    Está bien, tampoco me regateaba un revuelto de gambas.
    Era obvio que se trataba de un caso para Azazel, y me sentía plenamente justificado para poner a trabajar en ello a mi pequeño demonio de dos centímetros de estatura, con sus poderes ultraterrenos.
    Después de todo, Vissarion no sólo era un hombre bondadoso dotado de un evidente buen gusto en materia de restaurantes, sino que, además, yo pensaba sinceramente que podría prestar grandes servicios a nuestra nación confirmando las ideas del presidente frente a las objeciones aducidas por individuos de mejor criterio. Al fin y al cabo, ¿quién les había elegido a ellos?
    No le agradó a Azazel que le hiciese acudir a mi presencia. En cuanto me vio, arrojó lo que tenía en sus diminutas manos. Se trataba de algo demasiado pequeño como para que yo pudiera distinguirlo con mucha claridad, pero me pareció que eran unos minúsculos rectángulos de cartulina de curiosos dibujos.
    Lanzó una violenta exclamación, mientras su rostro se contorneaba y se teñía de un vivo color amarillo a consecuencia de su ira. Su pequeña cola restallaba con furia y los minúsculos cuernos de su frente vibraban a impulsos de su fuerte emoción.
    —¿Te das cuenta, inmunda y enorme masa de inferioridad —gritó—, de que por fin tenía en la mano un zotchil, y no sólo un zotchil, sino un zotchil de figuras y con un par de reils en juego? Todos estaban pujando, y yo no podía perder. Me habría llevado todo lo que había sobre la mesa.
    —No sé de qué estás hablando —le dije con severidad—, pero parece como si hubieras estado jugando. ¿Es ésa una actividad refinada y civilizada? ¿Qué diría tu pobre madre si supiera que pasas el tiempo jugando con un grupo de holgazanes?
    Azazel pareció desconcertado. Luego, murmuró:
    —Tienes razón. A mis madres se les partiría el corazón. A las tres. Especialmente a mi pobre madre intermedia, que tanto se sacrificó por mí. —Y prorrumpió en atiplados gemidos que resultaban horribles de oír.
    —Vamos, vamos —le dije en tono tranquilizador. Ardía en deseos de taparme los oídos, pero eso le habría ofendido—. Puedes compensarlo ayudando a un meritorio ser de este mundo.
    Le conté la historia de Vissarion Johnson.
    —Hum —dijo Azazel.
    —¿Qué significa eso? —pregunté ansiosamente.
    —Significa “hum” —replicó Azazel—. ¿Qué otra cosa crees que podría significar?
    —Sí, pero, ¿no crees que se trata de una mera coincidencia y que Vissarion debería hacer caso omiso de ella?
    —Es posible..., si no fuera porque todo esto no puede ser coincidencia, y más vale que Vissarion no lo pase por alto. Tiene que ser obra de una ley de la Naturaleza.
    —¿Cómo puede ser una ley de la Naturaleza?
    —¿Crees que conoces todas las leyes de la Naturaleza?
    —Bueno, no.
    —Claro que no. Nuestro gran poeta Cheefpreest, escribió una vez un delicado pareado al respecto, pareado que, con mi gran talento poético, traduciré a tu bárbaro lenguaje.
    Azazel carraspeó, pensó unos instantes y luego dijo:
    Es la Naturaleza un arte que solemos ignorar;
    El azar, un camino cuyo rumbo no solemos averiguar.
    Yo pregunté con cierta suspicacia:
    —¿Eso qué significa?
    —Significa que se halla implicada una ley de la Naturaleza, y que debemos descubrir cuál es y cómo podríamos aprovecharla para modificar los acontecimientos a nuestra conveniencia. Eso es lo que significa. ¿Crees que un gran poeta de mi pueblo mentiría?
    —Bueno, ¿puedes hacer algo al respecto?
    —Posiblemente. Ya sabrás que hay muchísimas leyes de la Naturaleza.
    —¿Sí?
    —Oh, sí. Hay una ley de la Naturaleza preciosa, una ecuación diabólicamente atractiva cuando se la pone en los tensores de Weinbaum, que rige el calor de la sopa en relación con la prisa que uno tenga por terminarla. Si esa extraña disminución de la duración del período presidencial está regida por la ley de la que yo creo que depende, es posible que pueda alterar la naturaleza del ser de tu amigo, de tal modo que quede permanentemente protegido contra todo daño procedente de cuanto existe sobre la Tierra. Naturalmente, no será inmune a los procesos de la decadencia fisiológica. Los efectos de lo que tengo pensado no le harán inmortal, pero, al menos, garantizarán que no morirá a consecuencia de una infección o un accidente, cosa que me imagino le resultará satisfactoria.
    —Por completo. Pero, ¿cuándo sucederá?
    —No estoy del todo seguro. Ando bastante ocupado estos días con una joven de mi especie que parece prendada por completo de mí, pobrecilla.
    Bostezó, mientras su pequeña lengua bífida se enroscaba en forma de hélice y luego volvía a enderezarse.
    —Creo que necesito dormir, pero en dos o tres días seguramente estará terminado.
    —Sí, pero, ¿cómo puedo saber cuándo está hecho y si todo ha salido bien?
    —Es fácil —respondió Azazel—. Espera unos días, y luego, tírale de un empujón a tu amigo debajo de las ruedas de un camión que pase a toda velocidad. Si sale ileso, será que ya están funcionando las modificaciones que habré introducido. Y ahora, si no te importa, quiero jugar esta mano, luego pensaré en mi pobre madre intermedia y dejaré la partida. Llevándome mis ganancias, naturalmente. No creas que no me costó persuadir a Vissarion de que se encontraba perfectamente seguro.
    —¿Nada en la Tierra puede causarme daño? —decía—. ¿Y tú cómo sabes que nada en la Tierra puede causarme daño?
    —Lo sé. Mira, Vissarion, yo no pongo en tela de juicio tus conocimientos especializados. Cuando me dices que las tasas de interés van a bajar, yo no me pongo a preguntarte cómo lo sabes.
    —Sí, eso está muy bien, pero si yo digo que las tasas de interés van a bajar y luego suben —y eso no sucede más de la mitad de las veces—, solamente resultan heridos tus sentimientos. Ahora bien, si yo actúo sobre la presunción de que nada en la Tierra puede herirme y luego resulta que algo en la Tierra me hiere, el herido soy yo mismo.
    No se puede discutir contra la lógica; de todos modos, yo seguí discutiendo. Por lo menos le convencí de que no rechazase el puesto, sino que tratase de retrasar unos días el nombramiento.
    —Nunca aceptarán un retraso —dijo, pero, sin que nadie se hubiera percatado de ello, ocurrió que aquel mismo día era el aniversario del Viernes Negro, y el CRD entró en el habitual período de luto y plegarias por los difuntos. El retraso se produjo de manera automática, y eso por sí solo indujo a Vissarion a pensar que quizá su vida estuviese encantada.
    Una vez terminó el período de luto, cuando se aventuró de nuevo en público, estaba yo cruzando una concurrida calle con él y -no recuerdo en realidad cómo sucedió- de pronto me agaché para atarme el cordón del zapato, perdí el equilibrio y caí contra él, y él perdió el equilibrio y cayó en medio del tráfico; de repente, se desató un pandemónium de chirridos de frenos y rechinar de neumáticos, y tres coches quedaron destrozados.
    Vissarion no salió ileso del todo: su pelo quedó un poco desordenado, sus gafas ligeramente torcidas y tenía una mancha de grasa en la pernera derecha de su pantalón.
    Pero él no le dio importancia. Mientras observaba la carnicería, dijo, con voz intimidada:
    —Ni me han tocado. Santo Dios, ni me han tocado.
    Y, al día siguiente, le sorprendió la lluvia -una lluvia fría y desagradable- sin botas, paraguas ni impermeable, y no cogió un resfriado en el acto. Me llamó, sin molestarse siquiera en secarse el pelo, y aceptó el puesto de presidente.
    El caso es que tuvo un mandato espléndido. Inmediatamente quintuplicó sus honorarios, sin nada de esa tontería de lograr un mejor promedio de aciertos por lo que a sus pronósticos se refiere. Al fin y al cabo, un cliente no puede esperar tenerlo todo. Si obtiene un prestigio sin igual en el profesional a quien consulta, ¿es razonable que exija además un mejor asesoramiento?
    Y encima disfrutaba de la vida. Ni un catarro. Nada en absoluto de enfermedades contagiosas. Cruzaba las calles con impunidad, sin hacer caso de los semáforos cuando tenía prisa, y, sin embargo, sólo rara vez provocaba accidentes a otros. No vacilaba en entrar de noche en el parque, y una vez que un navajero le puso la navaja en el pecho y le sugirió una transferencia de fondos, Vissarion se limitó a darle al joven financiero una patada en la ingle y a seguir su camino. El navajero en cuestión quedó tan preocupado por el hecho, que olvidó por completo renovar su solicitud.
    En el aniversario de su elevación a la presidencia, le encontré en el parque. Se dirigía a participar en la comida conmemorativa de la ocasión. Era un hermoso día del veranillo de san Martín y, sentados uno al lado del otro en un banco del parque, nos sentíamos totalmente felices y a gusto.
    —George —me confió—, he tenido un año magnífico.
    —Me alegro —dije yo.
    —Mi reputación es mayor que la de cualquier economista que haya vivido jamás. El mes pasado, sin ir más lejos, cuando advertí que “Jabones Unidos” tendría que asociarse con “Jabones Combinados” y se vio obligada a unirse a “Jabones Asociados”, todo el mundo se maravilló de lo mucho que me había aproximado.
    —Lo recuerdo —dije.
    —Y ahora quiero que tú seas el primero en saber...
    —¿Sí Vissarion?
    —El Presidente me ha pedido que sea el economista jefe de los Estados Unidos, y he alcanzado la cumbre de todos mis sueños y deseos. Fíjate.
    Me tendió un impresionante sobre en cuyo ángulo superior figuraba impreso en relieve el membrete de la Casa Blanca. Lo abrí, y al hacerlo oí un extraño zumbido, como si una bala hubiera pasado silbando junto a mi oreja, y capté un extraño resplandor con el rabillo del ojo.
    Vissarion se hallaba tendido de costado sobre el banco, con una mancha de sangre en la pechera de la camisa, obviamente muerto. Algunos transeúntes se detuvieron atónitos; otros gritaban o se quedaban sin aliento y continuaban apresuradamente su camino.
    —¡Llamen a un médico! —grité—. ¡Llamen a la Policía!
    Por fin llegaron, y el dictamen fue que había sido herido en pleno corazón por un arma de calibre indeterminado, disparada por algún francotirador psicópata. Nunca se capturó al francotirador, ni tampoco se encontró la bala. Afortunadamente, había testigos dispuestos a declarar que en el momento del hecho yo tenía una carta en la mano y era a todas luces inocente de cualquier fechoría, ya que, en otro caso, lo habría pasado mal.
    ¡Pobre Vissarion! Había sido presidente justamente durante un año, lo que él había temido, y, sin embargo, la culpa no era de Azazel. Éste había dicho que Vissarion no resultaría muerto por nada existente en la Tierra, pero, como sabiamente dijo Hamlet: “Hay más cosas en el cielo y en la Tierra, Horacio, de las que hay solamente en la Tierra”. Antes de que llegasen los médicos y la Policía, yo había advertido el pequeño agujero que había en la parte del banco justo detrás de Vissarion. Sirviéndome de mi navajita de bolsillo, extraje el pequeño objeto incrustado en la madera. Todavía estaba caliente. Meses después, discretamente encargué que fuese examinado en el museo, y tenía razón: era un meteorito.
    En resumen, pues, Vissarion no había muerto por nada existente sobre la Tierra. Él era la primera persona en la Historia que se supiera que había muerto por efecto de un meteorito. Naturalmente, lo mantuve en absoluto secreto, pues Vissarion era un hombre muy reservado y le habría desagradado obtener notoriedad de esa manera. Habría oscurecido todos sus importantes trabajos en cuestiones económicas, y yo no podía permitir tal cosa.
    Pero en cada aniversario de su elevación y muerte -como hoy-, pienso: ¡Pobre Vissarion! ¡Pobre Vissarion!
    George se enjugó los ojos con el pañuelo, y yo le pregunté:
    —¿Y qué fue de la siguiente persona que le sucedió en la presidencia? Debería haber ocupado el puesto durante medio año, y la siguiente durante tres meses, y la siguiente...
    —No es necesario que hagas ostentación de tus conocimientos de alta matemática conmigo. Yo no soy uno de tus pobres y sufridos lectores. No sucedió nada de eso. La ironía del asunto radica en que el propio club alteró la ley de la Naturaleza,
    —¡Oh! ¿Y cómo lo hicieron?
    —Se les ocurrió que el nombre del club, el CRD, Club de Rendimientos Decrecientes, era de mal agüero y que controlaba la duración del mandato del presidente. Por lo tanto, lo que hicieron fue invertir las iniciales y cambiaron el CRD en CDR.
    —¿Y qué significa CDR?
    —Club de Distribuciones Rotativas, naturalmente —dijo George—, y el siguiente presidente lleva ya diez años en el puesto y conserva todo su vigor.
    Cuando el camarero volvió con el cambio, George lo cogió en su pañuelo, se guardó pañuelo y billetes en el bolsillo superior con elegante ademán, se levantó y, con un afable movimiento de la mano, se alejó.


    LAS PELEAS DE PRIMAVERA
    George y yo estábamos mirando el campus universitario que se extendía a la otra orilla del río; después de haber comido a mis expensas hasta hartarse, George se sintió movido a una lacrimosa nostalgia.
    —¡Ah, días universitarios, días universitarios! —gimió—. ¿Qué podemos encontrar después en la vida que compense vuestra pérdida?
    Le miré, sorprendido.
    —¡No me digas que fuiste a la Universidad!
    Me dispensó una altiva mirada.
    —¿Te das cuenta de que yo soy el presidente más grande que jamás haya tenido la fraternidad de Fi Fo Fum?
    —Pero, ¿cómo pagabas las matrículas y los gastos?
    —¡Becas! —respondió—. Llovían sobre mí una vez que demostré mis proezas en las peleas que celebraban nuestras victorias en los dormitorios de los pabellones mixtos. Eso, y un tío rico.
    —No sabía que tenías un tío rico, George.
    —Después de los seis años que tardé en terminar el programa desacelerado, ya no lo era, por desgracia. Al menos, no mucho. El dinero que pudo salvar del desastre, finalmente lo legó a un hogar para gatos indigentes, haciendo en su testamento varias observaciones acerca de mí, que desdeño repetir. La mía ha sido una vida triste y carente de aprecio.
    —En algún momento del lejano futuro —dije— debes contármelo todo, sin omitir detalle.
    —Pero el recuerdo de los días universitarios —continuó George— baña toda mi dura vida con un resplandor de oro y perlas. Lo sentí con toda su intensidad hace unos años, cuando volví a visitar el campus de la vieja Universidad Tate.
    —¿Te invitaron a volver? —dije, consiguiendo casi ocultar el inequívoco tono de incredulidad que latía en mi voz.
    —Se disponían a hacerlo, estoy seguro —respondió George—, pero, en realidad, volví a petición de un querido camarada de mis años estudiantiles, el bueno de Antiochus Schnell.
    Puesto que estás claramente fascinado por lo que ya te he dicho (dijo George), permíteme que te hable del bueno de Antiochus Schnell. Era mi compañero inseparable en los viejos tiempos, mi fiel Acates (aunque nunca sabré por qué desperdicio alusiones clásicas con un necio e ignorante como tú). Incluso ahora, aunque ha envejecido mucho más que yo, le recuerdo tal como era en los tiempos en que, juntos, engullíamos carpas, llenábamos cabinas telefónicas con nuestros compinches y quitábamos bragas con diestros giros de muñecas, entre los complacidos chillidos de pecosas estudiantes. En resumen, saboreábamos todos los placeres sublimes de una ilustrada institución.
    Por eso, cuando el viejo Antiochus Schnell me pidió que fuera a verle por un asunto de gran importancia, acudí inmediatamente.
    —George —dijo—, se trata de mi hijo.
    —¿El joven Artaxerxes Schnell?
    —El mismo. Es estudiante de segundo curso en la vieja Universidad Tate, pero las cosas no le van nada bien.
    Entorné los ojos.
    —¿Frecuenta la compañía de gente indeseable? ¿Se ha entrampado? ¿Ha cometido la tontería de caer en las redes de alguna madura camarera de cervecería?
    —¡Peor! ¡Mucho peor! —respondió con voz entrecortada el viejo Antiochus Schnell—. Nunca me lo ha dicho él mismo..., supongo que no se atreve; sin embargo, he recibido una horrorizada carta de uno de sus compañeros, escrita con carácter estrictamente confidencial. George, amigo mío, mi pobre hijo..., deja que te lo diga abiertamente, sin recurrir a eufemismos, ¡está estudiando cálculo!
    —Estudiando cal... —no me atreví a pronunciar la horrible palabra.
    Antiochus Schnell asintió con abatimiento.
    —Y también ciencias políticas. En realidad, está asistiendo a clase, y se le ha visto estudiando.
    —¡Santo cielo! —exclamé, aterrado.
    —No lo puedo creer en el joven Artaxerxes, George. Si su madre se enterase, acabaría con ella. Es una mujer sensible, George, y no goza de buena salud. En nombre de nuestra vieja amistad, te suplico que vayas a la vieja Tate e investigues el asunto. Si el chico se ha dejado seducir por la ciencia, de alguna manera hazle entrar en razón..., por su madre y por él mismo, ya que no por mí.
    Con lágrimas en los ojos, le estreché la mano.
    —Nada me detendrá —dije—. Absolutamente ninguna consideración me apartará de esta sagrada tarea. Gastaré hasta la última gota de mi sangre si es necesario... Hablando de gastar, necesitaré un cheque.
    —¿Un cheque? —musitó con voz temblorosa Antiochus Schnell, que siempre ha sido un hombre muy dado a mantener la cartera cerrada.
    —Habitación de hotel —dije—, comidas, bebidas, propinas, inflación y gastos generales. Es para tu hijo, amigo mío, no para mí.
    Finalmente, conseguí ese cheque, y una vez que llegué a Tate no esperé mucho para visitar al joven Artaxerxes. Apenas si me permití tomar una buena cena, un coñac excelente, una larga noche de sueño y un sosegado desayuno antes de acudir a su habitación.
    Al entrar sufrí una fuerte impresión: las paredes se hallaban cubiertas de estanterías repletas no de diversos y heterogéneos objetos de adorno, ni de nutritivas botellas llenas del arte del vinatero, ni de fotografías de encantadoras jovencitas que inexplicablemente habían perdido sus vestidos..., sino de libros.
    Uno yacía desvergonzadamente abierto sobre la mesa, y yo creo que lo había estado hojeando justo antes de mi llegada. Tenía una sospechosa mancha de polvo en el dedo índice de la mano derecha, que, torpemente, trató de esconder en la espalda.
    No obstante, el propio Artaxerxes constituía una impresión mayor aún. Naturalmente, él no me reconoció como viejo amigo de la familia. Yo no le había visto desde hacía nueve años, pero nueve años no habían cambiado mi noble apostura ni mi lozano y abierto semblante. Nueve años antes, sin embargo, Artaxerxes era un joven anodino de diecinueve años. Medía poco mas de metro y medio, llevaba gafas grandes y redondas y tenía aspecto encorvado.
    —¿Cuánto pesas? —le pregunté de improviso.
    —Cuarenta y cuatro kilos —susurró.
    Le miré con sincera compasión. Era un tipejo endeble de cuarenta y cuatro kilos, objeto natural de la burla e irrisión de los demás.
    Luego, se me ablandó el corazón al pensar: ¡Pobre muchacho, pobre muchacho! Con un cuerpo así podría tomar parte en alguna de las actividades esenciales para una adecuada educación universitaria? ¿Rugby? ¿Carreras? ¿Lucha libre? Cuando otros muchachos exclamaban: “Tenemos este viejo granero, podemos cosernos nuestras propias ropas, vamos a montar una comedia musical”, ¿qué podía hacer él? Con unos pulmones como los suyos, ¿podría cantar de forma que no fuese como una delicada soprano?
    Es lógico que se viese obligado, contra su voluntad, a dejarse deslizar en la infamia.
    Con suavidad, casi tiernamente, le dije:
    —Artaxerxes, muchacho, ¿es verdad que estás estudiando cálculo y economía política?
    Asintió con la cabeza.
    —Y también antropología.
    Sofoqué una exclamación de disgusto.
    —¿Y es verdad que asistes a clases? —pregunté.
    —Lo siento, señor, pero así es. Al final de este año haré la lista del decano.
    Había una lágrima delatora en la comisura de uno de sus ojos, y en medio de mi horror, albergué alguna esperanza en que, por lo menos, reconociera el abismo de depravación en que había caído.
    —Hijo mío —le dije—, ¿es que no puedes apartarte de esas despreciables prácticas y retornar a una pura e inmaculada vida universitaria?
    —No puedo —sollozó—. He ido demasiado lejos. Nadie puede ayudarme.
    Yo pugnaba desesperadamente por hallar alguna solución.
    —¿No hay en esta Universidad una mujer decente que pueda ocuparse de ti? En el pasado, el amor de una buena mujer ha obrado milagros, y seguro que puede volver a hacerlo.
    Se le iluminaron los ojos. Era obvio que yo había puesto el dedo en la llaga.
    —Philomel Kribb —dijo con voz entrecortada—. Ella es el sol, la luna y las estrellas que brillan sobre el mar de mi alma.
    —Ah —dije, percibiendo la emoción oculta tras su controlada fraseología—. ¿Lo sabe ella?
    —¿Cómo puedo decírselo? El peso de su desprecio me aplastaría.
    —¿No renunciarías al cálculo para anular ese desprecio?
    Inclinó la cabeza.
    —Soy débil..., débil.
    Me separé de él, decidido a encontrar inmediatamente a Philomel Kribb.
    No me costó mucho trabajo. En Secretaría, rápidamente averigüé que se estaba especializando como animadora de espectáculos deportivos, con una dedicación secundaria a la música coral. La encontré en el local de ensayos.
    Esperé pacientemente a que terminaran los complicados y briosos pasos y los melodiosos grititos, luego pedí que me indicaran quién era Philomel: se trataba de una muchacha rubia de mediana estatura, reluciente de salud y de transpiración y poseedora de una figura que me hizo fruncir los labios en signo de aprobación. Era obvio que bajo la académica perversión de Artaxerxes latía una oscura comprensión de cuáles eran los debidos intereses de un estudiante.
    Una vez que hubo salido de la ducha y se hubo puesto su vistoso y escueto vestido estudiantil, vino a mi encuentro, con aire tan fresco y radiante como un prado cubierto de rocío.
    Inmediatamente fui al grano y le dije:
    —El joven Artaxerxes considera que tú eres la iluminación astronómica de su vida.
    Me pareció que sus ojos se enternecían un poco.
    —Pobre Artaxerxes. Necesita mucha ayuda.
    —Podría aprovechar la que le diera una buena mujer —señalé.
    —Lo sé —dijo—, y yo soy tan buena como la que más..., eso dicen, al menos. —Se ruborizó—. Pero, ¿qué puedo hacer? Yo no puedo ir contra la biología. Bullwhip Costigan humilla constantemente a Artaxerxes. Se burla de él en público, le da empujones, tira al suelo sus estúpidos libros, todo ello entre las crueles risas de los presentes. Ya sabe lo que ocurre en el aire hirviente de la primavera.
    —Ah, sí —dije emocionado, recordando los felices tiempos y las muchas, muchísimas veces que yo había custodiado las chaquetas de los contendientes—. ¡Las peleas de primavera!
    Philomel suspiró.
    —He esperado mucho tiempo que, de alguna manera, Artaxerxes hiciera frente a Bullwhip..., un taburete le ayudaría, naturalmente, habida cuenta de que Bullwhip mide 1,95; no obstante, por alguna razón, Artaxerxes se niega a hacerlo. Tanto estudiar —se estremeció— debilita la fibra moral.
    —Indudablemente, pero si tú le ayudaras a salir del agujero...
    —Oh, señor, él está profundamente hundido, y es un muchacho bueno y considerado, y yo le ayudaría si pudiese, pero el equipamiento genético de mi cuerpo impone su influencia y me llama al lado de Bullwhip, Es guapo, musculoso y dominador, y esas cualidades dejan su impronta natural en mi entusiasmado corazón de animadora.
    —¿Y si Artaxerxes humillase a Bullwhip?
    —Una animadora —dijo, y se irguió orgullosamente, ofreciendo una espectacular ostentación de esplendor frontal— debe seguir a su corazón, que, inevitablemente, se apartaría del humillado y alcanzaría hacia el humillador.
    Sencillas palabras, que yo sabía que brotaban del alma de la honesta muchacha.
    Estaba claro lo que debía hacer. Si Artaxerxes hacía caso omiso de la insignificante diferencia de cuarenta y cinco centímetros y cincuenta kilos, y arrojaba al fango a Bullwhip Costigan, Philomel sería de Artaxerxes y le convertiría en un auténtico hombre, que se pasaría la vida entregado a la útil tarea de beber cerveza y ver la televisión.
    Estaba claro: era un caso para Azazel.
    No sé si te he hablado alguna vez de Azazel, pero es un ser de otro tiempo y lugar, de dos centímetros de estatura; al que puedo llamar a mi lado mediante conjuros y hechizos secretos que sólo yo conozco.
    Azazel posee poderes muy superiores a los nuestros; sin embargo, carece de cualidades sociales, pues es una criatura extraordinariamente egoísta, que constantemente antepone sus triviales ocupaciones a mis importantes necesidades.
    Esta vez, cuando apareció, estaba tendido de costado, con los diminutos ojos cerrados y acariciando lentamente el aire vacío ante él con suaves y lánguidos movimientos de su cola.
    —Poderoso —dije, pues él insiste en que se le dé ese tratamiento.
    Abrió los ojos, y, al instante, emitió estridentes silbidos en la gama más alta de mi audición. Muy desagradable.
    —¿Dónde está Astaroth? —exclamó—. ¿Dónde está mi preciosa Astaroth, que en este mismo momento se encontraba en mis brazos?
    Luego, reparó en mi presencia y dijo, rechinando los dientes:
    —¡Oh, eres tú! Te das cuenta de que me has llamado a tu lado en el preciso momento en que Astaroth...? Pero eso no viene al caso.
    —En efecto —dije—. No obstante, considera que, una vez me hayas prestado una pequeña ayuda, puedes volver a tu propio continuo medio minuto después de tu marcha. Para entonces, Astaroth habrá tenido tiempo de sentirse molesta por tu súbita ausencia, pero no furiosa todavía. Tu reaparición le llenará de alegría, y lo que estuvierais haciendo, se puede hacer por segunda vez.
    Azazel reflexionó unos instantes, y luego dijo, en lo que para él era un tono afable:
    —Tienes una mente pequeña, primitivo gusano, pero es una mente retorcida y astuta, que puede sernos útil a los que tenemos mentalidades gigantes pero padecemos el inconveniente de una naturaleza luminosamente directa y sincera. ¿Qué clase de ayuda necesitas ahora?
    Expliqué la situación de Artaxerxes; Azazel reflexionó y dijo:
    —Podría aumentar la potencia de sus músculos.
    Meneé la cabeza.
    —No es sólo cuestión de músculo. Están también la habilidad y el valor, que necesita desesperadamente.
    Azazel se mostró indignado.
    —¿Quieres que me ponga a aumentar sus cualidades espirituales? —exclamó.
    —¿Tiene alguna otra cosa que sugerir?
    —Claro que la tengo. No en balde soy infinitamente superior a ti. Si tu frágil amigo no puede atacar directamente a su enemigo, ¿qué tal una eficaz acción evasiva?
    —¿Quieres decir escapar corriendo a toda velocidad? —Meneé la cabeza—. No creo que eso resultara muy impresionante.
    —No he hablado de huida; a lo que me refiero es a una acción evasiva. Sólo necesito abreviar mucho su tiempo de reacción, lo cual se consigue de manera muy sencilla por medio de uno de mis grandes logros. Para evitar que desperdicie su fuerza de forma innecesaria, puedo hacer que esa abreviación sea activada por la descarga de adrenalina. En otras palabras, será operativa únicamente cuando se encuentre en un estado de miedo, ira u otra pasión fuerte. Déjame verle sólo unos momentos, y yo me ocuparé de todo.
    —Por supuesto —dije.
    En cuestión de un cuarto de hora, visité a Artaxerxes en su habitación y dejé que Azazel le observara desde el bolsillo de mi camisa. Azazel pudo así manipular a corta distancia el sistema nervioso autónomo del joven y luego volver a su Astaroth y a las obscenas prácticas a que deseara entregarse.
    Mi paso siguiente fue escribir una carta, astutamente disfrazada con letra de estudiante -con mayúsculas y a lápiz-, y deslizaría bajo la puerta de Bullwhip. No hubo que esperar mucho. Bullwhip puso en el tablón de anuncios de los estudiantes un mensaje citando a Artaxerxes en el bar del “Gourmet Bebedor”, y Artaxerxes tenía demasiado sentido común como para no acudir.
    Philomel y yo acudimos también, y nos quedamos en la parte exterior del nutrido grupo de estudiantes que se habían congregado, ansiosos por lo que ocurría. Artaxerxes, a quien le castañeteaban los dientes, llevaba un pesado volumen titulado Manual de Física y Química. Ni siquiera en aquellas críticas circunstancias podía liberarse de su perversión.
    Bullwhip, seguido en toda la plenitud de su estatura y contrayendo de manera ostensible los músculos bajo su camiseta, cuidadosamente rasgada, dijo:
    —Schnell, ha llegado a mi conocimiento que has estado diciendo mentiras acerca de mí. Como buen universitario, te daré una oportunidad de desmentirlo antes de hacerte pedazos. ¿Has dicho a alguien que una vez me viste leyendo un libro?
    —Una vez te vi mirar un libro de tiras cómicas —respondió Artaxerxes—, pero lo tenías cogido al revés, por lo que no pensé que lo estuvieras leyendo, así que nunca dije a nadie que lo leyeras.
    —¿Has dicho alguna vez que yo tenía miedo a las chicas y que fanfarroneaba de cosas que no podía hacer?
    —Una vez les oí a unas chicas decirlo, Bullwhip —respondió Artaxerxes—, pero nunca lo repetí.
    Bullwhip hizo una una pausa. Aún faltaba lo peor.
    —Bien, Schnell, ¿has dicho alguna vez que yo era un sucio cornudo?
    —No, señor —respondió Artaxerxes—, lo que dije es que eras un absurdo del todo.
    —Entonces, ¿lo niegas todo?
    —Categóricamente.
    —¿Y reconoces que todo es falso?
    —Clamorosamente.
    —¿Y que eres un maldito mentiroso?
    —Abyectamente.
    —Entonces —dijo Bullwhip, con los dientes apretados—, no te mataré. Me limitaré a romperte uno o dos huesos.
    —Las peleas de primavera —exclamaron los estudiantes riendo, mientras formaban un círculo en torno a los dos combatientes.
    —Será una pelea limpia —anunció Bullwhip, que, aunque era un cruel camorrista, seguía el código universitario—. Nadie me ayudará a mí, y nadie le ayudará a él. Será estrictamente uno contra uno.
    —¿Puede haber algo más justo? —coreó el ávido auditorio.
    —Quítate las gafas, Schnell —dijo Bullwhip.
    —No —replicó audazmente Artaxerxes, y uno de los espectadores le quitó las gafas.
    —Eh, estás ayudando a Bullwhip —protestó Artaxerxes.
    —No, te estoy ayudando a ti —dijo el estudiante que tenía ahora las gafas en la mano.
    —Pero así no puedo ver claramente a Bullwhip —dijo Artaxerxes.
    —No te preocupes —dijo Bullwhip—, me sentirás claramente.
    Y, sin más preámbulos, lanzó su pesado puño contra la barbilla de Artaxerxes.
    El puño silbó a través del aire, y Bullwhip giró sobre sí mismo a consecuencia del impulso, pues Artaxerxes retrocedió ante la aproximación del golpe, que falló por medio centímetro.
    Bullwhip parecía asombrado; Artaxerxes, estupefacto.
    —Bien —dijo Bullwhip—. Ahora vas a ver.
    Avanzó un paso y lanzó alternativamente ambos brazos.
    Artaxerxes danzaba a derecha e izquierda con una expresión de extrema ansiedad en el rostro, y yo temí realmente que fuera a resfriarse por el viento que producían los violentos movimientos de Bullwhip.
    Era obvio que Bullwhip se estaba fatigando. Su poderoso pecho subía y bajaba convulsivamente.
    —¿Qué estás haciendo? —preguntó con voz quejumbrosa.
    Pero Artaxerxes ya había comprendido que, por alguna razón, era invulnerable. Por consiguiente, avanzó hacia su contrincante y, levantando la mano que no sostenía el libro, abofeteó sonoramente la mejilla de Bullwhip, al tiempo que decía:
    —Toma, cornudo.
    Al mismo tiempo, todos los presentes contuvieron el aliento, y Bullwhip fue presa de un súbito frenesí. Todo lo que se podía ver era una poderosa máquina embistiendo, golpeando y girando, con un danzante blanco en su centro.
    Al cabo de unos interminables minutos, Bullwhip jadeaba, sudoroso y exhausto. Ante él, se alzaba Artaxerxes, fresco e intacto. Ni siquiera había soltado su libro.
    Y con él precisamente, golpeó ahora con fuerza a Bullwhip en el plexo solar. Éste se dobló sobre sí mismo, y Artaxerxes le golpeó con más fuerza aún en el cráneo. Como consecuencia, el libro quedó bastante estropeado, pero Bullwhip se derrumbó en un estado de beatífica inconsciencia.
    Artaxerxes volvió en derredor sus miopes ojos.
    —Que el granuja que me quitó las gafas me las devuelva ahora —dijo.
    —Sí, señor Schnell —convino el estudiante que las había cogido, y sonrió espasmódicamente tratando de congraciarse con él—. Aquí están, señor. Las he limpiado, señor.
    —Bien. Y, ahora, largo. Eso va para todos. ¡Largo!
    Obedecieron apresuradamente, empujándose unos a otros en su precipitación por irse. Sólo nos quedamos Philomel y yo.
    Los ojos de Artaxerxes se posaron sobre la anhelante joven. Enarcó altivamente las cejas y le hizo una seña doblando el dedo meñique. Humildemente, ella se dirigió hacia él, y cuando Artaxerxes dio media vuelta y se marchó, le siguió con la misma humildad.
    Fue un final completamente feliz. Artaxerxes, pletórico de seguridad en sí mismo, descubrió que ya no necesitaba de los libros para tener una espúrea sensación de valía. Se pasaba todo el tiempo practicando en el ring y se convirtió en campeón universitario de boxeo. Todas las estudiantes le adoraban, pero al final se casó con Philomel.
    Sus hazañas como boxeador le dieron tal reputación universitaria, que pudo elegir entre diferentes puestos de ejecutivo. Su aguda inteligencia le permitió percibir dónde había dinero, así que se las arregló para conseguir la concesión de tapas de retrete para el Pentágono, a lo que añadió la venta de objetos tales como lavadoras, que compraba en almacén y vendía a las agencias gubernamentales de suministros.
    Sin embargo, resultó que los estudios que había realizado al principio, antes de regenerarse, le eran útiles después de todo. Asegura que necesita cálculo para averiguar sus beneficios, economía política para elaborar sus deducciones fiscales y antropología para tratar con la sección ejecutiva del Gobierno.
    Miré a George con curiosidad.
    —¿Quieres decir que en esta ocasión vuestra intromisión —la tuya y la de Azazel— en los asuntos de un pobre inocente terminó felizmente?
    —En efecto —respondió George.
    —Pero eso significa que ahora tienes un amigo extremadamente rico, que te debe a ti todo cuanto tiene.
    —Lo has expresado perfectamente.
    —Entonces, no hay duda de que podrás sacarle dinero.
    El rostro de George se oscureció.
    —Eso creerías tú, ¿verdad? Tú creerías que debería existir gratitud en el mundo, ¿verdad? Tú creerías que hay personas que, una vez que se les explicara cuidadosamente que sus facultades evasivas sobrehumanas son fruto exclusivo de los denodados esfuerzos de un amigo, considerarían oportuno derramar recompensas sobre ese amigo.
    —¿Quieres decir que Artaxerxes no?
    —En efecto. Una vez que me dirigí a él para pedirle que me dejara diez mil dólares, como inversión en un proyecto mío que seguramente produciría cien veces más..., diez mil cochinos dólares, que él se gana en cuanto vende una docena de tuercas y tornillos a las Fuerzas Armadas, hizo que sus criados me echaran.
    —Pero, ¿por qué, George? ¿Lo has averiguado?
    —Sí, acabé enterándome. Ya sabes que él emprende una acción evasiva siempre que fluye su adrenalina, siempre que se halla bajo los efectos de una pasión intensa, como la cólera o la ira. Azazel lo explicó.
    —Sí, ¿Y...?
    —De ese modo, siempre que Philomel considera las finanzas familiares y se siente invadida de cierto ardor libidinoso, se acerca a Artaxerxes, quien, percibiendo su intención, siente fluir su propia adrenalina en apasionada respuesta. Luego, cuando ella se echa hacia él con su femenino entusiasmo y abandono...
    —¿Qué?
    —Él la esquiva.
    —¡Ah!
    —De hecho, nunca puede ponerle una mano encima, lo mismo que tampoco pudo hacerlo Bullwhip. Cuanto más tiempo dura esto, más sube su nivel de frustración y más adrenalina fluye sólo con verla..., y más enciente y automáticamente la esquiva. Como es natural, ella, desesperada y llorosa, se ve obligada a encontrar consuelo en otra parte, pero cuando él intenta de vez en cuando una aventura fuera de los estrictos lazos del matrimonio, no puede. Esquiva a toda mujer que se le acerca, aun cuando sólo se trate de una cuestión de conveniencia mercantil por parte de ella. Artaxerxes se encuentra en la posición de Tántalo..., aparentemente el objeto siempre está disponible y, sin embargo, siempre fuera de su alcance. —Al llegar a este punto, la voz de George cobró un tono de indignación—. Y por ese trivial inconveniente me ha echado de la casa.
    —Podrías hacer que Azazel suprimiera la maldición..., quiero decir, el don que pediste para él —dije.
    —Azazel es reacio a actuar dos veces sobre un mismo sujeto, no sé por qué. Además, ¿por qué habría yo de conceder favores adicionales a quien se muestra tan desagradecido por los que ya ha recibido? Tú, en cambio, aunque eres un reconocido tacaño, me prestas cinco dólares de vez en cuando... —te aseguro que llevo la cuenta de todas esas ocasiones en trocitos de papel que tengo aquí y allá, en alguna parte de mis habitaciones— y, sin embargo, nunca te he hecho un favor, ¿verdad? Si tú puedes mostrarte servicial sin un favor, ¿por qué él no, que sí que ha recibido un favor?
    Pensé en ello y dije:
    —Escucha, George. Sigue sin concederme ningún favor. Todo va bien en mi vida. De hecho, sólo para recalcar que no quiero un favor, ¿qué tal si te doy diez dólares?
    —Oh, bueno —respondió George—, si insistes...


    GALATEA
    Por alguna razón desconocida, especialmente para mí, de vez en cuando utilizo a George como depositario de mis sentimientos íntimos. Puesto que posee un enorme y desbordante caudal de simpatía que reserva en exclusiva para sí mismo, esto es inútil; no obstante, de todos modos, de vez en cuando lo hago.
    Naturalmente, en aquel momento mi propio caudal no puede evitarlo.
    Estábamos esperando nuestra tarta de fresas tras un abundante almuerzo en «Peacock Alley», y yo dije:
    —George, estoy harto de que los críticos no realicen el menor esfuerzo por averiguar qué es lo que yo intento hacer. A mí no me interesa lo que ellos harían si estuvieran en mi pellejo. Después de todo, ellos no saben escribir, o no perderían el tiempo siendo críticos. Y, si saben escribir, de alguna manera la única función que sus críticas les ofrece es la oportunidad de fastidiar a los que son mejores que ellos. Es más...
    Pero llegó la tarta de fresas, y George aprovechó la oportunidad para coger las riendas de la conversación, cosa que de cualquier modo habría hecho, aunque no hubiera llegado el postre.
    —Amigo mío, debes aprender a tomarte con calma las vicisitudes de la vida. Debes decirte a ti mismo —pues además es verdad— que tus miserables escritos producen tan escaso efecto en el mundo que lo que los críticos puedan decir, si es que se toman la molestia de decir algo, carece por completo de importancia. Esta clase de pensamientos te aliviarán mucho e impedirán que acabes desarrollando una úlcera. En concreto, podrías evitar palabras tan sensibleras en mi presencia, como lo harías si tuvieses la sensibilidad necesaria para comprender que mi trabajo es mucho más importante que el tuyo y que las críticas que yo recibo son, de vez en cuando, mucho más devastadoras.
    —¿Vas a decirme que tú también escribes? —pregunté con sorna, al tiempo que atacaba la tarta.
    —No —respondió George, haciendo lo propio—. Yo soy una persona mucho más importante, un benefactor de la Humanidad, un reprendido e infravalorado benefactor de la Humanidad.
    Hubiera jurado que una pequeña lágrima humedecía ligeramente sus ojos.
    —No veo —le dije afablemente— cómo la opinión de nadie acerca de ti puede ser tan baja como para que sea considerada una infravaloración.
    —Haré caso omiso de la burla, ya que procede de ti —dijo George—, y te diré que estoy pensando en esa bella mujer, Elderberry Muggs.
    —¿Elderberry? —exclamé, con una sombra de incredulidad.
    Se llamaba Elderberry (dijo George). No sé por qué sus padres tuvieron que ponerle ese nombre, aunque tal vez fuese para conmemorar unos momentos de ternura en su relación prenupcial. La propia Elderberry tenía la impresión de que sus padres estaban ligeramente embriagados con vino de bayas de saúco -que era lo que significaba su nombre- durante las actividades que le dieron acceso a la vida. En otro caso, es posible que ella no hubiese tenido oportunidad de tal acceso.
    Comoquiera que fuese, su padre, viejo amigo mío, me pidió que fuera su padrino en el bautizo, y yo no podía negarme.
    Muchos amigos míos, impresionados por mi noble aspecto y mi franco y virtuoso semblante, sólo se sienten a gusto en la iglesia si yo estoy a su lado, así que son numerosas las ocasiones en que he actuado de padrino. Naturalmente, yo me tomo estas cosas muy en serio y siento en toda su plenitud la responsabilidad del puesto. Por consiguiente, en la vida posterior me mantengo tan cerca de mis ahijados como me es posible, y tanto más cuando llegan a tener una belleza tan extraordinaria como Elderberry.
    Su padre murió por el tiempo en que Elderberry cumplió veinte años, y ella heredó una importante suma de dinero que, como es lógico, hizo que aumentase su belleza a los ojos del mundo en general. Yo, por mi parte, no concedo ninguna importancia al dinero, pero consideré necesario protegerla de los cazadores de dotes. Para ello, me dediqué a cultivar su compañía en mayor medida aún, y frecuentemente cenaba en su casa. Después de todo, como puedes imaginar, ella estaba muy encariñada con su tío George, y, por mi parte, ciertamente, yo no podía censurárselo.
    Tal como se desarrollaron las cosas, resultó que Elderberry no necesitaba el capital que su padre le había dejado, pues se convirtió en una escultura de gran renombre, produciendo obras cuyo valor artístico no podía ser puesto en tela de juicio, ya que alcanzaban elevados precios en el mercado.
    Yo no entendía muy bien su producción, pues mis gustos en materia de arte son totalmente etéreos, y no se puede esperar que aprecie las cosas que ella creaba para deleite de esa parte de la estúpida multitud que podía permitirse pagar sus precios.
    Recuerdo que en cierta ocasión le pregunté qué representaba una escultura determinada.
    —Como ves —me contestó—, la obra se titula Cigüeña volando.
    Estudié el objeto, que estaba fundido en el más exquisito bronce, y dije:
    —Sí, ya me he fijado en el letrero, pero, ¿dónde está la cigüeña?
    —Aquí —respondió, señalando un pequeño cono de metal que emergía de una base de bronce un tanto amorfa y terminaba en un afilado vértice.
    Lo contemplé pensativo, y luego pregunté:
    —¿Eso es una cigüeña?
    —Pues claro que lo es, grandísimo bobo —dijo (pues siempre se dirigía a mí en términos afectuosos)—, representa el extremo del largo pico de una cigüeña.
    —¿Y eso es suficiente, Elderberry?
    —Completamente —respondió—. No es la cigüeña misma lo que trato de representar, sino la noción abstracta de la cigüeñidad, que es exactamente lo que esto evoca.
    —Sí, en efecto —dije, ligeramente perplejo—, ahora que lo mencionas... Sin embargo, el letrero dice que la cigüeña está volando. ¿Cómo es eso?
    —Pero no seas tonto —exclamó—, ¿no ves esta base un tanto amorfa de bronce?
    —Sí —respondí—, cómo no voy a verla.
    —Y no me negarás que el aire..., cualquier gas, si vamos á eso, es una masa amorfa. Bien, pues esta base amorfa de bronce es una clarísima representación de la atmósfera en abstracto. Y ya ves que en esta cara de la base hay una fina línea recta, absolutamente horizontal.
    —Sí. Una vez que lo señalas, resulta clarísimo.
    —Ésa es la noción abstracta de vuelo a través de la atmósfera.
    —Extraordinario —dije—. Luminosamente claro cuando se explica. ¿Cuánto te darán por ello?
    —Oh —dijo ella, moviendo con aire desairado una mano, como para poner de manifiesto la trivialidad de la cuestión—. Tal vez diez mil dólares. Es una cosa tan sencilla y evidente por sí misma, que me sentiría culpable cobrando más. Es más un morceau que otra cosa. No como ésa. —Y señaló con la mano hacia un mural formado con telas de saco y pedazos de cartón, todo ello centrado en torno a una batidora rota que parecía tener en su parte inferior algo que semejaba manchas de huevo seco.
    Lo miré con cierto respeto.
    —¡Inapreciable, desde luego! —exclamé,
    —Eso creo yo —dijo ella—. No es una batidora nueva, ¿sabes? Tiene la pátina del tiempo. La saqué de un cubo de basura.
    Y entonces, por alguna razón, para mí desconocida, su labio inferior empezó a temblar y, con voz trémula, dijo:
    —Oh, tío George.
    Al instante, me sentí alarmado. Cogí su hábil mano izquierda, con sus fuertes dedos de escultora, y se la apreté.
    —¿Qué ocurre, hija mía?
    —Oh, George —dijo—, estoy harta de hacer estas sencillas abstracciones sólo porque representan el gusto del público.
    Se llevó a la frente los nudillos de la mano derecha y dijo con tono trágico:
    —¡Cómo me gustaría hacer lo que quiero, aquello que mi corazón de artista me dice que debo hacer!
    —¿Qué es, Elderberry?
    —Yo quiero experimentar. Quiero avanzar en nuevas direcciones. Quiero intentar lo jamás intentado, arriesgarme a lo que nadie se ha arriesgado, producir lo improducible.
    —¿Y por qué no lo haces, hija mía? Seguramente que eres lo bastante rica como para permitírtelo.
    De pronto, sonrió, y se le iluminó el rostro.
    —Gracias, tío George —dijo—, gracias por decir eso. La verdad es que me lo permito de vez en cuando. Tengo una habitación secreta en la que deposito mis pequeños experimentos, aquellos que sólo un educado paladar artístico puede apreciar; los que son caviar para la gente en general —añadió.
    —¿Puedo verlos?
    —Naturalmente, querido tío. Después de lo que has dicho en aliento de mis aspiraciones, ¿cómo podría negártelo?
    Descorrió una gruesa cortina tras la que había una puerta tan ajustadamente encajada en la pared, que apenas era visible. Oprimió un botón, y la puerta se abrió eléctricamente. Entonces, y, al tiempo que la puerta se cerraba a nuestra espalda, unas brillantes luces fluorescentes iluminaron la sala sin ventanas en donde habíamos entrado, llenándola de tanta claridad como si en ella penetrara el sol.
    Casi al instante, vi ante mí la representación de una cigüeña esculpida en rica piedra. Cada pluma estaba en su sitio, los ojos brillaban llenos de vida, tenía el pico entreabierto y las alas medio extendidas. Parecía como si fuera a elevarse en el aire.
    —Santo cielo, Elderberry —exclamé—. Nunca he visto nada igual.
    —¿Te gusta? Yo lo llamo «arte fotográfico», y creo que a su manera es bonito. Totalmente experimental, desde luego; los críticos y el público se reirían y se mofarían de mí, no se percatarían de lo que intento hacer. Ellos únicamente aceptan simples abstracciones que son superficiales por completo y que cualquiera puede entender, nada semejante a esto, que sólo puede atraer a los sutiles y a los que se conforman con dejar que la comprensión se abra paso lentamente en ellos.
    Después de eso, en alguna ocasión disfruté del privilegio de entrar en su habitación secreta y estudiar los objetos exóticos que de vez en cuando se formaban bajo sus fuertes dedos y su disciplinado cincel. Mi admiración hacia una cabeza de mujer exactamente igual a la de Elderberry era profunda.
    —Yo la llamo El espejo —dijo, sonriendo tímidamente—. Retrata mi alma, ¿no crees?
    Asentí, entusiasmado.
    Creo que eso fue lo que finalmente le indujo a permitirme ver el secreto más íntimo de todos.
    Yo le había dicho:
    —Elderberry, ¿cómo es que no tienes ningún... —Hice una pausa y luego, prescindiendo de más eufemismos, terminé—: ... ningún novio?
    —Novios —exclamó ella, con aire de profundo desprecio—. ¡Bah! Merodean a mi alrededor muchos de esos aspirantes a novios de que hablas, pero, ¿cómo voy a fijarme en ellos? Yo soy una artista; tengo en mi corazón, en mi mente y en mi alma una imagen de verdadera belleza varonil que ningún conjunto de carne y hueso puede imitar, y que es lo único que puede ganar mi corazón. Eso, y sólo eso, ha ganado mi corazón.
    —¿Ha ganado tu corazón, querida? —dije suavemente—. Entonces, ¿lo has encontrado ya?
    —Lo he... Pero ven, tío George, y lo verás. Tú y yo compartiremos mi gran secreto.
    Regresamos a la sala del arte fotográfico, y una vez allí, descorrió otra gruesa cortina y apareció ante nosotros un hueco que yo no había visto antes. En él se hallaba la estatua de un hombre, de un metro ochenta de estatura y desnudo, que, por lo que pude ver, anatómicamente era perfecto hasta el último milímetro.
    Elderberry pulsó un botón, y la estatua giró lentamente sobre su pedestal, haciendo evidentes desde todos los ángulos su suave simetría y sus perfectas proporciones.
    —Mi obra maestra —susurró Elderberry.
    Yo no soy un gran admirador de la belleza masculina; sin embargo, en el hermoso rostro de Elderberry vi reflejarse una anhelante admiración que revelaba con claridad que estaba llena de amor y adoración.
    —Tú amas a esa estatua —le dije.
    —Oh, sí —murmuró—. Daría mi vida por él. Mientras él exista, los otros hombres me parecerán deformes y odiosos. Nunca podría dejar que ningún hombre me tocara sin experimentar con ello una sensación de repugnancia. Únicamente le deseo a él. Tan sólo a él.
    —Mi pobre niña —dije—. La estatua no está viva.
    —Lo sé, lo sé —respondió con voz quebrada—. Y eso me destroza el corazón. ¿Qué puedo hacer?
    —¡Realmente triste! —murmuré—. Me recuerda la historia de Pigmalión.
    —¿De quién? —preguntó Elderberry, que, como todos los artistas, era un espíritu sencillo que no sabía nada del ancho mundo exterior.
    —De Pigmalión. Es una antigua historia. De Pigmalión, un escultor, como tú; sólo que, naturalmente, era un hombre. Y, al igual que tú, esculpió una bella estatua, nada más que, debido a sus peculiares prejuicios masculinos, esculpió una mujer a la que llamó Galatea. La estatua era tan hermosa, que Pigmalión se enamoró de ella. Como ves, lo mismo que en tu caso, salvo que tú eres una Galatea viva y la estatua es un...,
    —No —exclamó enérgicamente Elderberry—, no esperes que yo le llame Pigmalión. Ese nombre es rudo y tosco, y yo quiero algo poético. Yo le llamo —y el amor volvió a iluminar su rostro— Hank. Hay en el nombre de Hank algo tan dulce, tan musical, que me habla directamente al alma. Pero, ¿qué fue de Pigmalión y Galatea?
    —Sojuzgado por el amor, Pigmalión le imploró a Afrodita...
    —¿A quién?
    —Afrodita, la diosa griega del amor. Le imploró, y ella, compadecida, dio vida a la estatua. Galatea se convirtió en una mujer viva, se casó con Pigmalión y vivieron siempre felices.
    —Hum —murmuró Elberberry—. Supongo que Afrodita no existe realmente, ¿no?
    —No, en la realidad no existe. Por el contrario...
    Pero no seguí. No creía que Elderberry pudiera entenderme si le hablaba de mi demonio de dos centímetros de estatura, Azazel.
    —Lástima —dijo—, porque, si alguien pudiera insuflarle vida a Hank, si alguien pudiera cambiarle de frío y duro mármol en cálida y blanda carne, yo le daría... Oh, tío George, no puedes imaginar lo que sería abrazar a Hank y sentir en las manos la cálida suavidad de su carne..., suave..., suave. —Repitió en un murmullo la palabra, sumida en un éxtasis de deleite sensual.
    —En realidad, mi querida Elderberry —la interrumpí—, no deseo imaginarme haciéndolo, aunque puedo comprender que tú lo encontrarías delicioso. No obstante, estabas diciendo que si alguien pudiera cambiarle de frío y duro mármol en carne cálida y blanda, le darías algo. ¿Pensabas en algo concreto, querida?
    —¡Oh, sí! Le daría un millón de dólares.
    Guardé silencio unos instantes, como lo habría hecho cualquiera, por simple respeto a la suma. A continuación le pregunté:
    —¿Tú tienes un millón de dólares, Elderberry?
    —Tengo dos millones de pavos, tío George —respondió, con su habitual sencillez—, y estaría encantada de dar la mitad. Hank lo valdría, especialmente habida cuenta de que siempre podría ganar más haciendo otras cuantas abstracciones para el público.
    —Sí que puedes —murmuré—. Bien, no pierdas el ánimo, Elderberry, y veremos qué puede hacer por ti tu tío George.
    Evidentemente era un caso para Azazel, así que llamé a mi pequeño amigo, que parecía una versión en miniatura de un diablo, con sus dos centímetros de estatura, sus diminutos cuernos y su móvil y puntiaguda cola.
    Como de costumbre, estaba de mal humor e insistió en hacerme perder el tiempo contándome, con tediosos detalles, por qué se encontraba de mal humor. Al parecer, había hecho algo de naturaleza artística -al menos, con arreglo a las pautas de su ridículo mundo, pues, aunque lo describió con detalle, no pude entenderlo-, y los críticos lo habían acogido desfavorablemente. Los críticos son iguales en el Universo entero, supongo: despreciables y malévolos, todos y cada uno de ellos.
    Aunque yo creo que deberías estar agradecido por el hecho de que los críticos de la Tierra tengan todavía algún resto de decencia. Si hemos de hacerle caso a Azazel, lo que los críticos dijeron de él, era mucho más de lo que nadie ha dicho de ti: el adjetivo más suave exigiría el látigo. Ha sido la semejanza entre tus quejas y las suyas lo que ha traído este episodio a mi mente.
    No sin dificultad, conseguí interrumpir sus vituperaciones durante el tiempo suficiente para formular la petición de que diera vida a una estatua. Soltó una especie de graznido cuya estridencia me hizo daño en los oídos.
    —¿Dar una vida, basada en agua y carbono, a un material silíceo? ¿Por qué no me pides que construya un planeta con excrementos y acabas de una vez? ¿Cómo voy a convertir la piedra en carne?
    —Seguramente se te ocurrirá alguna forma de hacerlo, oh Poderoso —dije—. Piensa que, si logras realizar esa inmensa tarea, lo podrás informar en tu mundo, ¿y no haría eso que los críticos se sintieran como un hatajo de estúpidos borricos?
    —Son mucho peor que un hatajo de estúpidos borricos —dijo Azazel—. Si se sintieran como unos estúpidos borricos, eso sería considerarse muy superiores a lo que en realidad son. Quiero hacer que se sientan como un montón de farfelanimores.
    —Así es exactamente como se sentirán. Todo lo que tienes que hacer es convertir lo frío en cálido, la piedra en carne, lo duro en blando. Especialmente blando. Una joven a la que estimo mucho quiere abrazar la estatua y sentir carne blanda y elástica bajo las yemas de sus dedos. No debería ser demasiado dura. La estatua es una representación perfecta de un ser humano, y no tienes más que llenarla de músculos, vasos sanguíneos, órganos, nervios y recubrirla de piel, y ya está.
    —Sólo llenarla con todo eso, ¿eh? Nada más, ¿eh?
    —Pero piensa que harás que los críticos se sientan como unos farfelanimores.
    —Hum. Sí. ¿Sabes a qué huele farfelanimor?
    —No, pero no me lo digas. Y puedes utilizarme a mí como modelo.
    Azazel soltó un malhumorado gruñido.
    —¿Sabes lo complicado que es incluso el cerebro humano más rudimentario?
    —Bueno —dije—, no hace falta que te esfuerces mucho con el cerebro. Elderberry es una chica sencilla, y me imagino que lo que ella quiere de la estatua no guarda mucha relación con el cerebro.
    —Tendrás que enseñarme la estatua y dejarme considerar el caso —dijo.
    —Lo haré. Pero recuerda que debes dar vida a la estatua mientras nosotros estamos mirando y que has de cerciorarte que esté terriblemente enamorado de Elderberry.
    —El amor es fácil; sólo cuestión de ajustar hormonas.
    Al día siguiente, me las arreglé para que Elderberry me invitara a ver de nuevo la estatua. Azazel estaba en el bolsillo de mi camisa, atisbando y emitiendo breves y agudos bufidos. Afortunadamente, Elderberry no tenía ojos más que para su estatua, y no se habría dado cuenta aunque se hubieran puesto a su lado veinte demonios de tamaño natural.
    —¿Y bien? —le inquirí más tarde a Azazel.
    —Trataré de hacerlo —respondió—. Le llenaré con órganos basados en ti. Confío en que seas un representante normal de tu inmunda e inferior especie.
    —Más que normal —repliqué altivamente—. Soy un ejemplar destacado.
    —Bien. Ella tendrá su estatua totalmente encajada en carne blanda, cálida y palpitante. Tendrá que esperar hasta mañana al mediodía, hora vuestra. No puedo hacer esto de golpe.
    —Comprendo. Ella y yo estaremos esperando.
    A la mañana siguiente, telefoneé a Elderberry.
    —Elderberry, querida, he hablado con Afrodita.
    —¿Quieres decir que existe, tío George? —exclamó en excitado susurro.
    —Es una manera de hablar, querida. Tu hombre ideal vendrá a la vida hoy a mediodía ante nuestros propios ojos.
    —Oh —exclamó desmayadamente—, no me estarás engañando, ¿verdad, tío?
    —Yo nunca engaño —le contesté—, y nunca lo hago, pero debo reconocer que estaba un poco nervioso, pues dependo por completo de Azazel, aunque la verdad es que en ninguna ocasión me ha fallado.
    A mediodía, los dos estábamos de nuevo mirando la estatua, que tenía sus pétreos ojos perdidos en el vacío. Le pregunté a Elderberry:
    —¿Señala tu reloj la hora exacta, querida?
    —Oh, sí. Lo llevo sincronizado con el Observatorio. Falta un minuto.
    —Como es lógico, es posible que el cambio se retrase uno o dos minutos. Es difícil juzgar estas cosas con exactitud.
    —Una diosa debería ser puntual —dijo Elderberry—. Si no, ¿de qué sirve ser diosa?
    A eso llamo yo verdadera fe, y estaba justificada, pues, justamente a mediodía, un estremecimiento pareció recorrer la estatua. Lentamente, su color fue cambiando desde el frío blanco del mármol al sonrosado de cálida carne. Poco a poco, el movimiento animó su estructura, sus brazos descendieron a los costados, sus ojos adquirieron una brillante vivacidad azul, el pelo de su cabeza se tornó de un color castaño claro y apareció en todos los demás lugares adecuados de su cuerpo. Su cabeza se inclinó, y miró a Elderberry, que respiró agitadamente.
    De manera pausada y chirriando, descendió del pedestal y avanzó hacia Elderberry con los brazos extendidos.
    —Tú, Elderberry. Yo, Hank —dijo.
    —Oh, Hank —dijo Elderberry, echándose en sus brazos.
    Permanecieron largo tiempo fundidos en el abrazo; luego, ella volvió la vista hacia mí por encima del hombro, relucientes de éxtasis sus ojos, y dijo:
    —Hank y yo nos quedaremos unos días en la casa, como una especie de luna de miel, y después te veré, tío George. —Y movió los dedos como si estuviese contando dinero.
    Al verlo, mis ojos relucieron también de éxtasis, y salí de puntillas de la casa. La verdad, me parecía un tanto incongruente que una joven completamente vestida fuera abrazada de manera tan calurosa por un joven desnudo, pero estaba seguro que en cuanto yo me marchara Elderberry se las arreglaría para subsanar la incongruencia.
    Esperé diez días a que Elderberry me telefoneara; sin embargo, seguía sin hacerlo. No me sorprendía mucho, pues imaginaba que estaría ocupada en otras cosas. No obstante, al cabo de diez días pensé que habría alguna pausa para respirar, y asimismo empecé a pensar que, puesto que su éxtasis había sido logrado gracias enteramente a mis esfuerzos -y los de Azazel-, era justo que yo también lograra mi éxtasis.
    Fui a la casa en donde había dejado a la feliz pareja y toqué el timbre. Pasó bastante tiempo sin que nadie respondiera, y ya me estaba imaginando yo la desagradable imagen de dos jóvenes extasiados el uno con el otro hasta la muerte, cuando, finalmente, la puerta se abrió una rendija.
    Era Elderberry, con aspecto perfectamente normal, si se considera perfectamente normal una expresión ceñuda.
    —Oh, eres tú —dijo.
    —Pues, sí —dije—. Temía que os hubierais marchado de la ciudad para continuar y ampliar vuestra luna de miel.
    No dije nada de lunas de miel hasta la muerte. Me pareció poco diplomático.
    —¿Y qué quieres? —preguntó.
    En realidad, aquello no resultaba muy amistoso. Yo podía entender que a ella no le gustara ser interrumpida en sus actividades, pero seguramente que, después de diez días, una pequeña interrupción no era el fin del mundo.
    —Hay un asuntillo de un millón de dólares, querida —dije.
    Empujé la puerta y entré.
    Ella me miró con una expresión de frío desprecio y dijo:
    —Un sillón es lo que vas a recibir.
    No sabía a qué se refería, pero al instante deduje que suponía bastante menos que un millón de dólares.
    Desconcertado y bastante dolido, dije:
    —¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
    —¡Qué ha pasado? —exclamó ella—. ¿Que qué ha pasado? Te diré lo que ha pasado. Cuando mencioné que deseaba a Hank blando, no quería decir blando en todas partes y de manera permanente.
    Con su fuerza de escultura me hizo salir a empujones por la puerta y la cerró de golpe. Luego, mientras permanecía allí, estupefacto, la abrió de nuevo.
    —Y si vuelves por aquí, le diré a Hank que te haga pedazos. En todos los demás aspectos, es fuerte como un toro.
    Me marché. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Y qué te parece eso como crítica a mis esfuerzos artísticos? Así que no me vengas tú con tus mezquinas quejas.
    George meneó la cabeza al terminar su relato, parecía tan abatido que realmente me conmovió.
    —George —le dije—, sé que culpas de esto a Azazel, pero, en realidad, la culpa no es suya. Tú hiciste hincapié en lo de la blandura...
    —Y ella también —replicó George, indignado.
    —Sí, pero tú le dijiste a Azazel que te utilizara a ti como modelo para diseñar la estatua, y seguramente que eso explica la incapacidad...
    George me interrumpió con un ademán y me fulminó con la mirada.
    —Eso —dijo— me duele aún más que la pérdida del dinero que había ganado. Has de saber que a pesar de haber dejado atrás hace varios años la flor de mi juventud...
    —Sí, sí, George, te presento mis excusas. Toma, creo que te debo diez dólares.
    Bueno, diez dólares son diez dólares. Para mi alivio, George cogió el billete y sonrió.


    LA ESTRUCTURA DE LA MENTE
    Aquella mañana me sentía predispuesto a la expresión filosófica. Meneando la cabeza en apesadumbrada reminiscencia, dije:
    —No hay arte que permita descubrir en el rostro la estructura de la mente. Él era un caballero en quien había depositado una confianza absoluta.
    Corría una mañana fría de domingo, y George y yo nos hallábamos sentados a una mesa del «Bagel Nosh» local. Recuerdo que George estaba terminando su segundo bollo de sésamo, generosamente entremezclado con queso de nata y salmón.
    —¿Se trata —preguntó— de algo tomado de un relato de los que habitualmente compones para los editores menos exigentes?
    —Da la casualidad que es de Shakespeare —respondí— De Macbeth.
    —Ah, sí. Había olvidado tu afición a los pequeños plagios.
    —No es plagio expresarse mediante una cita apropiada. Lo que estaba diciendo es que yo tenía un amigo a quien creía un hombre considerado y de buen gusto. Le había invitado muchas veces a cenar. En ocasiones, le había prestado dinero. Aduladoramente, había alabado su aspecto y su carácter. Y, fíjate bien, había hecho todo eso sin tener en cuenta en absoluto que su profesión era la de crítico de libros..., si es que a eso se le puede llamar profesión. Y pese a todas esas desinteresadas acciones tuyas —dijo George—, llegó el momento en que tu amigo hizo la crítica de uno de tus libros y se dedicó a machacarlo sin piedad.
    —¡Oh! —exclamé—. ¿Has leído la crítica?
    —En absoluto. Simplemente, me he preguntado qué clase de crítica es probable que reciba un libro tuyo, y la respuesta correcta ha acudido a mí al instante.
    —Y fíjate bien, George, que no me importó que dijese que se trataba de un libro malo..., al menos no me importó más de lo que a cualquier otro escritor le habría importado una afirmación tan necia, pero cuando empezó a emplear expresiones como “demencia senil”, consideré que eso ya era ir demasiado lejos. Decir que el libro era apropiado para niños de ocho años, pero que éstos harían mejor poniéndose a jugar al parchís en lugar de leerlo, suponía un golpe bajo. —Suspiré y repetí—: No hay arte...
    —Ya lo has dicho —se apresuró a interrumpir George.
    —Parecía tan agradable, tan amistoso, tan agradecido por los pequeños favores... ¿Cómo iba yo a pensar que por debajo de todo eso era un diabólico y maligno difamador?
    —Pero era un crítico —dijo George—. ¿Cómo podía ser otra cosa? Uno se entrena para el puesto calumniando a su propia madre. En realidad, es increíble que te hayas dejado engañar de forma tan ridícula. Eres peor que mi amigo Vandevanter Robinson, y te diré que en cierta ocasión se habló de él como posible candidato a un Premio Nobel de la Ingenuidad. Su historia es muy curiosa...
    —Por favor —dije—, la crítica ha salido en el último número de la New York Review of Books..., cinco columnas de bilis, veneno y hiel. No estoy de humor para escuchar una de tus historias.
    —Ya me lo imaginaba (dijo George), y es perfectamente lógico. No obstante, servirá para apartar tu mente de tus intrascendentes problemas.
    Mi amigo Vandevanter Robinson era un joven al que cualquiera habría augurado un brillante futuro: guapo, culto, inteligente y creativo. Había asistido a los mejores colegios y estaba enamorado de una criatura deliciosa, la joven Minerva Shlump.
    Minerva era una de mis ahijadas, y me profesaba un gran afecto, como es lógico. Naturalmente, una persona de mi fibra moral es completamente reacia a permitir que muchachas de llamativas proporciones le abracen y traten de encaramarse en su regazo; sin embargo, había en Minerva algo tan enternecedor, tan inocentemente infantil y, sobre todo, tan elástico al tacto, que en su caso lo permitía.
    Por supuesto, nunca lo hacía en presencia de Vandevanter, que era totalmente irrazonable en sus celos.
    Una vez, explicó este defecto suyo con tonos que conmovieron mi corazón.
    —George —dijo—, desde niño mi ambición ha sido enamorarme de una mujer de virtud superlativa, de pureza inmaculada, de inocencia de fulgor de porcelana, si vale la expresión. En Minerva Shlump, si me es lícito pronunciar ese nombre divino, he encontrado exactamente esa mujer. Es el único caso en que sé que no puedo ser engañado. Si alguna vez descubriera que mi confianza era traicionada, no podría continuar viviendo. Me convertiría en un viejo amargado sin más consuelo que cosas tan despreciables como mi mansión, mis criados, mi club y mi riqueza heredada.
    Pobrecillo. No se engañaba con la joven Minerva, como bien sabía yo, pues cuando se enroscaba complacidamente en mi regazo, yo percibía con toda claridad su absoluta falta de maldad. No obstante, era con la única persona, cosa o concepto, con la cual no se engañaba. El pobrecillo simplemente no tenía discernimiento. Era, aunque pueda parecer duro decirlo, tan estúpido como tú. Carecía del arte que permite... Sí, ya sé que lo has dicho tú. Sí, sí, lo has dicho dos veces.
    Lo que hacía las cosas particularmente difíciles en su caso, era el hecho de que Vandevanter pertenecía, como detective de reciente ingreso, a la Policía de Nueva York.
    La ambición de su vida había sido (además de encontrar a la damisela perfecta) ser detective, convertirse en uno de los astutos y sagaces caballeros que constituyen el terror de los malhechores en todas partes. Con vistas a ese objetivo, se especializó en criminología en Crotón y Harvard, y asiduamente leía los informes de investigaciones entregados a la luz pública por autoridades en la materia tan destacadas como Sir Arthur Conan Doyle y Mrs. Agatha Christie. Todo eso, junto con un tío suyo fuera a la sazón presidente de la Corporación Municipal del distrito de Queens, hizo que acabara ingresando en la Policía.
    Lamentable e inesperadamente, no alcanzó éxito en su empeño. Único en su capacidad para tejer una inexorable cadena lógica mientras se hallaba sentado en su sillón, utilizando pruebas recogidas por otros, se reveló incapaz del todo para recoger pruebas por sí mismo.
    Su problema radicaba en que se hallaba dominado por un increíble impulso para aceptar todo lo que alguien le decía. Cualquier coartada, por peregrina que fuese, le desconcertaba. Cualquier conocido perjuro no tenía más que dar su palabra de honor, y Vandevanter se sentía incapaz de dudar de él.
    Esto llegó a hacerse tan notorio, que los criminales, desde el carterista más humilde hasta el político o el industrial más encumbrado, rehusaban ser interrogados por ningún otro.
    —Que nos traigan a Vandevanter —clamaban.
    —Cantaré todo con él —decía el carterista.
    —Le pondré al corriente de los hechos, cuidadosamente dispuestos en el orden adecuado por mí mismo —decía el político.
    —Explicaré que el cheque gubernamental de cien millones de dólares estaba por casualidad en el cajón del dinero para gastos pequeños, y que yo necesitaba una propina para el limpiabotas —decía el industrial. El resultado era que todo lo que él tocaba se esfumaba. Tenia un pulgar exonerativo..., expresión inventada para la ocasión por un literato amigo mío. (Claro que no recuerdas haberla inventado. No me estoy refiriendo a ti. ¿Iba a ser tan insensato como para considerarte a ti un «literato»?)
    Con el paso de los meses, disminuyó el número de casos llevados a los tribunales, e innumerables rateros, salteadores y delincuentes de todo tipo fueron devueltos junto a sus amigos y parientes sin una mancha en su reputación.
    Naturalmente, no pasó mucho tiempo antes de que la Policía de Nueva York comprendiera la situación y llegara a la causa. Vandevanter no llevaba en su puesto más de dos años cuando se percató de que la camaradería a que se había acostumbrado se estaba desvaneciendo y de que sus superiores tendían a recibirle con una expresión de ceñuda perplejidad. Prácticamente nadie hablaba ya de ascenso, aunque Vandevanter se lo mencionase a su tío, el presidente de distrito, en momentos que parecían apropiados.
    Acudió a mí como suelen hacer los jóvenes que se encuentran en dificultades, buscando refugio en la sabiduría de un hombre de mundo. (No sé qué quieres decir al preguntarme si conocía a alguien que pudiera recomendarle. Haz el favor de no distraerme con incongruencias.)
    —Tío George —dijo—. Creo que me encuentro en una situación difícil.
    (Siempre me llamaba tío George, impresionado como estaba por el aire de dignidad y espléndida nobleza que me dan mis plateados aladares..., tan diferentes de tus desaliñadas patillas.)
    —Tío George —dijo—, al parecer hay una inexplicable resistencia a ascenderme. Sigo siendo un detective raso, de clase cero. Mi despacho está justo en medio del pasillo y mi llave para el lavabo no funciona. A mí eso en sí no me importa, compréndelo, pero mi querida Minerva, con su sencilla ingenuidad, ha sugerido que esto puede significar que soy un fracasado, y casi se le rompe el corazón al pensarlo. “Yo no quiero casarme con un fracasado —dice, frunciendo los labios en gesto enfurruñado—. La gente se reirá de mí”.
    —¿Hay alguna razón —le pregunté— para que tengas esa dificultad, mi querido Vandevanter?
    —Ninguna en absoluto. Para mí es un completo misterio. Reconozco que no he resuelto algunos casos, pero no creo que ése sea el problema; no se puede esperar de nadie que resuelva todos los casos, ya sabes,
    —¿Alguno de los otros detectives resuelve al menos unos pocos? —pregunté.
    —De vez en cuando, sí, pero su forma de actuar me desagrada sobremanera. Tienen una incredulidad horrible, un escepticismo deplorable, una forma ofensiva de mirar a algunos acusados con aire altivo y decir: “¡Oh, sí, claro!”, o “¡Eso dices tú!” Los humilla. No es ése el estilo norteamericano.
    —¿Es posible que los acusados mientan y que deban ser tratados con escepticismo?
    Vandevanter reflexionó unos instantes.
    —Tal vez sea así. ¡Qué idea tan terrible!
    —Bien —dije—, déjame pensar en ello.
    Esa noche, invoqué a Azazel, el demonio de dos centímetros de estatura que en una o dos ocasiones me ha sido útil con sus misteriosos poderes. No sé si te he hablado de él alguna vez, pero... Oh, sí que te he hablado de él, ¿verdad?
    Bueno, apareció sobre el pequeño círculo de marfil de mi mesa alrededor del cual quemo el incienso especial y recito los viejos conjuros..., pero los detalles son secretos.
    Llevaba una túnica larga y flotante, al menos parecía larga y flotante en comparación con los dos centímetros que él mide desde el extremo de su cola basta las puntas de sus cuernos. Tenía levantado uno de los brazos y estaba hablando con voz chillona, mientras su cola se retorcía a un lado y a otro.
    Era obvio que estaba haciendo algo. Es una criatura que siempre se halla preocupada con algún detalle sin importancia. Al parecer, nunca invoco su presencia cuando se encuentra en sosegado y digno reposo. Siempre está dedicado a algún asunto nimio e intrascendente, y siempre se pone furioso por mi interrupción.
    En esta ocasión, sin embargo, bajó el brazo y sonrió nada más darse cuenta de mi presencia. Por lo menos, creo que sonrió, pues resulta difícil ver los detalles de su rostro, y una vez que utilicé una lupa para distinguirlos, inexplicablemente pareció ofendido.
    —No importa —dijo—, me viene bien el cambio. Tengo el discurso dominado y estoy completamente seguro del éxito.
    —¿Éxito en qué, oh Grandioso? Aunque es seguro el éxito en cualquier cosa que tú hagas. (Parece ser aficionado a esta clase de grandilocuencia. Se parece extrañamente a ti en ese aspecto.)
    —Me presento como candidato a un cargo político —dijo con satisfacción—. Espero ser elegido apresador de grodos.
    —¿Puedo pedir humildemente que remedies mi ignorancia informándome qué es un grodo?
    —Pues un grodo es un pequeño animal doméstico muy estimado por mi pueblo como animal de compañía. Algunos de esos animales carecen de licencia, y la misión de un apresador de grodos es capturarlos. Son criaturas de malévola astucia y fiera determinación, y se precisa alguien con fuerza e inteligencia para poder llevar a cabo la tarea. Hay quienes sueltan una risita y dicen: “Azazel no podría ser elegido apresador de grodos”, pero yo me propongo demostrarles que sí. Bien, ¿qué puedo hacer por ti?
    Le expliqué la situación, y Azazel pareció sorprendido.
    —¿Quieres decir que en tu miserable mundo la gente no puede distinguir cuándo una persona formula afirmaciones que no coinciden con la verdad objetiva?
    —Tenemos un aparato llamado “detector de mentiras” —contesté—. Mide la presión sanguínea, la conductividad eléctrica de la piel, etcétera. Puede detectar mentiras, pero, asimismo, detecta el nerviosismo y la tensión y también los llama mentiras.
    —Naturalmente, pero hay sutiles funciones glandulares que existen en cualquier especie lo bastante inteligente como para falsear la verdad, ¿o esto es algo que vosotros no sabríais?
    Eludí contestar a esa pregunta.
    —¿Existe algún medio para hacer posible que el detective raso Robinson detecte esa función glandular?
    —¿Sin una de vuestras toscas máquinas? ¿Utilizando el funcionamiento de su propia mente?
    —Sí.
    —Debes comprender que me estás pidiendo que trate con una de las mentes de tu especie. Grande, pero infinitamente tosca.
    —Me doy cuenta.
    —Bien, lo intentaré. Tendrás que llevarme hasta él, o traerle hasta mí, y en cualquiera de los dos casos, permitirme que lo estudie.
    —Por supuesto.
    Y así se hizo.
    Había transcurrido más o menos una semana, cuando Vandevanter vino a verme con una expresión preocupada en su patricio rostro.
    —Tío George —dijo—, ha sucedido una cosa sumamente extraña. Me encontraba interrogando a un joven involucrado en el asalto a una tienda de licores. Él me estaba contando con patético detalle que simplemente lo que había sucedido era que él había acertado a pasar ante la tienda, sumido en sus reflexiones sobre su pobre madre, la cual se hallaba afectada de una fuerte jaqueca que se le había declarado después de consumir media botella de ginebra. Entró en la tienda para preguntar si, después de todo, era prudente consumir ginebra poco después de haber ingerido una cantidad similar de ron, cuando el dueño, sin ninguna razón que él pudiera imaginar, le puso una pistola en las manos y a continuación le empezó a dar todo el contenido de la caja registra- dora al joven, quien, sorprendido y confuso, lo aceptó, justo en el momento en que entraba un policía. Él creía que se trataba de una compensación por el sufrimiento que su querida madre había experimentado. Me estaba contando esto cuando, de la forma más extraña, me di cuenta de que estaba... mintiendo.
    —¿De veras?
    —Sí, Es la cosa más sorprendente que jamás he experimentado. —La voz de Vandevanter descendió hasta convertirse en un susurro—. De alguna manera, no sólo sabía que el joven llevaba consigo la pistola cuando entró, sino que su madre no tenía jaqueca. ¿Puedes imaginar a alguien mintiendo sobre su madre?
    Una detenida investigación demostró que el instinto de Vandevanter había sido correcto. El joven había mentido con respecto a su madre.
    A partir de ese momento, la habilidad de Vandevanter fue perfeccionándose constantemente.
    Al cabo de un mes, se había convertido en una astuta y perspicaz máquina para la detección de la falsedad.
    El Departamento observaba con boquiabierto asombro cómo acusado tras acusado fracasaban en su intento de engañar a Vandevanter. Ninguna historia de haber estado profundamente inmerso en la oración mientras era saqueado el cepillo de las limosnas podía resistir su astuto interrogatorio. Abogados que habían estado invirtiendo fondos de huérfanos en la renovación de sus despachos -de manera por completo inadvertida- rápidamente eran descubiertos. Contables que, por accidente, habían restado un número telefónico del epígrafe “deuda tributaria” quedaban atrapados en sus propias palabras. Traficantes de drogas que simplemente habían recogido un paquete de cinco kilos de heroína en la cafetería local creyendo que era un sucedáneo de azúcar, al instante acababan enredados en nudos lógicos.
    Le llamaban Vandevanter el Victorioso, y el propio comisario, con el aplauso del cuerpo de Policía en pleno, recompensó a Vandevanter con una llave que abría la puerta del lavabo, además de trasladar su despacho a un lado del corredor. Me estaba congratulando de que todo marchaba bien y de que Vandevanter, asegurado ya su éxito, se encontraba en condiciones de casarse con la adorable Minerva Shlump, cuando la propia Minerva apareció en la puerta de mi apartamento.
    —Oh, tío George —murmuró débilmente, al tiempo que se tambaleaba.
    Era evidente que estaba a punto de desmayarse. La cogí en brazos y la mantuve pegada a mi cuerpo durante cinco o seis minutos, mientras consideraba en qué silla en concreto podría depositarla.
    —¿Qué ocurre, querida? —le pregunté, después de haberme desembarazado lentamente de ella y alisar su vestido para que no quedara desarreglado.
    —Oh, tío George —dijo, y las lágrimas desbordaron de sus encantadores párpados inferiores—. Se trata de Vandevanter.
    —Espero que no te haya ofendido con requerimientos extemporáneos e impropios.
    —Oh, no, tío George. Es una persona demasiado refinada para hacer eso antes del matrimonio, aunque, por supuesto, yo le he explicado detalladamente que comprendo las influencias hormonales que a veces dominan a los jóvenes, y que estaba preparada para perdonarle en el caso de que se produjera un suceso enojoso. No obstante, pese a mis seguridades, conserva el dominio de sí mismo.
    —¿De qué se trata entonces, Minerva?
    —Oh, tío George, ha roto nuestro compromiso.
    —Es increíble. No hay dos personas que encajen mejor la una con la otra. ¿Por qué?
    —Dice que yo soy una... narradora de inexactitudes.
    Mis renuentes labios formaron la palabra: ¿Mentirosa?
    Ella asintió.
    —Esa infame palabra no atravesó sus labios, pero eso es a lo que se refería. Esta misma mañana, me miró con su expresión de rendida adoración y preguntó: “Querida, ¿me has sido siempre fiel?” Y yo, como siempre hago, respondí sentimentalmente: Tan fiel como el rayo de sol al sol, como el pétalo de rosa a la rosa. Entonces, sus ojos se entornaron y se volvieron rencorosos, y dijo: “Aja, tus palabras no se ajustan a la verdad. Has dicho una patraña”. Fue como si me hubieran asestado un fuerte golpe. Le pregunté: Vandevanter mío, ¿qué estás diciendo? Él respondió: “Lo que has oído. He sido engañado, y debemos separarnos para siempre”. Y se marchó. Oh, ¿qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? ¿Dónde encontraré otro triunfador?
    Yo dije, con aire pensativo:
    —Vandevanter suele tener razón en estas cosas..., en las últimas semanas al menos. ¿Le has sido infiel?
    Un débil rubor cubrió las mejillas de Minerva.
    —Realmente, no.
    —¿Cómo de irrealmente?
    —Bueno, hace unos años, cuando yo no era más que una chiquilla, con diecisiete años, besé a un joven. Confieso que le abracé con fuerza, pero fue sólo para impedir que escapara, no por afecto personal.
    —Comprendo.
    —No fue una experiencia muy placentera. No mucho. Después de que conocí a Vandevanter, quedé sorprendida al descubrir cuánto más gratificante era su beso que el que había experimentado antes con el otro joven. Naturalmente, estaba resuelta a volver a experimentar esa gratificación. Durante toda mi relación con Vandevanter, he besado de manera periódica -tan sólo con ánimo de investigación científica- a otros jóvenes, con el fin de cerciorarme de que ninguno, ninguno, puede igualar a mi Vandevanter. Te aseguro, tío George, que al hacerlo les concedía todas las ventajas en lo que tiene que ver con estilo y forma de besar, por no decir nada del abrazo y el apretón, y nunca igualaban en ningún aspecto a Vandevanter. Y, sin embargo, dice que soy infiel.
    —Qué ridículo —dije—. Ha sido injusto contigo.
    La besé cuatro o cinco veces, y luego dije:
    —Esto no te gratifica tanto como los besos de Vandevanter, ¿verdad?
    —Veamos —repuso ella, y me besó cuatro o cinco veces más, con gran habilidad y vehemencia—. Claro que no —concluyó.
    —Iré a verle —dije.
    Esa misma noche me presenté en su apartamento. Se hallaba sentado, con aire sombrío, en su cuarto de estar, cargando y descargando su revólver.
    —Sin duda, estás pensando en el suicidio —dije.
    —Jamás —respondió, con una seca risita—. ¿Qué razón tengo yo para suicidarme? ¿La pérdida de una chicuela frívola? ¿De una mentirosa? No me duele en absoluto.
    —Te equivocas. Minerva siempre te ha sido fiel. Sus manos, sus labios y su cuerpo nunca han establecido contacto con las manos, labios y cuerpo de ningún hombre más que tú.
    —Sé que eso no es cierto —dijo Vandevanter.
    —Yo te digo que lo es —expliqué—. He hablado largamente con la llorosa doncella, y ella me ha revelado los más íntimos secretos de su vida. En una ocasión le tiró un beso a un joven: a la sazón, ella tenía cinco años; él, seis. Desde entonces, no ha dejado de sufrir por ese momento de locura amorosa. Jamás se ha repetido una escena semejante de lascivia, y es sólo ese momento lo que tú has detectado en ella.
    —¿Me estás diciendo la verdad, tío George?
    —Examíname con tu infalible y penetrante mirada, y repetiré lo que te acabo de decir, y luego me dirás si te estoy contando la verdad.
    Repetí la historia, y, admirado, dijo:
    —Me estás diciendo la verdad, exacta y literal, tío George. ¿Crees que Minerva podrá perdonarme alguna vez?
    —Naturalmente —respondí—. Adopta una actitud humillante ante ella y continúa tu sagaz persecución de la escoria del hampa por todas las tiendas de licores, salas de Consejo y Administración y pasillos de Ayuntamiento, pero nunca vuelvas tus sagaces ojos sobre la mujer que amas. El amor perfecto es confianza perfecta, y debes confiar en ella perfectamente.
    —Lo haré, lo haré —exclamó.
    Y así lo ha hecho siempre desde entonces. En la actualidad, es el detective más famoso de la Policía, y ha sido ascendido al grado de detective de clase media, con despacho en el sótano, justo al lado de la lavadora. Está casado con Minerva y viven juntos en una paz ideal.
    Ella se pasa la vida comprobando una y otra vez en un éxtasis de felicidad la superior gratificación de los besos de Vandevanter. A veces ella pasa voluntariamente toda la noche con algún hombre de buena presencia que parece adecuado para la investigación, pero el resultado siempre es el mismo: Vandevanter es el mejor. En la actualidad, ella es madre de dos hijos, y uno de ellos presenta un ligero parecido con Vandevanter.
    Y eso para que luego andes diciendo que mis esfuerzos y los de Azazel siempre conducen al desastre.
    —Pero —dije—, si acepto tu historia, estabas mintiendo cuando le aseguraste a Vandevanter que Minerva nunca había tocado a otro hombre.
    —Lo hice para salvar a una joven e inocente doncella.
    —Pero, ¿cómo es que Vendevanter no detectó la mentira?
    —Supongo —dijo George, limpiándose los restos de queso de los labios— que fue por mi aire de inexpugnable dignidad.
    —Yo tengo otra teoría —dije—. Creo que ni tú, ni tu presión sanguínea, ni la conductividad eléctrica de tu piel, ni tus sutiles reacciones hormonales pueden ya notar la diferencia entre lo que es verdad y lo que no lo es; y tampoco puede hacerlo nadie que dependa para ello de los datos obtenidos estudiándote.
    —Eso es ridículo —dijo George.


    VUELO DE FANTASÍA
    Cuando como con George, tengo buen cuidado de no pagar con una tarjeta de crédito, lo hago siempre en metálico, ya que eso le permite practicar su amistosa costumbre de quedarse con el cambio. Naturalmente, yo me encargo de que éste no sea excesivo, y dejo aparte una propina.
    Esta vez, habíamos almorzado en el «Boathouse» y regresábamos a pie por Central Park. Era un día espléndido, un poco caluroso, así que nos sentamos a descansar en un banco situado a la sombra.
    George contempló un pájaro que estaba posado sobre una rama, con los nerviosos movimientos típicos de los pájaros, y luego le siguió con la vista cuando emprendió el vuelo.
    —Cuando yo era niño —dijo—, me irritaba que esos bichos pudieran surcar los aires, y yo, no.
    —Supongo que todos los niños envidian a los pájaros —comenté yo—. Y los adultos también. Sin embargo, los seres humanos pueden volar, y pueden hacerlo con más rapidez y a más distancia que ningún pájaro. Mira ese avión que dio la vuelta al mundo en nueve días, sin escalas ni repostar. Ningún pájaro podría hacer eso.
    —¿Qué pájaro querría hacerlo? —replicó George, con desprecio—. No estoy hablando de sentarse en uña máquina que vuela, ni tampoco de balancearme colgado de un planeador. Eso son componendas técnicas. Yo me refiero a tener el control de todo: agitar suavemente los brazos y elevarse y moverse a voluntad.
    —Quieres decir, verse libre de la gravedad —suspiré—. Una vez soñé eso, George. Una vez soñé que podía dar un salto en el aire y mantenerme allí con sólo mover los brazos y luego descender lenta e ingrávidamente. Por supuesto, yo sabía que eso era imposible, así que di por descontado que estaba soñando. Pero entonces, en mi sueño, parecí despertar y encontrarme en la cama. Salté de la cama y descubrí que todavía podía evolucionar libremente en el aire. Y como me parecía que había despertado, creí que en realidad podía hacerlo. Luego desperté realmente y me encontré con que seguía tan prisionero de la gravedad como siempre. Experimenté una intensa decepción, una aguda sensación de pérdida. Tardé días en recuperarme.
    Y, casi inevitablemente, George dijo:
    —Yo he conocido algo peor.
    —¿Sí? Tuviste un sueño similar, ¿verdad? Sólo que más grande y mejor, ¿no?
    —¡Sueños! Yo no me ocupo de sueños. Eso se lo dejo a los escritorzuelos de tres al cuarto como tú. Yo estoy hablando de la realidad.
    —Quieres decir que estuviste volando realmente. ¿Debo creer que estuviste en una nave espacial en órbita?
    —En una nave espacial, no. Aquí mismo, en la Tierra.. Y no fui yo, sino mi amigo Baldur Anderson..., pero supongo que será mejor que te cuente la historia...
    La mayoría de mis amigos (dijo George) son intelectuales y profesionales, como tal vez te consideres tú mismo, pero Baldur, no. Él era taxista, sin mucha instrucción, pero con un profundo respeto hacia la Ciencia. Pasamos juntos muchas veladas en nuestro bar favorito, bebiendo cerveza y hablando del big bang, de las leyes de la termodinámica, de la ingeniería genética y otras cosas por el estilo. Siempre se sentía muy agradecido a mí por el hecho de que le explicara estas arcanas materias, e insistía, pese a mis protestas, como puedes suponer, en pagar la cuenta.
    Tan sólo había un aspecto desagradable en su personalidad: era un incrédulo. No me refiero al incrédulo filosófico que rechaza un aspecto de lo sobrenatural, se afilia a alguna organización humanista secular y se expresa con sumo cuidado en un lenguaje que nadie entiende por medio de artículos publicados en revistas que nadie lee. ¿Qué mal hay en eso?
    Quiero decir que Baldur era lo que en los viejos tiempos se habría llamado el ateo del pueblo. Entablaba discusiones en el bar con personas tan ignorantes en estas cuestiones como él, y las desarrollaban con voces destempladas y lenguaje chabacano. No era un intercambio de sutiles razonamientos. La discusión típica venía a ser algo así:
    —Bueno, ya que eres tan listo, cabeza de chorlito —decía Baldur—, dime dónde encontró Caín a su mujer.
    —¿Y a ti qué te importa? —replicaba su adversario.
    —Porque, según la Biblia, Eva era la única mujer que vivía en aquel tiempo —continuaba él.
    —¿Cómo lo sabes?
    —Lo dice la Biblia.
    —Eso no es verdad. Enséñame dónde dice: «En aquel tiempo, Eva era la única tía en toda la Tierra.»
    —Se sobrentiende.
    —Claro, se sobrentiende, porque tú lo digas.
    —¿Ah, sí?
    —¡Sí!
    —Baldur —le decía—, no hay por qué discutir sobre cuestiones de fe. No se resuelve nada, y sólo se crean desavenencias.
    Baldur replicaba con beligerancia.
    —Yo tengo el derecho constitucional a no tragarme esas paparruchas, y a expresarlo así.
    —Naturalmente, pero un día de éstos uno de los caballeros aquí presentes que están consumiendo brebajes alcohólicos podría soltarte un puñetazo antes de pararse a recordar la Constitución.
    —Se supone que esos tipos ponen la otra mejilla —dijo Baldur—. También lo dice la Biblia: «No os alborotéis por el mal. Dejadlo pasar.»
    —Podrían olvidarlo.
    —No me importa. Sé defenderme.
    Y era cierto, pues se trataba de un hombre corpulento y musculoso, con una nariz que parecía como si hubiese detenido muchos puñetazos y unos puños que daban la impresión de haber ejercitado ejemplar venganza por tales actos.
    —Estoy seguro de ello —dije—, pero en las discusiones sobre religión sueles estar solo frente a varias personas. Una docena de individuos, actuando de común acuerdo, podrían muy bien reducirte a algo semejante a una pulpa informe. Además —añadí—, supón que ganas una discusión sobre una determinada cuestión religiosa, en ese caso podrías hacer que uno de estos caballeros perdiera su fe. ¿Crees realmente que debes ser responsable de una pérdida semejante?
    Baldur pareció turbarse, pues era hombre de buen corazón.
    —Yo nunca digo nada —replicó— sobre partes realmente delicadas de la religión. Yo hablo acerca de Caín y de que Jonás no pudo vivir tres días dentro de ninguna ballena y de lo de andar sobre el agua. Pero no digo nada realmente grave. Nunca digo nada contra Santa Claus, ¿no? Escucha, una vez le oí a un tipo decir a voces que Santa Claus sólo, tenía ocho renos y que no había ningún Rudolph, el reno de nariz roja que tira siempre del trineo. Y le dije: «¿Quieres hacer desdichados a los críos?», y le arreé un guantazo. Y tampoco dejo que nadie diga nada contra el Muñeco de Nieve.
    Naturalmente, tanta sensibilidad me conmovió.
    —¿Cómo es que llegaste a esta situación, Baldur? —le pregunté—. ¿Qué fue lo que te convirtió en tan furibundo incrédulo?
    —Los ángeles —dijo, frunciendo el ceño.
    —¿Los ángeles?
    —Sí. Cuando era niño, veía cuadros de ángeles. ¿Tú habrás visto alguna vez cuadros de ángeles?
    —Naturalmente.
    —Tenían alas. Tenían brazos, piernas y en la espalda grandes alas. De niño, yo solía leer libros de Ciencia, y esos libros decían que todo animal con columna vertebral tenía cuatro miembros: cuatro aletas, cuatro patas, dos patas y dos brazos, o dos patas y dos alas. A veces, desaparecían las dos patas traseras, como en el caso de las ballenas, o las dos patas delanteras, como en los apterix, o las cuatro patas, como en las serpientes. Sin embargo, ninguno podía tener más de cuatro. Así que, ¿cómo es que los ángeles tienen seis miembros, dos piernas, dos brazos y dos alas? Tienen columna vertebral, ¿no? No son insectos. Le pregunté a mi madre cómo era eso, y me dijo que cerrara el pico. Yo entonces pensaba muchas cosas de ésas.
    —En realidad, Baldur, no puedes tomar al pie de la letra esas representaciones de los ángeles —dije—. Esas alas son simbólicas. Indican, simplemente, la velocidad con que los ángeles se mueven de un sitio a otro.
    —¡Oh!, ¿sí? —exclamó Baldur—. Pregúntales a esos tipos que leen la Biblia si los ángeles tienen alas. Ellos creen que sí. Son demasiado, estúpidos para entender lo de los seis miembros. Todo el asunto es estúpido. Además, me fastidia lo de los ángeles. Si ellos vuelan, ¿por qué no puedo volar yo? No es justo.
    Su labio inferior se proyectó hacia delante, y pareció a punto de echarse a llorar. Sentí que se me ablandaba el corazón y traté de encontrar alguna forma de consolarle.
    —Si es eso, Baldur —dije—, cuando mueras y vayas al cielo, tendrás alas, un aureola, y un arpa, y entonces podrás volar tú también.
    —¿Tú crees esa basura, George?
    —Bueno, no exactamente, pero sería reconfortante creerlo. ¿Por qué no lo intentas?
    —No pienso hacerlo, porque no es científico. Toda mi vida he deseado volar..., personalmente, sólo yo y mis brazos. Imagino que tiene que haber alguna forma de que pueda volar solo, aquí en la Tierra.
    Yo seguía queriendo consolarle, así que, después de haber rebasado quizás en media copa mi limite de abstinencia, dije de manera imprudente:
    —Estoy seguro de que hay una forma.
    Sus ojos reflejaban reproche, y estaban ligeramente inyectados en sangre.
    —¿Me estás tomando el pelo? —dijo—. ¿Te estás burlando de un sincero deseo de infancia?
    —No, no —respondí, y de pronto me di cuenta de que se había tomado, quizás, una docena de copas de más y que su puño derecho se estaba crispando de una manera sumamente ominosa—. ¿Me burlaría yo de un sincero deseo de infancia? ¿Ni, incluso, de una obsesión de adulto? Lo que pasa es que conozco... a un científico que tal vez sepa la forma de hacerlo.
    Todavía parecía beligerante hacia mí.
    —Pregúntaselo —dijo—, y luego dime qué te responde. No me gustan las personas que se burlan de mí. No está bien. Yo no me burlo de ti, ¿no? Ni tampoco menciono el hecho de que nunca pagas una cuenta, ¿verdad?
    Eso era pisar terreno peligroso. Apresurado, dije:
    —Voy a consultar a mi amigo. No te preocupes. Yo lo arreglaré todo.
    En resumidas cuentas, pensaba que más me valía hacerlo. No quería perder mi suministro de bebidas gratis, y menos aún quería convertirme en objeto del resentimiento de Baldur. Él no creía en las admoniciones bíblicas de ama a tus enemigos, bendice a quien te maldice y haz el bien a quien te odia. Baldur creía en arrearles un guantazo.
    Así, pues, consulté con mi ultraterreno amigo Azazel. ¿Te he dicho alguna vez que tengo...? ¿Sí? Bueno, pues consulté con él.
    Como de costumbre, Azazel estaba de un humor terrible cuando le hice venir junto a mí.
    Tenía la cola torcida en insólito ángulo, y cuando le pregunté sobre el particular, prorrumpió en un torrente de estridentes comentarios acerca de mis antepasados..., asuntos con respecto a los cuales era imposible que supiera nada.
    Deduje que, accidentalmente, le habían pisado. Es un ser muy pequeño, de unos dos centímetros de estatura desde la base de la cola hasta la parte superior de la cabeza, y sospecho que aun en su propio mundo ha de estar siempre bajo los demás. Ciertamente, en esta ocasión había estado debajo de alguien, y la humillación de haber sido demasiado pequeño como para que hubiera sido advertida su presencia le había enfurecido.
    Con tono apaciguador, le dije:
    —Si tuvieras la capacidad de volar, oh Poderoso a quien el Universo entero rinde homenaje, no te verías expuesto a las torpezas de los abyectos patanes.
    Esto pareció levantarle el ánimo. Repitió para sus adentros la frase final con un murmullo, como si la estuviera reteniendo en la memoria para un futuro uso. A continuación dijo:
    —Yo puedo volar, oh Masa Horrible de Despreciable Carne, y habría volado si me hubiera tomado la molestia de advertir la presencia del individuo de clase baja que, en su torpeza, cayó contra mí... De todos modos, ¿qué es lo que quieres? —preguntó finalmente con un gruñido, aunque el agudo timbre de su vocéenla hizo que más bien sonara como un zumbido.
    —Aunque tú puedas volar, oh Sublime, hay personas en mi mundo que no pueden —dije con voz suave.
    —En tu mundo no hay personas que puedan. Son tan toscos, abotagados y torpes como otros tantos shalidraconiconios. Si supieras algo de aerodinámica, Miserable Insecto, sabrías...
    —Me inclino ante tu superior conocimiento, oh tú el más sabio de los sabios, pero se me había ocurrido que podrías preparar un poco de antigravedad.
    —¿Antigravedad? ¿Sabes cómo...?
    —Mente Colosal —dije—, ¿puedo recordarte que ya lo has hecho antes?
    —Aquello, según recuerdo, fue sólo para un tratamiento parcial —dijo Azazel—. Apenas lo suficiente para permitir a una persona desplazarse sobre las crestas de los montones de agua helada que tenéis en vuestro horrible mundo. Según entiendo, ahora me pides algo más extremo.
    —Sí, tengo un amigo al que le gustaría volar.
    —Tienes amigos bastante extraños.
    Se sentó sobre la cola, como hacía a menudo cuando quería pensar, y dio un salto al tiempo que emitía un agudo grito de dolor, pues había olvidado el estado contusionado de su extremidad caudal.
    Le soplé en la cola, y eso pareció ayudarle y aliviarle.
    —Será preciso un aparato antigravedad —dijo—, que, naturalmente, puedo conseguir para ti, así como la completa cooperación del sistema nervioso autónomo de tu amigo, suponiendo que lo tenga.
    —Creo que lo tiene —dije—, pero, ¿cómo puede hacer que coopere?
    Azazel titubeó.
    —Supongo que eso equivale a que debe creer que puede volar.
    Dos días después, visité a Baldur en su modesto apartamento. Le mostré el aparato y dije:
    —Toma.
    No era un aparato espectacular. Tenía el tamaño y la forma de una nuez, y si uno se lo acercaba al oído, se oía un leve zumbido. No sabría decir cuál era la fuente energética, pero Azazel me aseguró que no se agotaría.
    También dijo que debía permanecer en contacto con la piel del volador, así que había hecho que lo pusieran en una cadenita, convirtiéndolo en un medallón.
    —Toma —repetí, mientras Baldur retrocedía suspicazmente—. Ponte la cadena alrededor del cuello y llévalo bajo la camisa. En caso de que tengas camiseta, póntelo debajo.
    —¿Qué es, George? —preguntó.
    —Es un aparato antigravedad, Baldur. El último grito. Muy científico y muy secreto. No debes hablar nunca de él a nadie. Alargó la mano para cogerlo.
    —¿Estás seguro? ¿Te dio esto tu amigo?
    Asentí con la cabeza.
    —Póntelo.
    Con ademanes vacilantes, se lo pasó por la cabeza y, con un poco de ánimo por mi parte, se desabrochó la camisa, lo dejó caer bajo la camiseta y volvió a abrocharse.
    —¿Y ahora qué? —dijo.
    —Ahora, agita los brazos y volarás.
    Agitó los brazos, y no sucedió nada. Sus cejas se juntaron amenazadoramente sobre sus pequeños ojos.
    —¿Te estás burlando de mí?
    —No. Tienes que creer que vas a volar. ¿Has visto Peter Pan, la película de Walt Disney? Te tienes que decir a ti mismo: “Puedo volar, puedo volar, puedo volar”.
    —Ellos se echaban una especie de polvos.
    —Eso no es científico. Lo que tú llevas es científico. Te tienes que decir a ti mismo que puedes volar.
    Baldur me dirigió una larga y severa mirada, y debo decirte que, aunque soy valiente como un león, me sentí un poco inquieto.
    —Hace falta un poco de tiempo, Baldur —le dije—. Tienes que aprender a hacerlo.
    Aún me miraba, pero agitó vigorosamente los brazos y dijo:
    —Puedo volar. Puedo volar. Puedo volar.
    No sucedió nada.
    —¡Salta! —dije—. Coge un poco de impulso.
    Nervioso, me preguntaba si Azazel habría sabido esta vez lo que hacía.
    Baldur, mirándome todavía con fiereza y agitando los brazos, dio un salto. Se elevó unos treinta centímetros en el aire, permaneció allí mientras yo contaba hasta tres y, luego, descendió lentamente.
    —Eh —dijo de manera elocuente.
    —Eh —respondí yo, con considerable sorpresa.
    —He flotado ahí.
    —Y muy airosamente —le señalé. —Sí. Oye, puedo volar. Probemos otra vez.
    Lo hizo, y su pelo dejó una visible mancha de grasa en el lugar en donde tocó el techo. Bajó frotándose la cabeza.
    —Sólo puedes subir unos dos metros, ya sabes —dije.
    —Aquí dentro, sí. Vamos fuera.
    —¿Estás loco? ¿No querrás que la gente sepa que puedes volar? Te quitarían el aparato antigravedad para que los científicos pudieran estudiarlo, y nunca podrías volver a volar. Mi amigo es el único que lo conoce, y es secreto.
    —Bueno, ¿qué voy a hacer?
    —Disfruta volando por la habitación.
    —Eso no es mucho.
    —¿Que no es mucho? ¿Cuánto podías volar hace cinco minutos?
    Mi poderosa lógica, como de costumbre, fue convincente.
    Debo reconocer que, mientras le veía evolucionar libre y graciosamente en el aire un tanto viciado de los limitados confines de su no muy grande cuarto de estar, experimenté un fuerte impulso a robarlo por mí mismo. Sin embargo, no estaba seguro de que él me cediera el aparato de gravedad y, lo que es más, tenía la fuerte sospecha de que conmigo no funcionaría.
    Azazel se niega siempre, por lo que él llama motivos éticos, a hacer nada directamente para mí. Sus dádivas, dice con su estúpida forma de hablar, están destinadas únicamente a beneficiar a otros. Ojalá no pensara así, y ojalá no pensaran así tampoco los otros. Nunca he podido persuadir a los beneficiarios de mi beneficencia para que me enriquecieran de forma perceptible.
    Finalmente, Baldur descendió hasta posarse en una de sus sillas y dijo con tono complacido:
    —¿Quieres decir que puedo hacer esto porque creo?
    —Exactamente —respondí—. Es un vuelo de fantasía.
    Me gustó la expresión, pero Baldur es sordo para el ingenio, si se me permite inventar el término.
    —Mira, George —dijo—, es mucho mejor creer en la Ciencia que en el cielo y en toda esa basura sobre alas de ángeles.
    —Indudablemente —dije—. ¿Lo dejamos ahora para cenar y tomar luego unas copas?
    —Encantado —respondió, y pasamos una velada excelente.
    No obstante, las cosas no marchaban bien. Una profunda melancolía pareció tender su velo sobre Baldur. Dejó de acudir a los lugares que hasta entonces había frecuentado y encontró nuevos establecimientos de bebidas.
    No me importaba. Los nuevos lugares eran un calco de los antiguos, y por lo general servían unos martinis secos excelentes. Pero yo sentía curiosidad, y le pregunté sobre el particular.
    —Ya no puedo discutir con esos imbéciles —dijo sombríamente Baldur—. Me dan ganas de decirles que puedo volar como un ángel, pero, ¿qué van a hacer, adorarme? ¿Y me creerían? Ellos se tragan toda esa morralla de serpientes que hablan y tías que se convierten en estatuas de sal..., cuentos de hadas, nada más que cuentos de hadas. Sin embargo, a mi no me creerían; ni por lo más remoto. Así que tengo que mantenerme apartado de ellos. Hasta la Biblia dice: “No frecuentes la compañía de necios, ni te sientes en el asiento de los desdeñosos”.
    Y periódicamente exclamaba:
    —No puedo hacerlo sólo en mi apartamento. No hay sitio. No lo saboreo. Tengo que hacerlo al aire libre. Tengo que elevarme en el firmamento y evolucionar de un lado a otro.
    —Te verán.
    —Puedo hacerlo de noche.
    —Entonces, te estrellarás contra una montaña y te matarás.
    —No, si subo muy alto.
    —¿Y qué verás de noche? Daría lo mismo que estuvieses volando por tu habitación.
    —Encontraré un lugar donde no haya gente —dijo.
    —¿Dónde no hay gente en estos tiempos? —pregunté.
    Mi poderosa lógica vencía siempre, pero él se iba sintiendo cada vez más desdichado y, por último, pasé varios días sin verle. No estaba en casa. La compañía de taxis para la que trabajaba dijo que se había tomado dos semanas de vacaciones, y no, no sabían dónde se encontraba. No es que me importase quedarme sin su hospitalidad -al menos, no me importaba demasiado-, pero me preocupaba lo que pudiera estar haciendo con toda aquella locura de volar por los aires.
    Finalmente lo averigüé cuando regresó a su apartamento y me telefoneó. Apenas si reconocí su cascada voz, y, naturalmente, me apresuré a acudir a su lado cuando comentó que me necesitaba con urgencia.
    Se hallaba en su habitación, abatido y desconsolado.
    —George —dijo—, nunca debí hacerlo.
    —¿Hacer qué, Baldur?
    —¿Recuerdas que te dije que quería encontrar un lugar en el que no hubiera gente?
    —Lo recuerdo.
    —Pues se me ocurrió una idea. Me tomé unos días de vacaciones cuando las predicciones meteorológicas anunciaron que habría una serie de días claros y soleados, y alquilé un avión. Fui a uno de esos aeropuertos en los que se puede dar un paseo si lo pagas..., igual que un taxi, sólo que volando.
    —Lo sé, lo sé —dije.
    —Le indiqué al fulano que se dirigiera a los suburbios y sobrevolara las zonas rurales, que quería ver el paisaje. Lo que iba a hacer era buscar lugares realmente vacíos, y cuando encontrase uno, preguntaría qué era, con el fin de ir allí algún fin de semana y volar como realmente lo he querido hacer toda mi vida.
    —Baldur —dije—, no se puede distinguir desde el aire. Desde allá arriba, un lugar puede parecer vacío y, sin embargo, estar lleno de gente.
    —De nada sirve que me digas eso ahora —respondió amargamente.
    Hizo una pausa, meneó la cabeza y continuó:
    —Era uno de esos aviones antiguos. Carlinga descubierta delante y asiento para pasajero, también, descubierto, detrás; yo me asomo para poder ver el suelo y cerciorarme de que no hay carreteras, ni automóviles, ni granjas. Me suelto el cinturón de seguridad para ver mejor..., como puedo volar, no me da miedo estar a mucha altura, en el aire. Sólo que me inclino al asomarme, y el piloto, que no sabe lo que estoy haciendo, efectúa un viraje, como consecuencia, el avión se ladea en la dirección que yo estoy mirando, y antes de que me pueda agarrar a algo, caigo al vacío.
    —Santo cielo —exclamé.
    Baldur tenía una lata de cerveza a su lado, e hizo una pausa para beber con ansiedad. Se secó los labios con el dorso de la mano y dijo:
    —George, ¿te has caído alguna vez de un avión sin paracaídas?
    —No respondí—. Ahora que lo pienso, creo que nunca he hecho eso.
    —Bueno, pues pruébalo un día —dijo Baldur—. Es una sensación extraña. A mí me cogió totalmente por sorpresa. Durante un rato no pude entender lo que ocurría, únicamente había aire por todas partes, y el suelo estaba dando vueltas y ascendía, luego pasaba por encima de mi cabeza y alrededor de mí, y yo me decía: ¿Qué diablos está pasando? Y al cabo de cierto tiempo, noto un fuerte viento que sopla cada vez con más intensidad, sólo que no puedo decir exactamente desde qué dirección. Y entonces me doy cuenta de que estoy cayendo. Me digo a mí mismo: Eh, que estoy cayendo. Y, nada más decirlo, veo que así es, y el suelo parece que está abajo y yo avanzo rápidamente hacia él, y sé que voy a estrellarme y que taparme los ojos no va a servir de nada.
    »Lo creas o no, George, durante todo ese tiempo no he pensado ni un momento que podía volar. Estaba demasiado sorprendido. Podría haberme matado. Pero entonces, cuando ya casi he llegado al suelo, lo recuerdo, y me digo a mí mismo: ¡Puedo volar! ¡Puedo volar! Fue como patinar en el aire, como si el aire se convirtiese en una gran banda de goma que estuviera tirando de mí hacia arriba, de modo que mi velocidad de caída comienza a disminuir, y cuando llego a la altura de las copas de los árboles, ya voy realmente despacio y pienso: Quizá sea éste el momento indicado para ponerme a evolucionar por el aire. Sin embargo, me siento cansado, y queda muy poca distancia hasta el suelo, así que me enderezo, disminuyo un poco más la velocidad y aterrizo sobre los pies con un ligerísimo golpe.
    »Y, desde luego, tienes razón, George. Todo parecía vacío cuando yo estaba arriba, pero una vez en el suelo, había toda una muchedumbre congregada a mi alrededor, y cerca había una especie de iglesia con una torre..., que supongo que yo no había distinguido desde arriba por causa de los árboles.
    Baldur cerró los ojos, y durante unos momentos se limitó a respirar con dificultad.
    —¿Qué ocurrió, Baldur? —pregunté por fin.
    —Nunca lo adivinarías —dijo.
    —No quiero adivinarlo —repuse—. Dímelo tú.
    Abrió los ojos y dijo:
    —Todos habían salido de la iglesia, alguna iglesia de creyentes en la Biblia, y uno de ellos cae de rodillas, levanta los brazos y grita: “¡Milagro! ¡Milagro!”, y el resto hace lo mismo. Nunca has oído semejante estruendo. Y aparece un fulano, un tipo bajo y gordo, y dice: “Soy médico. Dígame qué ha sucedido”. A mí no se me ocurre nada. Quiero decir que, ¿cómo puede uno explicar que ha bajado del cielo? No tardarán en proclamar que soy un ángel. Así que digo la verdad: Me he caído accidentalmente de un avión. Y todos empiezan a gritar: “¡Milagro! ¡Milagro!”
    »El médico pregunta: “¿Tenía usted paracaídas?” Cómo voy a decir que tenía paracaídas, cuando no hay ninguno junto a mí, así que respondo: No. Y luego añade: “Se le ha visto a usted caer y, posteriormente, reducir la velocidad y aterrizar suavemente”. Y otro tipo, que resultó ser el predicador de la iglesia, dice: “Ha sido la mano de Dios que le ha sostenido”.
    »Bueno, yo, como no puedo aguantar eso, le aclaro: No. Ha sido un aparato antigravedad que tengo. Y el médico me pregunta: “¿Un qué?” Un aparato antigravedad, respondo. Y se echa a reír y exclama: “Yo, en su lugar, preferiría la mano de Dios”, como si yo hubiera dicho un chiste.
    »Para entonces, el piloto ya ha aterrizado y se ha acercado al grupo, está blanco como el papel: “No ha sido culpa mía. El maldito imbécil se desabrochó el cinturón de seguridad”. Y me ve allí, de pie, y casi se desmaya: “¿Cómo ha llegado aquí? Usted no tenía paracaídas”. Y todo el mundo empieza a cantar una especie de salmo o algo así, y el predicador coge de la mano al piloto y le dice que ha sido la mano de Dios y que yo he sido salvado porque estoy destinado a realizar alguna gran obra en el mundo y cómo todos los miembros de su congregación que se hallaban presentes estaban más seguros que nunca de que Dios estaba en su trono y continuaba realizando sus buenas obras, y toda clase de cosas por el estilo.
    »Incluso me hizo a mí pensar en ello, en que yo había sido salvado para algo grande. Luego vinieron unos periodistas y varios médicos más, no sé quién los había llamado; me estuvieron haciendo preguntas hasta que creí que me iba a volver loco; sin embargo, los médicos les interrumpieron y me llevaron a un hospital para hacerme un reconocimiento.
    Al oírlo, quedé estupefacto.
    —¿Te llevaron realmente a un hospital?
    —No me dejaron solo ni un minuto. El periódico local me sacó en primera plana, y vino un científico de Rutgers o de no sé dónde y no paraba de hacerme preguntas. Yo dije que tenía ese aparato antigravedad, y él se echó a reír. Le pregunté: Entonces, ¿usted cree que fue un milagro? ¿Usted? ¿Un científico? Y él respondió: “Hay muchos científicos que creen en Dios, pero no hay un solo científico que crea posible la antigravedad”. A continuación dijo: “Pero enséñeme cómo funciona, señor Anderson, y tal vez cambie de opinión”. Y, naturalmente, no pude hacerlo funcionar, y sigo sin poder hacerlo.
    Para mi horror, Baldur se tapó la cara con las manos y rompió a llorar.
    —No te apures, Baldur —le dije—. Tiene que funcionar.
    Meneó la cabeza y dijo con voz apagada:
    —No. Sólo funciona si yo creo, y ya no creo. Todo el mundo dice que es un milagro. Nadie cree en la antigravedad. Sencillamente, se ríen de mí, y el científico dijo que el objeto era tan sólo un trozo de metal, sin ninguna fuente de energía ni ningún control, y que la antigravedad era imposible según Einstein, el tipo de la relatividad. Debía haberte hecho caso, George. Ahora ya no volveré a volar nunca, porque he perdido la fe. Quizá nunca fue la antigravedad y todo fue obra de Dios, actuando a través de ti por alguna razón. Estoy empezando a creer en Dios, y he perdido la fe.
    Pobrecillo. Nunca más volvió a volar. Me devolvió el aparato, y yo se lo entregué a Azazel.
    Finalmente, Baldur abandonó su empleo, volvió a aquella iglesia en cuyas proximidades había caído y ahora trabaja allí como diácono. Le atienden muy solícitamente porque creen que la mano de Dios estuvo sobre él.
    Miré fijamente a George, pero su rostro, como siempre que me hablaba de Azazel, tenía una expresión de absoluta sinceridad.
    —George, ¿ha sucedido eso recientemente? —le pregunté.
    —El año pasado.
    —¿Con todo ese alboroto del milagro, los periodistas y los titulares en los periódicos y todo lo demás?
    —En efecto.
    —Bien, ¿puedes explicarme, entonces, cómo es que nunca he visto nada acerca de ello en los periódicos?
    George metió la mano en el bolsillo y extrajo los cinco dólares y ochenta y dos centavos correspondientes al cambio que él había recogido cuidadosamente después de que yo hubiera pagado la comida con un billete de veinte dólares y otro de diez. Separó el billete y dijo:
    —Cinco dólares a que puedo explicarlo.
    —Cinco dólares a que no puedes —repliqué al instante, sin vacilar.
    —Tú solamente lees el New York Times, ¿verdad? —preguntó.
    —Verdad —respondí.
    —Y el New York Times, con la debida consideración a los que estima sus intelectuales lectores, coloca todas las noticias de milagros en la página 31, en algún oscuro lugar junto a los anuncios de bikinis, ¿no?
    —Posiblemente, pero, ¿qué te hace pensar que yo no lo vería, aunque fuese un artículo pequeño y poco destacado?
    —Porque —concluyó triunfalmente George— sabido es que, aparte de algunos titulares sensacionalistas, tú no lees, nada en el periódico. Tú hojeas el New York Times sólo para ver si tu nombre aparece mencionado en alguna parte.
    Reflexioné durante unos momentos y dejé que se llevara los otros cinco dólares. Lo que decía no era verdad, pero sé que, probablemente, es la opinión general, así que decidí que de nada servía discutir.



    AGRADECIMIENTOS
    «Una noche de canto» apareció en el número de abril de 1982 de The Magazine of Fantasy and Science Fiction (F & SF). Copyright © 1982 by Mercury Press, Inc.
    «La sonrisa que pierde» apareció en el número de noviembre de 1982 de F & SF. Copyright © 1982 by Mercury Press, Inc.
    «Al vencedor» apareció en el número de julio de 1982 de Isaac Asimov's Science Fiction Magazine (IASFM). Copyrigth © 1982 by Davis Publications, Inc.
    «El sordo rumor» apareció en el número del 18 de setiembre de 1982 en IASFM. Copyright © 1982 by Davis Publications, Inc.
    «Salvando a la Humanidad» apareció en el número de setiembre de 1983 de IASFM. Copyright © 1983 by Davis Publications, Inc.
    «Una cuestión de principios» apareció en el número de febrero de 1984 de IASFM. Copyright © 1983 by Davis Publications, Inc.
    «El mal que hace la bebida» apareció en el número de mayo de 1984 de IASFM. Copyright © 1984 by Davis Publications, Inc.
    «Tiempo para escribir» apareció en el número de julio de 1984 de IASFM. Copyright © 1984 by Davis Publications, Inc.
    «Deslizarse sobre la nieve» apareció en el número de mediados de diciembre de 1984 de IASFM. Copyright © 1984 by Davis Publications, Inc.
    «La lógica es la lógica» apareció en el número de agosto de 1985 de IASFM. Copyright © 1985 by Davis Publications, Inc.
    «Viaja más rápido» apareció en el número de no¬viembre de 1985 de IASFM. Copyright © 1985 by Davis Publications, Inc.
    «Los ojos del observador» apareció en el número de enero de 1986 de IASFM. Copyright © 1985 by Davis Publications, Inc.
    «Más cosas en el cielo y en la Tierra» apareció en un folleto, Science Fiction by Isaac Asimov. Copyright © 1986 by Nightfall, Inc.
    «La estructura de la mente» apareció en el número de octubre de 1986 de IASFM. Copyright © 1986 by Davis Publications, Inc.
    «Las peleas de primavera» apareció en el número de febrero de 1987 de IASFM. Copyright © 1986 Davis Publications, Inc.
    «Galatea» apareció en el número de mediados de diciembre de 1987 de IASFM. Copyright © 1987 by Davis Publications, Inc.
    «Vuelo de fantasía» apareció en el número de mayo de 1988 de IASFM. Copyright © 1988 by Davis Publi¬cations, Inc.


    ÍNDICE
    AZAZEL 1
    INTRODUCCIÓN 3
    EL DEMONIO DE DOS CENTÍMETROS 5
    UNA NOCHE DE CANTO 14
    UNA SONRISA QUE PIERDE 20
    AL VENCEDOR 29
    EL SORDO RUMOR 36
    SALVANDO A LA HUMANIDAD 46
    UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS 56
    EL MAL QUE HACE LA BEBIDA 68
    TIEMPO PARA ESCRIBIR 78
    DESLIZARSE SOBRE LA NIEVE 90
    LA LÓGICA ES LA LÓGICA 105
    VIAJA MÁS RÁPIDO 114
    LOS OJOS DEL OBSERVADOR 123
    MÁS COSAS EN EL CIELO Y EN LA TIERRA 135
    LAS PELEAS DE PRIMAVERA 145
    GALATEA 157
    LA ESTRUCTURA DE LA MENTE 168
    VUELO DE FANTASÍA 179
    AGRADECIMIENTOS 192

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                     1 2 3 4 5 6 7
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    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

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    Set personal 2:
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